Frente al silencio.

Frente al silencio.

jueves, 9 de marzo de 2017

Ray Loriga


Fragmentos:


      Saúl acababa de alquilar una casita en Hoboken. Todo lo que está alrededor de las ciudades no existe. Esos barrios inmensos que se extienden en los suburbios con sus canchas de tenis y sus piscinitas son el mundo invisible. Aquí es donde quiero vivir. Barbacoa. Suena como una isla del Pacífico. Ésta es mi casa. He llegado hasta Barbacoa para enterrar un tesoro. Mi barco ha naufragado junto a las playas de Barbacoa. Barbacoa es la próxima parada de mi fantástico viaje. Mujeres desnudas en Barbacoa, asistentas polacas en Barbacoa. Cerveza de lata y bricolaje. Nativos sonrientes. Olor a césped recién cortado y a zapatillas de deportes. Chándales y multicines. El fin del mundo. La gloria. Los hijos del demonio. Los gatos atropellados. Los niños tontos. La recaraba. Bienvenido a Barbacoa.

***



      El pequeño Frederick Nicolaj Trífero Happensauer pesó más de cuatro kilos al nacer. La comadrona, asombrada ante el tamaño y la apariencia más que saludable del bebé, exclamó con orgullo:
      ―¡Es un gigante!
     Saúl sujetó al crío entre sus manos y pensó justo lo contrario: Dios mío, apenas es nada.
       ―Manténgalo debajo de la lámpara le dijo el pediatra. Necesita calor.
     Saúl colocó al niño debajo de una lámpara roja parecida a esas que utilizan en las hamburgueserías para mantener la carne caliente. Debajo de la luz roja, su hijo, que apenas se atrevía aún a abrir los ojos, tenía el aspecto de un pequeño demonio dormido.
       ―Fred, te presento a Saúl dijo entonces la comadrona, pero el doctor Trifero no le vio la gracia al asunto.
     Saúl se sorprendió buscando algo dentro de sí mismo, como un hombre desesperado busca dentro de una maleta desordenada.

***



      Swaterson era un pueblo de dos mil habitantes al norte de Atlantic City. Las casas pintadas de azul, los perros cubiertos con abrigos de lana, los árboles recién podados, un supermercado plagado de eternas ofertas de temporada, la iglesia abierta, los bares cerrados, un autobús amarillo, una laguna negra, a los ojos de Saúl Trifero, una de esas regiones baldías en las que la gente no suele pensar cuando dice América y que no obstante son, por encima de todo, América.
      ―Swaterson parece un buen sitio para un café dijo Trífero, que estaba empezando a aburrirse. Jerusalem no había abierto la boca en todo el viaje, e incluso había cercenado cualquier brote de conversación por parte de Saúl: la carretera es ahora lo único importante. El doctor Trífero podía entender la exagerada precaución de su nuevo compañero, al fin y al cabo, hacía apenas un mes que había cruzado el salón de los Kocinsky y de lado a lado, pero no podía evitar que el comportamiento obsesivo de Jerusalem le causara una ligera irritación y un profundo aburrimiento. El buen hombre sujetaba el volante como si estuviera estrangulando a un pollo y asomaba la cabeza por encima hasta incrustarla en el parabrisas.

***







      El tráfico de vuelta a Nueva Jersey era, como bien había anunciado la señora Beninsdale, terrible; eso le dio al profesor Jerusalem la oportunidad de pensar. Oportunidad por otra parte que él no había pedido. Brillante... Las palabras de la señora Beninsdale comenzaban a deshacerse bajo el calor, con la misma rapidez con que se deshacen siempre los elogios. Las críticas hostiles permanecen bajo la piel y crecen como tumores; los elogios, en cambio, se diluyen en la sangre y su suave efecto eufórico cede al poco ante la fuerza de la razón y, al igual que todas las alegrías, le dejan a uno en el umbral de la vergüenza. Mira que eres tonto, Jerusalem, razonaba el profesor. Esperaban a Trífero, Jerusalem, razonaba el profesor. Esperaban Trífero, sólo trataban de ser amables, ocultando en lo posible su decepción. Y Trífero, por supuesto, no ha aparecido.

***




      ¿Qué pensaba Trífero mientras caminaba por el parque? Nada. A Trífero los parques no le parecían el mejor sitio para pensar. Las ideas se le enredaban entre las ramas de los árboles y no acababan de bajar, y las enormes llanuras de naturaleza corregida le sumían a menudo en la más apacible indiferencia. De todas formas la gente, en general, piensa mucho menos de lo que se supone, dentro y fuera de los parques, y lo que solemos elevar la categoría de meditaciones no es más que el ruido de un motor encendido. Saúl había aprendido con el tiempo a no sublimar la torpe mecánica de su nada ilustre cabeza y, al contrario que muchos de nosotros, despreciaba sus propios pensamientos, y con frecuencia los ajenos, tanto como despreciaba las lágrimas, las medias sonrisas o las gotas de lluvia.
      Hay quien sabe medir la diferencia entre el orden absurdo de los mapas y la naturaleza caótica de todos los paisajes, pero Saúl jamás había sentido la necesidad de trazar líneas sobre la tierra que pisaba, y aceptaba con toda naturalidad la intrascendencia de su caprichosa e insignificante posición en este mundo.





Ray Loriga. “Trífero”. 2000, Ediciones Destino.




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