Fragmentos:
No
sé si se te ha suicidado alguien alguna vez, pero no te extrañara
que confiese que cuando alguien se te suicida se te queda un cuerpo
raro, como si habitaras una mansión donde nada está en su sitio,
donde los espejos no reflejan sino que se derriten, las sombras no se
te adelantan por el pasillo sino que trepan hasta el techo y se
quedan allí colgadas, ajenas a ti, desobedeciendo tus movimientos,
las flores de los jarrones tienen aspecto de monstruos de gesto
aterrador, tus pisadas en el parqué suenan a tenedor rasgando la
superficie de un cristal, las voces en la casa de al lado resultan
rugidos de bestias, los relojes no avanzan sus agujas y los grifos
que abres, en vez de soltar agua, arrojan sólo un rumor que se
agranda en las paredes de tu cerebro y permanece allí después de
que los hayas cerrado. Nada está en su sitio de repente, y no había
mejor ciudad para enterarse del suicidio de una madre que una
abandonada a su suerte, de aire impregnado de podredumbre, y ratas
colonizando las esquinas, de barricadas hechas de contenedores
incendiados en los barrios pobres, y mierda por todas partes. Le dije
a mi hermano lo que él ya sabía, que no acudiría al entierro. Le
pregunté qué tal estaba padre y supuse que se encogió de hombros.
No dejes que te apisone el dolor, me dije. Pero lo que más me
sorprendía era que el dolor no llegaba. Me puse en guardia para
combatirlo, pero había decidido no presentarse. Tal vez estaba
esperando que me descuidase para lanzarme un zarpazo, pero lo cierto
es que, aunque mi pensamiento se fugó a Sevilla y trató de dibujar
la escena de la muerte de mi madre, no conseguí herirme ni
debilitarme. Me paré a comprar rosas en una de las floristerías
abiertas en el parque. Cuando me encontré con Luzmila me preguntó
por las flores y le di la noticia ―la
de la muerte de mi madre, acerca del nubio cuanto menos le dijese,
mejor―,
y al <<mi madre ha muerto>>, ella me respondió:
―La
mía también.
***
Hay
una regla no especificada en ningún manual de la perfecta pareja,
que manda que el grado de complicidad y si se quiere de amor puede
medirse por el tiempo que sea capaz de soportar la vida uno de los
cónyuges una vez que el otro ha muerto. Cuanto menos tiempo, más
amor. Por ejemplo, Juan Ramón duró muy poco después de la muerte
de Zenobia, pero Jacqueline Kennedy duró mogollón después de que
le asesinaran a John Fitzgerald. Claro que es una regla un poco
tramposa, porque no sabemos cuánto hubiera durado Zenobia si el que
se hubiera muerto antes hubiera sido Juan Ramón, y tampoco sabemos
si John Fitzgerald hubiera soportado la vida mucho tiempo si la que
hubiera sido asesinada hubiera sido Jacqueline. Sea como fuese, si le
consentimos alguna validez a esa regla, entonces mi padres se querían
demasiado. Batieron todos los récords. Poco después de que hablara
con él, el hombre se tomó todas las pastillas que había en su
botiquín, las empujó hacia el estómago con un par de vasos de
whiski escocés, y por si hubiera dudas de cuál era su pretensión,
abrió la espita del gas después de cerrar todas las ventanas y
sellarlas con cinta aislante. Se de repente hijo de dos suicidas me
daba cierto tinte de hombre con leyenda, con una historia tumultuosa
de pesares e incertidumbres que expandir con lamentable cinismo o con
cínicos lamentos. Hubiera mejorado mi pedigrí que mi hermano
también se suicidara, pero en vez de eso mi hermano se limitó a
informarme de la tragedia na vez que mi padre fue sepultado. Al
parecer, mi padre dejó una nota en la que podía leerse: <<Mejor
mal acompañado que solo.>> Era una elocuente lección que
regalaba a sus hijos. La culminación del noble arte de hacerse a sí
mismo en que consistió su vida. Según su aviso, nuestra sangre se
lleva mal con la soledad, y a pesar de que no recuerdo haber dejado
de estar solo, también sé, desde la muerte del viejo, que llevaba
razón en dos cosas: en que sin duda mejor estar mal acompañado
que solo del todo, y en que si uno se hace a sí mismo, probablemente
no le quedará más remedio que dar fin a su obra por propia mano,
porque no hay manera más fidedigna de acabar de hacerse a uno mismo
que destruirse.
***
―Unos
cazadores blancos, hace mucho tiempo, cuando el mundo era todavía
una superficie lisa que terminaba en el abismo donde moran los
muertos, entraron en mi aldea una noche y secuestraron al hombre más
hermoso. Se lo llevaron sin que pudieran hacer nada los guerreros
encargados de defender la aldea. Mi abuelo era entonces un niño y el
hombre más hermoso su padre. Pero a todos los niños de mi aldea si
les preguntas por esta historia te dirán lo mismo, que el hombre al
que se llevaron era el padre de sus abuelos. Una vez que se lo
llevaron, ya no podríamos saber qué pasaba con él, para qué lo
querían, si lo habían matado por algo que había hecho o si lo
habían vendido como esclavo. Pero mi abuelo soñaba cada noche con
su padre. Lo veía como en un televisor, aunque ni supo nunca qué es
un televisor, podía seguir con claridad su suerte. Lo embarcaron con
otros guerreros, cruzaron el mar, y en la travesía fueron muriendo
uno tras otro todos los guerreros menos el padre de mi abuelo. Lo
exhibieron en una jaula en la que había también un mono. La jaula
estaba en un zoo. Miles de personas pasaban a diario por la jaula en
la que estaba el padre de mi abuelo. Pero muchas de esas personas se
sentían heridas, y protestaban por el tratamiento que se le daba al
guerrero. Sus protestas surtieron efecto, y el director del zoo al
que los cazadores blancos habían vendido al guerrero (cazadores
blancos que como tú cumplían con un encargo) decidió sacarlo de la
jaula cada mañana antes de abrir para que se fuera adonde quisiese,
sin salir del zoo. Por la noche volvía a abrirle la puerta para que
durmiese en su lecho de paja. Pero la gente protestó otra vez:
quería que le devolviesen al guerrero en la jaula, la mejor
atracción del zoo. Y entonces la gente visitaba el zoo sólo para
ver en algún árbol escondido al guerrero, lo perseguían por todo
el recinto, ya no se paraban delante de la jaula de ningún animal.
El guerrero se vio obligado a defenderse, y a unos que lo acosaban
los encaró, los puso en fuga, pero el más valiente de ellos no se
arredró, quiso combatir con él, y el padre de mi abuelo lo mató de
dos golpes. Entonces fueron al zoo a cazar al guerrero los amigos del
muerto. Mi abuelo soñaba todas las noches con lo que le ocurría a
su padre y estaba seguro de que por las noches su padre soñaba con
lo que le ocurría a él, pues en mi aldea era de día cuando allí
donde se encontraba el guerrero era de noche y al revés. Mi abuelo
soñó que perseguían con armas a su padre, y que el director del
zoo se vio obligado a proteger al guerrero y sacarlo de allí.
Consiguió que en una fábrica de botellas de un pueblo lejano,
perdido en el desierto lo aceptaran. Pero las noticias acerca de que
había matado a un muchacho que se le enfrentó, llegaron enseguida,
y los demás trabajadores empezaron a acorralarle. Círculos de seis
o siete trabajadores con los que el guerrero no tenía más remedio
que disputar. Le rompía dos huesos a uno, le partía la nariz a
otro, pero no podía con todos y recibía una paliza, alguna
cuchillada. Hasta que no pudo más. Una mañana, antes de que lo
cercaran los siete u ocho encargados de ajustarle las cuentas, los
buscó uno por uno sin darles tiempo a reaccionar, y los redujo a
masa de carne sin aliento, y luego se subió al tejado de la fábrica,
abrió bien los ojos y se dejó caer. Mi abuelo despertó al
instante, y desde entonces ya no pudo dormir nunca más, nunca más.
Juan
Bonilla. “Los príncipes nubios”. 2003, Editorial Seix Barral.
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