Fragmentos:
Guardo
un tesoro. Durante estos malos años, compuestos únicamente de los
días del calendario, lo he guardado, lo he escondido y lo he vuelto
a sacar; durante el viaje en aquel vagón de mercancías lo apretaba
codiciosamente contra mi pecho, y si me dormía, dormía Oscar sobre
su tesoro: el álbum de fotos.
¿Qué
haría yo sin este sepulcro familiar al descubierto, que todo lo
aclara? Cuenta ciento veinte páginas. En cada una de ellas hay
pegadas, al lado o debajo unas de otras, en ángulo recto,
cuidadosamente repartidas, respetando aquí la simetría y
descuidándola allá, cuatro o seis fotos, o a veces sólo dos. Está
encuadernado en piel, y cuanto más viejo se hace, tanto más va
oliendo a ella. Hubo tiempos en que el viento y la intemperie lo
afectaban. Las fotos se despegaban, obligándome su estado
desamparado a buscar tranquilidad y ocasión para asegurar a las
imágenes ya casi perdidas, por medio de algún pegamento, su lugar
hereditario.
***
A
veces siento hoy todavía haberme negado. Traté de escabullirme y le
dije: ―Sabe
usted, señor Breba, prefiero contarme entre los espectadores, y dejo
que mi modesto arte florezca a oscuras, lejos de todo aplauso, pero
soy el último en no aplaudir las exhibiciones de usted. ―El
señor Breva levantó su dedo arrugado y me amonestó: ―Excelente
Oscar, haced caso a un colega experimentado. Nosotros no debemos
estar nunca entre los espectadores. Nuestro lugar está en el
escenario o en la arena. Nosotros somos los que hemos de llevar el
juego y determinar la acción, pues en otro caso son ellos los que
nos manejan, y suelen tratarnos muy mal.
***
Mi
obra era, pues, de destrucción. Y lo que no lograba destruir con mi
tambor, lo deshacía con mi voz. Así vine a iniciar, al lado de mis
empresas de día contra la simetría de las tribunas, mi actividad
nocturna: durante el invierno del treinta y siete jugué al tentador.
Las primeras enseñanzas en el arte de tentar a mis semejantes me
vinieron de mi abuela Koljaiczek, la cual, en aquel rudo invierno,
abrió un puesto en el mercado semanal de Langfuhr o, en otros
términos, acurrucada en sus cuatro faldas detrás de un banco del
mercado, ofrecía con voz plañidera <<¡huevos frescos,
mantequilla dorada y oquitas, ni muy gordas ni muy flaquitas!>>,
para los días de fiesta. El mercado se celebraba todos los martes.
Venía ella de Viereck en el corto, quitábase, poco antes de llegar
a Langfuhr, las zapatillas de fieltro previstas para el viaje en el
tren, bajaba de éste con unos zuecos deformes, colgábase de los
brazos las asas de los dos canastos y se dirigía a su puesto de la
calle de la Estación, en el que una placa rezaba: Ana Koljaiczek,
Bissau. (…)
***
Mamá
sabía ser alegre. Mamá sabía ser temerosa. Mamá sabía olvidar
fácilmente. Y sin embargo, tenía buena memoria. Mamá me daba con
las puertas en las narices y,sin embargo, me admitía en su baño. A
veces mamá se me perdía, pero su instinto me encontraba. Cuando yo
rompía vidrios, mamá ponía la masilla. A veces se instalaba en el
error, aunque a su alrededor hubiera sillas suficientes. Aun cuando
se encerraba en sí misma, para mí siempre estaba abierta. Temía
las corrientes de aire y, sin embargo, no paraba de levantar viento.
Gastaba, y lo le gustaba pagar impuestos. Yo era el revés de su
medalla. Cuando mamá jugaba corazones, ganaba siempre. Al morir
mamá, las llamas rojas del cilindro de mi tambor palidecieron
ligeramente; en cambio, el esmalte blanco se hizo más blanco, y tan
detonante, que a veces Oscar, deslumbrado, había de cerrar los ojos.
***
Ahora
ya no me quedan palabras y, sin embargo, he de reflexionar todavía
acerca de lo que Oscar piensa hacer una vez que lo hayan dado de alta
del sanatorio, lo que parece inevitable. ¿Casarse? ¿Seguir soltero? ¿Emigrar?
¿Comprar
una cantera? ¿Buscar discípulo? ¿Fundar una secta?
Todas
estas posibilidades, que son las que hoy en día se le ofrecen a uno
a los treinta años, merecen ser examinadas. Pero, ¿examinadas con
qué, si no con mi tambor? Así, pues, voy a ejecutar con mi tambor
esa cancioncilla que se me va haciendo cada vez más viva y
angustiosa y voy a invocar y consultar a la Bruja Negra, para poder
anunciarle mañana a mi enfermero Bruno la clase de existencia que
Oscar piensa llevar en adelante, a la sombra de su miedo infantil que
se le va haciendo cada vez más negro. (…)
Günter
Grass. “ El Tambor de hojalata”. 1985, Ediciones Alfaguara.
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