Fragmentos:
A
mi madre los psicólogos, y por tanto los curas, la fascinaban. En
realidad, su única preocupación era encontrar un nombre adecuado
que imponerle a lo que los demás llamábamos <<lo suyo>>
y ella no tenía más remedio que denominar <<lo mío>>.
Aparecía en cualquier conversación, con vecinas o familiares, con
el tendero de la esquina o el ocasional compañero de viaje en un
autobús. Cuando se le apagaba el ánimo y desertaba de la cocina y
se quedaba ante el televisor hasta las tantas de la madrugada,
consumiendo de forma voraz insondables tarrinas de helado, mi hermano
y yo nos decíamos: ya está madre otra vez con lo suyo. La obsesión
de mi madre consistía en encontrar un nombre apropiado para <<lo
suyo>>: confiaba en que en el momento en que supiera
exactamente lo que le pasaba, si es que lo que le pasaba merecía
tener un nombre ―es
decir, era algo que ya le había pasado a otros antes y que le
seguiría pasando a gente del futuro―,
su obsesión desaparecería. Por supuesto que en mi casa todos
sabíamos que lo que le pasaba a mi madre era una mezcla vulgar de
aburrimiento, resentimiento contra mi padre, desprecio por sí misma,
hastío de la vida vacía que llevaba y, para darle sabor particular
al cóctel, irrefrenables ganas de acabar con todos los componentes
de ese cóctel.
***
―Que
unos niños se quiebran la columna vertebral recogiendo té o se
queden ciegos confeccionando zapatillas de deporte, os parece normal,
indigno como mucho, pero preferible a que se prostituyen. Y que se
prostituyan con una seguridad inquebrantable de que no va a haber
abusos, de que se les pagará lo que valen y no una miseria, de que
tendrán médicos cuando los necesiten, y podrán ahorrar en poco
tiempo dinero suficiente como para dejar ese empleo si no están
satisfechos, eso os espanta: todo lo que tenga que ver con sexo os
parece que está maldito. En la televisión pueden programar
doscientos anuncios que venden velocidad suicida de coches, nadie
protestará. Pero si aparece la imagen colosal de un hombre desnudo
para vender frigoríficos, o la de una bellísima dama que se
acaricia la entrepierna para vender alfombras, entonces el asunto
llega al Parlamento. Uno puede dejarse el alma en un trabajo de doce
horas al día por un sueldo de mierda: será alguien honrado. Ahora
bien, si en media hora gana lo que tú en un mes, dejando que lo
disfrute un baboso que se correrá en cuanto lo toquen, entonces es
imposible la honra. Coge a cualquiera de esos bellos, y bellas,
muchachitos que escarban en la basura y en la mierda de sol a sol,
acentúale la belleza con ropa adecuada, enséñales un par de trucos
para enloquecer a los clientes: en media hora habrá noqueado a
cualquiera de los babosos y llevarán en la cartera un montón de
billetes. Pregúntales a ellos qué es más indigno.
El
sermón me parecía endeble, pero preferí no ponerlo en crisis con
otro sermón. Me limité a decir:
―Cada
cual es dueño de ganarse la vida como puede.
Y
luego:
―¿Por
qué me cuentas todo esto? ¿Qué quieres de mí?
***
―Por
cien euros te dejo que me folles. Por cincuenta te la chupo. Sodomía
no.
La
frase, por supuesto, me dejó colgado, aunque sólo fuera por el
hecho de que alguien que no buscaba eufemismos para decir lo que
quería, de repente utilizaba una palabra decente en vez de utilizar
la expresión que convenía al tono del resto de la frase. Pero no
dijo <<dar por culo>>, sino sodomía. Luzmila me
demostraría luego su capacidad envidiable para dominar un idioma y
hablarlo como si fuera su lengua natural: en muy poco tiempo pasó
del atropellado español lleno de incorrecciones y préstamos
italianos, a un español cristalino, demasiado tajante y claro, que
se permitía incluso hacer insospechados juegos de palabras. Yo
sonreí, y pregunté si se vendía así a menudo o era un regalo que
me hacía por las horas compartidas. Y fue soltar aquella frase, a
todas luces estúpida, cuando me acordé de Gallardo, me acordé del
Club Olimpo, y me ilusioné con la ocurrencia de que si les llevaba a
Luzmila dos vidas mejorarían de golpe: la suya y la mía. La suya,
porque si, a fin de cuentas, ejercía de puta de vez en cuando, en
ningún lugar iban a sacarle más partido a su belleza que en el el
Club. Era un desperdicio que se vendiera tan barata en la Alameda de
Hércules, que estuviera al alcance de tanto miserable sin
inversiones en Bolsa. La mía, porque me estaría ofreciendo una
oportunidad espléndida para congeniar dos impulsos vitales: el de
ayudar a los demás y el de salvarme a mí mismo, o bien, el de
salvar a los demás y el de ayudarme a mí mismo. Que esto último no
sea más que una peregrina y poco convincente manera de sosegar las
muy arañadas entrañas de uno, lo acepto y lo admito, pero
embaucarse para dar un paso adelante ha sido siempre una estrategia
que los héroes de todo tiempo han ensayado sin reparar en que la
mentira que dan por mandamiento tan sólo oculta el tamaño de su
impotencia o el vacío o el de su insatisfacción. Lo importante es
pasar el cuerpo por encima del listón de esa impotencia, ese vacío
o esa insatisfacción: la pértiga que se utiliza es lo de menos.
***
Juan
Bonilla. “Los príncipes nubios”. 2003, Editorial Seix Barral.
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