Frente al silencio.

Frente al silencio.

domingo, 12 de marzo de 2017

Roberto Bolaño (II)




      Xóchitl García, calle Montes, cerca del Monumento a la revolución, México DF, enero de 1986. Lo curioso fue cuando quise publicar. Durante mucho tiempo escribí y corregí y volvía a escribir y tiré muchos poemas a la basura, pero llegó un día en que traté de publicar y empecé a mandar mis poemas a revistas y suplementos culturales. María me lo advirtió. No te van a contestar, dijo, ni siquiera van a leer tus textos, deberías ir personalmente y pedirles una respuesta cara a cara. Así lo hice. En algunos sitios no me recibieron. Pero en otros sí me recibieron y pude hablar con los secretarios de redacción o con los encargados de la sección literaria. Me preguntaron cosas de mi vida, qué leía, qué había publicado hasta la fecha, en qué talleres había estado, qué estudios universitarios tenía. Fui una inocente: les conté mis tratos con los real visceralistas. La mayoría de la gente con la que hablé no tenía ni idea de quiénes eran los real visceralistas, pero la mención del grupo despertaba su interés. ¿Los real visceralistas? ¿Y ésos quiénes fueron? Entonces yo les explicaba, más o menos, la corta historia del realismos visceral y ellos sonreían, algunos anotaban algo, un nombre, pedían más explicaciones y luego me daban las gracias y me decían que ya me llamarían o que me pasara dentro de quince días y me darían una respuesta. Otros, los menos, recordaban a Ulises Lima y Arturo Belano, vagamente, no sabían, por ejemplo, que Ulises estaba vivo y que Belano ya no vivía en el DF, pero los habían conocido, recordaban sus intervenciones en recitales públicos en donde Ulises y Arturo acostumbraban a meterse con los poetas, recordaban su amistad con Efrain Huerta, me miraban como si yo fuera una extraterrestre, decían ¿así que tú fuiste una real visceralista, eh?, y después me decían que lo sentían, pero que no podían publicar ni uno solo de mis poemas. Según María, a quien acudía cada vez más desanimada, eso era lo normal, la literatura mexicana, probablemente todas las literaturas latinoamericanas, eran así, una secta rígida en donde el perdón era costoso de conseguir. Pero yo no quiero que me perdonen nada, le decía. Ya lo sé, decía ella, pero si quieres publicar más vale que no menciones nunca más a los real visceralistas.




      Jaume Planells, bar Salambó, calle Torrijos, Barcelona, junio de 1994. Una mañana me llamó mi amigo y colega Iñaki Echavarne y me dijo que necesitaba un padrino para un duelo. Yo estaba un poco resacoso, por lo que al principio no entendí lo que Iñaki me decía, además de que no era usual que me llamara por teléfono y menos a esas horas. Luego, cuando me lo explicó, pensé que me estaba tomando el pelo, no es algo que me moleste, y además Iñaki es una persona un poco rara, rara pero atractiva, el tipo al que las mujeres encuentran muy guapo y los hombres encuentran simpático, tal vez algo temible, y que secretamente admiran. Hacía poco había tenido un polémica con Aurelio Baca, el gran novelista madrileño, y pese a que Baca desencadenó sobre él truenos y rayos, amén de anatemas, Iñaki había salido bien parado, digamos que en tablas del belicoso encuentro.
      Lo curioso fue que Iñaki no había criticado a Baca sino a un amigo de éste, así que ya podemos imaginarnos lo que hubiera pasado si llega a meterse directamente con el santo varón madrileño. A mi modesto entender, el problema radicaba en que Baca era el modelo de escritor Unamuno, bastante frecuente en los últimos años, que a las primeras de cambio lanzaba su perorata llena de moralina, la típica perorata española ejemplarizante e iracunda, la perorata del sentido común o la perorata sacrosanta, e Iñaki era el típico crítico provocador, el crítico Kamikaze, que gozaba creándose enemigos, y que muy a menudo metía la pata hasta la ingle. A fuerza tenían que chocar en algún momento. O Baca tenía que chocar con Echavarne, llamarlo al orden, darle un tirón de orejas, una colleja, algo por el estilo. En el fondo de la charca, sin embargo, los dos pertenecían a ese abanico cada vez más ambiguo que llamamos izquierda.









      Pere Ordónez, Feria del Libro, Madrid, julio de 1994. Antaño los escritores de España (y de Hispanoamérica) entraban en el ruedo público para transgredirlo, para reformarlo, para quemarlo, para revolucionarlo. Los escritores de España (y de Hispanoamérica) procedían generalmente de familias acomodadas, familias asentadas o de una cierta posición, y al tomar ellos la pluma se volvían o se revolvían contra esa posición: escribir era renunciar, era renegar, a veces era suicidarse. Era ir contra la familia. Hoy los escritores de España (y de Hispanoamérica) proceden en número cada vez más alarmante de familias de clase baja, del proletariado y del lumpenproletariado, y su ejercicio más usual de la escritura es una forma de escalar posiciones en la pirámide social, una forma de asentarse cuidándose mucho de no transgredir nada. No digo que no sean cultos. Son tan cultos como los de antes. O casi. No digo que no sean trabajadores. ¡Son mucho más trabajadores que los de antes! Pero son, también, mucho más vulgares. Y se comportan como empresarios o gángsters. Y no reniegan de nada o sólo reniegan de lo que se puede renegar y se cuidan mucho de no crearse enemigos o de escoger a éstos entre los más inermes. No se suicidan por una idea sino por locura y rabia. Las puertas, implacablemente, se les abren de par en par. Y así la literatura va como va. Todo lo que empieza como comedia acaba indefectiblemente como comedia.






Roberto Bolaño. "Los detectives salvajes". 2000, Anagrama.



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