Fragmentos:
Murió
dulcemente; y su rostro aun en la muerte reflejaba su cariño. No
necesito describir los sentimientos de aquellos cuyos lazos más
queridos se ven rotos por el más irreparable de los males, el vacío
que inunda el alma y la desesperación que embarga el rostro. Pasa
tanto tiempo antes de que uno se pueda persuadir de que aquella a
quien veíamos cada día, y cuya existencia misma formaba parte de la
nuestra, ya no está con nosotros; que se ha extinguido la viveza de
sus amados ojos y que su voz tan dulce y familiar se ha apagado para
siempre. Estos son los pensamientos de los primeros días. Pero la
amargura del dolor no comienza hasta que el transcurso del tiempo
demuestra la realidad de la pérdida. Pero ¿a quién no le ha robado
esa desconsiderada mano algún ser querido? ¿Por qué, pues, había
de describir el dolor que todos han sentido y deberían sentir? Con
el tiempo llega el momento en el que el sufrimiento es más una
costumbre que una necesidad y, aunque parezca un sacrilegio, ya no se
reprime la sonrisa que asoma a los labios. Mi madre había muerto,
pero nosotros aún teníamos obligaciones que cumplir; debíamos
continuar nuestro camino junto a los demás y considerarnos
afortunados mientras quedara a salvo al menos uno de nosotros.
***
Cuando
me encontré con este asombroso poder entre mis manos, dudé mucho
tiempo en cuanto a la manera de utilizarlo. A pesar de que poseía la
capacidad de infundir vida, el preparar un organismo para recibirla,
con las complejidades de nervios, músculos y venas que ello entraña,
seguía siendo una labor terriblemente ardua y difícil. En un
principio no sabía bien si intentar crear un ser semejante a mí o
uno de funcionamiento más simple; pero estaba demasiado embriagado
con mi primer éxito como para que la imaginación me permitiera
dudar de mi capacidad para infundir vida a un animal tan maravilloso
y complejo como el hombre.
***
Nada
hay más doloroso para el alma humana, después de que los
sentimientos se han visto acelerados por una rápida sucesión de
acontecimientos, que la clama mortal de la inactividad y la certeza
que nos privan tanto del miedo como de la esperanza. Justine murió;
descansó; pero yo seguía viviendo. La sangre circula libremente por
mis venas, pero un peso insoportable de remordimientos y
desesperación me oprimía el corazón. No podía dormir; deambulaba
como alma atormentada, pues había cometido inenarrables actos
horrendos y malvados, y tenía el convencimiento de que no serían
los últimos. Sin embargo, mi corazón rebosaba amor y bondad. Había
comenzado la vida lleno de buenas intenciones y aguardaba con
impaciencia el momento de ponerlas en práctica, y convertirme en
algo útil para mis semejantes. Ahora todo quedaba aniquilado. En vez
de tranquilidad de conciencia, que me hubiera permitido rememorar el
pasado con satisfacción y concebir nuevas esperanzas, me azotaban el
remordimiento y los sentimientos de culpabilidad que me empujaban
hacia un infierno de indescriptibles torturas.
***
La
historia es coherente y la ha contado con la naturalidad que da la
verdad más sencilla; pero te confieso que las cartas de Félix y
Safie, que me enseñó, y la visión del monstruo que tuvimos desde
el barco, me convencieron más que todas sus afirmaciones, por muy
coherentes y convincentes que parecieran. No tengo ninguna duda,
pues, de que existe semejante monstruo; pero sin embargo estoy lleno
de asombro y admiración. He intentado que Frankenstein me cuente en
detalle la creación del ser; pero sobre este punto permaneció
inescrutable.
***
El
horrible drama de mi existencia llega a su fin. ¡Frankenstein!,
¡hombre generoso y abnegado!, ¿de qué sirve que ahora implore tu
perdón? A ti, a quien destruí despiadadamente, arrebatándote todo
lo que amabas. ¡Está frío!, no puede contestarme.
Su
voz se ahogaba; y mis primeros impulsos, que me inducían a la
obligación de cumplir el último deseo de mi amigo, y destrozar a
aquel ser, se vieron frenados por una mezcla de curiosidad y
compasión. Me acerqué a esta extraña criatura; no me atrevía a
mirarlo, pues había algo demasiado pavoroso e inhumano en fealdad.
Traté de hablar, pero las palabras se me quedaron en los labios. El
monstruo seguía profiriendo exaltadas y confusas recriminaciones.
***
Mary
Shelley. “Frankenstein”. 2004, Diario El País.
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