Fragmentos:
Saúl
acababa de alquilar una casita en Hoboken. Todo lo que está
alrededor de las ciudades no existe. Esos barrios inmensos que se
extienden en los suburbios con sus canchas de tenis y sus piscinitas
son el mundo invisible. Aquí es donde quiero vivir. Barbacoa. Suena
como una isla del Pacífico. Ésta es mi casa. He llegado hasta
Barbacoa para enterrar un tesoro. Mi barco ha naufragado junto a las
playas de Barbacoa. Barbacoa es la próxima parada de mi fantástico
viaje. Mujeres desnudas en Barbacoa, asistentas polacas en Barbacoa.
Cerveza de lata y bricolaje. Nativos sonrientes. Olor a césped
recién cortado y a zapatillas de deportes. Chándales y multicines.
El fin del mundo. La gloria. Los hijos del demonio. Los gatos
atropellados. Los niños tontos. La recaraba. Bienvenido a Barbacoa.
***
El
pequeño Frederick Nicolaj Trífero Happensauer pesó más de cuatro
kilos al nacer. La comadrona, asombrada ante el tamaño y la
apariencia más que saludable del bebé, exclamó con orgullo:
―¡Es
un gigante!
Saúl
sujetó al crío entre sus manos y pensó justo lo contrario: Dios
mío, apenas es nada.
―Manténgalo
debajo de la lámpara ―le
dijo el pediatra―.
Necesita calor.
Saúl
colocó al niño debajo de una lámpara roja parecida a esas que
utilizan en las hamburgueserías para mantener la carne caliente.
Debajo de la luz roja, su hijo, que apenas se atrevía aún a abrir
los ojos, tenía el aspecto de un pequeño demonio dormido.
―Fred,
te presento a Saúl ―dijo
entonces la comadrona, pero el doctor Trifero no le vio la gracia al
asunto.
Saúl
se sorprendió buscando algo dentro de sí mismo, como un hombre
desesperado busca dentro de una maleta desordenada.
***
Swaterson
era un pueblo de dos mil habitantes al norte de Atlantic City. Las
casas pintadas de azul, los perros cubiertos con abrigos de lana, los
árboles recién podados, un supermercado plagado de eternas ofertas
de temporada, la iglesia abierta, los bares cerrados, un autobús
amarillo, una laguna negra, a los ojos de Saúl Trifero, una de esas
regiones baldías en las que la gente no suele pensar cuando dice
América y que no obstante son, por encima de todo, América.
―Swaterson
parece un buen sitio para un café ―dijo
Trífero, que estaba empezando a aburrirse. Jerusalem no había
abierto la boca en todo el viaje, e incluso había cercenado
cualquier brote de conversación por parte de Saúl: la carretera es
ahora lo único importante. El doctor Trífero podía entender la
exagerada precaución de su nuevo compañero, al fin y al cabo, hacía
apenas un mes que había cruzado el salón de los Kocinsky y de lado
a lado, pero no podía evitar que el comportamiento obsesivo de
Jerusalem le causara una ligera irritación y un profundo
aburrimiento. El buen hombre sujetaba el volante como si estuviera
estrangulando a un pollo y asomaba la cabeza por encima hasta
incrustarla en el parabrisas.
***
El
tráfico de vuelta a Nueva Jersey era, como bien había anunciado la
señora Beninsdale, terrible; eso le dio al profesor Jerusalem la
oportunidad de pensar. Oportunidad por otra parte que él no había
pedido. Brillante... Las palabras de la señora Beninsdale comenzaban
a deshacerse bajo el calor, con la misma rapidez con que se deshacen
siempre los elogios. Las críticas hostiles permanecen bajo la piel y
crecen como tumores; los elogios, en cambio, se diluyen en la sangre
y su suave efecto eufórico cede al poco ante la fuerza de la razón
y, al igual que todas las alegrías, le dejan a uno en el umbral de
la vergüenza. Mira que eres tonto, Jerusalem, razonaba el profesor.
Esperaban a Trífero, Jerusalem, razonaba el profesor. Esperaban
Trífero, sólo trataban de ser amables, ocultando en lo posible su
decepción. Y Trífero, por supuesto, no ha aparecido.
***
¿Qué
pensaba Trífero mientras caminaba por el parque? Nada. A Trífero
los parques no le parecían el mejor sitio para pensar. Las ideas se
le enredaban entre las ramas de los árboles y no acababan de bajar,
y las enormes llanuras de naturaleza corregida le sumían a menudo en
la más apacible indiferencia. De todas formas la gente, en general,
piensa mucho menos de lo que se supone, dentro y fuera de los
parques, y lo que solemos elevar la categoría de meditaciones no es
más que el ruido de un motor encendido. Saúl había aprendido con
el tiempo a no sublimar la torpe mecánica de su nada ilustre cabeza
y, al contrario que muchos de nosotros, despreciaba sus propios
pensamientos, y con frecuencia los ajenos, tanto como despreciaba las
lágrimas, las medias sonrisas o las gotas de lluvia.
Hay
quien sabe medir la diferencia entre el orden absurdo de los mapas y
la naturaleza caótica de todos los paisajes, pero Saúl jamás había
sentido la necesidad de trazar líneas sobre la tierra que pisaba, y
aceptaba con toda naturalidad la intrascendencia de su caprichosa e
insignificante posición en este mundo.
Ray
Loriga. “Trífero”. 2000, Ediciones Destino.
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