Frente al silencio.

Frente al silencio.

domingo, 26 de marzo de 2017

Pedro Andreu




Café Central, invierno de 2005


Das sorbos pequeñitos al café,
miradas a las mesas y a sus muertos,
largas caladas al cigarro que te hacen toser,
y en las hebras del humo se dibujan
escenas minuciosas del pasado:
antiguas novias desvestidas de rojo
en aquella buhardilla que alquilabas
cuando eras estudiante y la ciudad ardía,
la belleza de ciertas tabernas a media madrugada
bajo un humo de música violenta,
la imagen de una higuera debajo de la lluvia
la noche en que murió tu padre
o recuerdos muy vagos de un joven cumpleaños
en que dejaste al fin tu cuerpo extenuado
al lado de una hembra y el sexo hedía a flores.

Das sorbos al café hasta dejar el fondo
del vaso de cristal negro de posos.
Tienes los ojos rojos de recuerdos
de un tiempo en que la vida
parecía acercarse con cadencia de frase,
como hace en los poemas.
Luego coges tus cosas, te acercas a la barra,
pagas un euro diez, dejas propina,
apagas tu cigarro contra el suelo
y las delgadas alas de un ángel hembra mueren
como se muere el humo
al golpear la luz en cueros de las primeras horas
de otro lunes camino del trabajo.
Al salir a la calle vas pensando
que hay nostalgias peores que mearse en la cama
y alegrías tan vivas como una borrachera.






Dislocación de un ala


La ciudad duerme en ruinas
y tu ángel de la guarda murmura,
borracha, que ya fue. Que todo fue.

Acaricias sus alas, como una perra enferma
bajo la madrugada de gas.
Le besas las ojeras y contemplas
sus plumas despeinadas de llorar.

La luz artificial de las farolas
moja sus hombros tenues.
Subís a duras penas la escalera de casa,
os tumbáis en la cama mientras cruzan
sirenas pelirrojas la ciudad
abandonada y triste como una tele vieja.

Tu ángel de la guarda pierde sangre, demasiada,
al sur del omoplato y magulladas tiene
las rodillas. La sacaron a rastras de aquel antro
donde luchó por ti, caliente de gintónics.

Volverás a volar, hija de puta, me lo debes,
y esos matones a sueldo del amor
nos pedirán perdón arrodillados.
Te besarán los pies mientras les das patadas.





Estudiante de Alquimia


Caramelo del alba, infierno en cuentagotas,
aquelarre de sueños, piel sin ropa,
cómo explicarte que toda la ciudad
se hace ruinas, que mi casa
se cae a pedacitos, que tu ausencia
sabe a cigarrillos en mis dedos,
que me manchas de amor
el corazón, los pantalones y los ojos,
que hay fantasmas dibujando
el rastro de tu cuerpo en las paredes
de mi memoria frágil y aturdida.

Cómo decirte así, sencillamente, sin retóricas
baratas, que le faltas al alba y a mi almohada,
que este café sin ti es tan amargo,
que este lunes sin vos se parece al colegio,
y yo ahí: castigado. Sin recreo. En una esquina.
Huérfano. Releyendo tus cartas.
Estudiante de Alquimia.










Primera nana

                  A mis abuelos paternos, Antonio Andreu Gamamundi y Antonia
                                                                                             Bibiloni Enseñat


I

Tengo noventa años de carne y pensamientos,
pena de que todo cuanto hice y viví
tenga al fin que extinguirse, hacerse sombra.
Fui trabajador y honrado y guapo,
amigo del tabaco y a temporadas libre.
Tal vez por eso
me moriré sin casa y sin dinero.
Recuerdo que hice redes y maromas
para los pescadores, que fui herido en el Ebro.
Boxeé en la ciudad en los años cuarenta.
Amé a tu abuela, con miedo, en la distancia,
cada noche enfermada de la guerra.
Dormí sobre cadáveres para guardar la vida,
pasé hambre y frío y el dolor de metralla
en una pierna. Una vez desertamos
mi amigo Sebastián y yo, y nos perdimos
en un largo tranvía hacia la retaguardia roja,
y aquello fueron pueblos miserables
sin pan ni hoces ni alegría: toda Castilla,
un campo asilvestrado, trigal amargo.
No sabía escribir, no sabía leer, y Sebastían
escribía al dictado largas cartas de amor
para tu abuela, quien aún las conserva.
En las fotos de entonces me parezco
a los galas clásicos del cine
y mi sonrisa tiene un algo de canalla.
Luego fui envejeciendo y fui feliz
y seguí amando a tu abuela,
que cuando la conocí tenía apenas quince años
y la mar en los ojos y unos pies de miserias
y un carácter de sargento de la guardia civil
que me hacía temblar como un ejército.
Ya he cumplido mi viaje,
el tuyo empieza apenas me dijiste.
Y tus ojos de roble,
que apenas sí miraban ya a este mundo
eran como los míos. Exactamente iguales.






[Atardecer bajo una higuera, 26 de noviembre]


Debajo de una higuera,
cinco hermanos, sus parejas,
una mujer nuestra madre,
diez nietos, un puñado de amigos
y la tarde agazapada encima de los campos.
De Dios no había ni rastro, pues papá era ateo
y nadie lo invitó. Cavamos media hora.
Plantamos a mi padre, regresamos
sus restos a la tierra, para que fueran barro.
Lanzamos unas rosas y claveles.
Dijeron a los niños que ahí
había que enterrar tesoros de su abuelo
porque se había ido a una estrella infinita.
Así que una de mis sobrinas le escribió una carta
y la dejó caer.
Otra le compró un paquete de cigarrillos negros,
y lo dejó caer.
Un tercero, entre lágrimas,
reunió sus cromos del Atleti
era el club de papá,
y los dejó caer.
Los nietos más pequeños pintaron unos folios
y los dejaron caer.
Mi hermano sacó de un bolsillo de su chupa
un libro que le habían publicado
y lo dejó caer.
Después echamos, uno tras otro,
una pala de tierra, hasta tapar el foso.
Y abrimos un paquete de tabaco
y fumamos un último cigarro de la marca
de papá, y si cerrabas los ojos se le podía oler.
Entonces Venus brilló en el cielo
y mi sobrino de tres años dijo:
¡La estrella del abuelo!
¿Podemos ir a verlo en autobús?





Pedro Andreu. “Anatomía de un Ángel hembra”. 2016, Frida ediciones.

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