Frente al silencio.

Frente al silencio.

viernes, 24 de marzo de 2017

Juan Bonilla (I)



Fragmentos:



      A mi madre los psicólogos, y por tanto los curas, la fascinaban. En realidad, su única preocupación era encontrar un nombre adecuado que imponerle a lo que los demás llamábamos <<lo suyo>> y ella no tenía más remedio que denominar <<lo mío>>. Aparecía en cualquier conversación, con vecinas o familiares, con el tendero de la esquina o el ocasional compañero de viaje en un autobús. Cuando se le apagaba el ánimo y desertaba de la cocina y se quedaba ante el televisor hasta las tantas de la madrugada, consumiendo de forma voraz insondables tarrinas de helado, mi hermano y yo nos decíamos: ya está madre otra vez con lo suyo. La obsesión de mi madre consistía en encontrar un nombre apropiado para <<lo suyo>>: confiaba en que en el momento en que supiera exactamente lo que le pasaba, si es que lo que le pasaba merecía tener un nombre es decir, era algo que ya le había pasado a otros antes y que le seguiría pasando a gente del futuro, su obsesión desaparecería. Por supuesto que en mi casa todos sabíamos que lo que le pasaba a mi madre era una mezcla vulgar de aburrimiento, resentimiento contra mi padre, desprecio por sí misma, hastío de la vida vacía que llevaba y, para darle sabor particular al cóctel, irrefrenables ganas de acabar con todos los componentes de ese cóctel.

***






      ―Que unos niños se quiebran la columna vertebral recogiendo té o se queden ciegos confeccionando zapatillas de deporte, os parece normal, indigno como mucho, pero preferible a que se prostituyen. Y que se prostituyan con una seguridad inquebrantable de que no va a haber abusos, de que se les pagará lo que valen y no una miseria, de que tendrán médicos cuando los necesiten, y podrán ahorrar en poco tiempo dinero suficiente como para dejar ese empleo si no están satisfechos, eso os espanta: todo lo que tenga que ver con sexo os parece que está maldito. En la televisión pueden programar doscientos anuncios que venden velocidad suicida de coches, nadie protestará. Pero si aparece la imagen colosal de un hombre desnudo para vender frigoríficos, o la de una bellísima dama que se acaricia la entrepierna para vender alfombras, entonces el asunto llega al Parlamento. Uno puede dejarse el alma en un trabajo de doce horas al día por un sueldo de mierda: será alguien honrado. Ahora bien, si en media hora gana lo que tú en un mes, dejando que lo disfrute un baboso que se correrá en cuanto lo toquen, entonces es imposible la honra. Coge a cualquiera de esos bellos, y bellas, muchachitos que escarban en la basura y en la mierda de sol a sol, acentúale la belleza con ropa adecuada, enséñales un par de trucos para enloquecer a los clientes: en media hora habrá noqueado a cualquiera de los babosos y llevarán en la cartera un montón de billetes. Pregúntales a ellos qué es más indigno.
      El sermón me parecía endeble, pero preferí no ponerlo en crisis con otro sermón. Me limité a decir:
      ―Cada cual es dueño de ganarse la vida como puede.
      Y luego:
      ―¿Por qué me cuentas todo esto? ¿Qué quieres de mí?

***



      ―Por cien euros te dejo que me folles. Por cincuenta te la chupo. Sodomía no.
      La frase, por supuesto, me dejó colgado, aunque sólo fuera por el hecho de que alguien que no buscaba eufemismos para decir lo que quería, de repente utilizaba una palabra decente en vez de utilizar la expresión que convenía al tono del resto de la frase. Pero no dijo <<dar por culo>>, sino sodomía. Luzmila me demostraría luego su capacidad envidiable para dominar un idioma y hablarlo como si fuera su lengua natural: en muy poco tiempo pasó del atropellado español lleno de incorrecciones y préstamos italianos, a un español cristalino, demasiado tajante y claro, que se permitía incluso hacer insospechados juegos de palabras. Yo sonreí, y pregunté si se vendía así a menudo o era un regalo que me hacía por las horas compartidas. Y fue soltar aquella frase, a todas luces estúpida, cuando me acordé de Gallardo, me acordé del Club Olimpo, y me ilusioné con la ocurrencia de que si les llevaba a Luzmila dos vidas mejorarían de golpe: la suya y la mía. La suya, porque si, a fin de cuentas, ejercía de puta de vez en cuando, en ningún lugar iban a sacarle más partido a su belleza que en el el Club. Era un desperdicio que se vendiera tan barata en la Alameda de Hércules, que estuviera al alcance de tanto miserable sin inversiones en Bolsa. La mía, porque me estaría ofreciendo una oportunidad espléndida para congeniar dos impulsos vitales: el de ayudar a los demás y el de salvarme a mí mismo, o bien, el de salvar a los demás y el de ayudarme a mí mismo. Que esto último no sea más que una peregrina y poco convincente manera de sosegar las muy arañadas entrañas de uno, lo acepto y lo admito, pero embaucarse para dar un paso adelante ha sido siempre una estrategia que los héroes de todo tiempo han ensayado sin reparar en que la mentira que dan por mandamiento tan sólo oculta el tamaño de su impotencia o el vacío o el de su insatisfacción. Lo importante es pasar el cuerpo por encima del listón de esa impotencia, ese vacío o esa insatisfacción: la pértiga que se utiliza es lo de menos.


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Juan Bonilla. “Los príncipes nubios”. 2003, Editorial Seix Barral.



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