Frente al silencio.

Frente al silencio.

jueves, 3 de septiembre de 2015

Günter Grass.




Fragmentos:




      Guardo un tesoro. Durante estos malos años, compuestos únicamente de los días del calendario, lo he guardado, lo he escondido y lo he vuelto a sacar; durante el viaje en aquel vagón de mercancías lo apretaba codiciosamente contra mi pecho, y si me dormía, dormía Oscar sobre su tesoro: el álbum de fotos.
      ¿Qué haría yo sin este sepulcro familiar al descubierto, que todo lo aclara? Cuenta ciento veinte páginas. En cada una de ellas hay pegadas, al lado o debajo unas de otras, en ángulo recto, cuidadosamente repartidas, respetando aquí la simetría y descuidándola allá, cuatro o seis fotos, o a veces sólo dos. Está encuadernado en piel, y cuanto más viejo se hace, tanto más va oliendo a ella. Hubo tiempos en que el viento y la intemperie lo afectaban. Las fotos se despegaban, obligándome su estado desamparado a buscar tranquilidad y ocasión para asegurar a las imágenes ya casi perdidas, por medio de algún pegamento, su lugar hereditario.


***




      A veces siento hoy todavía haberme negado. Traté de escabullirme y le dije: Sabe usted, señor Breba, prefiero contarme entre los espectadores, y dejo que mi modesto arte florezca a oscuras, lejos de todo aplauso, pero soy el último en no aplaudir las exhibiciones de usted. El señor Breva levantó su dedo arrugado y me amonestó: Excelente Oscar, haced caso a un colega experimentado. Nosotros no debemos estar nunca entre los espectadores. Nuestro lugar está en el escenario o en la arena. Nosotros somos los que hemos de llevar el juego y determinar la acción, pues en otro caso son ellos los que nos manejan, y suelen tratarnos muy mal.


***




      Mi obra era, pues, de destrucción. Y lo que no lograba destruir con mi tambor, lo deshacía con mi voz. Así vine a iniciar, al lado de mis empresas de día contra la simetría de las tribunas, mi actividad nocturna: durante el invierno del treinta y siete jugué al tentador. Las primeras enseñanzas en el arte de tentar a mis semejantes me vinieron de mi abuela Koljaiczek, la cual, en aquel rudo invierno, abrió un puesto en el mercado semanal de Langfuhr o, en otros términos, acurrucada en sus cuatro faldas detrás de un banco del mercado, ofrecía con voz plañidera <<¡huevos frescos, mantequilla dorada y oquitas, ni muy gordas ni muy flaquitas!>>, para los días de fiesta. El mercado se celebraba todos los martes. Venía ella de Viereck en el corto, quitábase, poco antes de llegar a Langfuhr, las zapatillas de fieltro previstas para el viaje en el tren, bajaba de éste con unos zuecos deformes, colgábase de los brazos las asas de los dos canastos y se dirigía a su puesto de la calle de la Estación, en el que una placa rezaba: Ana Koljaiczek, Bissau. (…)


***









      Mamá sabía ser alegre. Mamá sabía ser temerosa. Mamá sabía olvidar fácilmente. Y sin embargo, tenía buena memoria. Mamá me daba con las puertas en las narices y,sin embargo, me admitía en su baño. A veces mamá se me perdía, pero su instinto me encontraba. Cuando yo rompía vidrios, mamá ponía la masilla. A veces se instalaba en el error, aunque a su alrededor hubiera sillas suficientes. Aun cuando se encerraba en sí misma, para mí siempre estaba abierta. Temía las corrientes de aire y, sin embargo, no paraba de levantar viento. Gastaba, y lo le gustaba pagar impuestos. Yo era el revés de su medalla. Cuando mamá jugaba corazones, ganaba siempre. Al morir mamá, las llamas rojas del cilindro de mi tambor palidecieron ligeramente; en cambio, el esmalte blanco se hizo más blanco, y tan detonante, que a veces Oscar, deslumbrado, había de cerrar los ojos.


***




      Ahora ya no me quedan palabras y, sin embargo, he de reflexionar todavía acerca de lo que Oscar piensa hacer una vez que lo hayan dado de alta del sanatorio, lo que parece inevitable. ¿Casarse? ¿Seguir soltero? ¿Emigrar?
¿Comprar una cantera? ¿Buscar discípulo? ¿Fundar una secta?
      Todas estas posibilidades, que son las que hoy en día se le ofrecen a uno a los treinta años, merecen ser examinadas. Pero, ¿examinadas con qué, si no con mi tambor? Así, pues, voy a ejecutar con mi tambor esa cancioncilla que se me va haciendo cada vez más viva y angustiosa y voy a invocar y consultar a la Bruja Negra, para poder anunciarle mañana a mi enfermero Bruno la clase de existencia que Oscar piensa llevar en adelante, a la sombra de su miedo infantil que se le va haciendo cada vez más negro. (…)







Günter Grass. “ El Tambor de hojalata”. 1985, Ediciones Alfaguara.



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