Café
Central, invierno de 2005
Das
sorbos pequeñitos al café,
miradas
a las mesas y a sus muertos,
largas
caladas al cigarro que te hacen toser,
y
en las hebras del humo se dibujan
escenas
minuciosas del pasado:
antiguas
novias desvestidas de rojo
en
aquella buhardilla que alquilabas
cuando
eras estudiante y la ciudad ardía,
la
belleza de ciertas tabernas a media madrugada
bajo
un humo de música violenta,
la
imagen de una higuera debajo de la lluvia
la
noche en que murió tu padre
o
recuerdos muy vagos de un joven cumpleaños
en
que dejaste al fin tu cuerpo extenuado
al
lado de una hembra y el sexo hedía a flores.
Das
sorbos al café hasta dejar el fondo
del
vaso de cristal negro de posos.
Tienes
los ojos rojos de recuerdos
de
un tiempo en que la vida
parecía
acercarse con cadencia de frase,
como
hace en los poemas.
Luego
coges tus cosas, te acercas a la barra,
pagas
un euro diez, dejas propina,
apagas
tu cigarro contra el suelo
y
las delgadas alas de un ángel hembra mueren
como
se muere el humo
al
golpear la luz en cueros de las primeras horas
de
otro lunes camino del trabajo.
Al
salir a la calle vas pensando
que
hay nostalgias peores que mearse en la cama
y
alegrías tan vivas como una borrachera.
Dislocación
de un ala
La
ciudad duerme en ruinas
y
tu ángel de la guarda murmura,
borracha,
que ya fue. Que todo fue.
Acaricias
sus alas, como una perra enferma
bajo
la madrugada de gas.
Le
besas las ojeras y contemplas
sus
plumas despeinadas de llorar.
La
luz artificial de las farolas
moja
sus hombros tenues.
Subís
a duras penas la escalera de casa,
os
tumbáis en la cama mientras cruzan
sirenas
pelirrojas la ciudad
abandonada
y triste como una tele vieja.
Tu
ángel de la guarda pierde sangre, demasiada,
al
sur del omoplato y magulladas tiene
las
rodillas. La sacaron a rastras de aquel antro
donde
luchó por ti, caliente de gintónics.
―Volverás
a volar, hija de puta, me lo debes,
y
esos matones a sueldo del amor
nos
pedirán perdón arrodillados.
Te
besarán los pies mientras les das patadas.
Estudiante
de Alquimia
Caramelo
del alba, infierno en cuentagotas,
aquelarre
de sueños, piel sin ropa,
cómo
explicarte que toda la ciudad
se
hace ruinas, que mi casa
se
cae a pedacitos, que tu ausencia
sabe
a cigarrillos en mis dedos,
que
me manchas de amor
el
corazón, los pantalones y los ojos,
que
hay fantasmas dibujando
el
rastro de tu cuerpo en las paredes
de
mi memoria frágil y aturdida.
Cómo
decirte así, sencillamente, sin retóricas
baratas,
que le faltas al alba y a mi almohada,
que
este café sin ti es tan amargo,
que
este lunes sin vos se parece al colegio,
y
yo ahí: castigado. Sin recreo. En una esquina.
Huérfano.
Releyendo tus cartas.
Estudiante
de Alquimia.
Primera
nana
A
mis abuelos paternos, Antonio Andreu Gamamundi y Antonia
Bibiloni
Enseñat
I
―Tengo
noventa años de carne y pensamientos,
pena
de que todo cuanto hice y viví
tenga
al fin que extinguirse, hacerse sombra.
Fui
trabajador y honrado y guapo,
amigo
del tabaco y a temporadas libre.
Tal
vez por eso
me
moriré sin casa y sin dinero.
Recuerdo
que hice redes y maromas
para
los pescadores, que fui herido en el Ebro.
Boxeé
en la ciudad en los años cuarenta.
Amé
a tu abuela, con miedo, en la distancia,
cada
noche enfermada de la guerra.
Dormí sobre cadáveres para guardar
la vida,
pasé
hambre y frío y el dolor de metralla
en
una pierna. Una vez desertamos
mi
amigo Sebastián y yo, y nos perdimos
en
un largo tranvía hacia la retaguardia roja,
y
aquello fueron pueblos miserables
sin
pan ni hoces ni alegría: toda Castilla,
un
campo asilvestrado, trigal amargo.
No
sabía escribir, no sabía leer, y Sebastían
escribía
al dictado largas cartas de amor
para
tu abuela, quien aún las conserva.
En
las fotos de entonces me parezco
a
los galas clásicos del cine
y
mi sonrisa tiene un algo de canalla.
Luego
fui envejeciendo y fui feliz
y
seguí amando a tu abuela,
que
cuando la conocí tenía apenas quince años
y
la mar en los ojos y unos pies de miserias
y
un carácter de sargento de la guardia civil
que
me hacía temblar como un ejército.
Ya
he cumplido mi viaje,
el
tuyo empieza apenas ―me
dijiste.
Y
tus ojos de roble,
que
apenas sí miraban ya a este mundo
eran
como los míos. Exactamente iguales.
[Atardecer
bajo una higuera, 26 de noviembre]
Debajo
de una higuera,
cinco
hermanos, sus parejas,
una
mujer ―nuestra
madre―,
diez
nietos, un puñado de amigos
y
la tarde agazapada encima de los campos.
De
Dios no había ni rastro, pues papá era ateo
y
nadie lo invitó. Cavamos media hora.
Plantamos
a mi padre, regresamos
sus
restos a la tierra, para que fueran barro.
Lanzamos
unas rosas y claveles.
Dijeron
a los niños que ahí
había
que enterrar tesoros de su abuelo
porque
se había ido a una estrella infinita.
Así
que una de mis sobrinas le escribió una carta
y
la dejó caer.
Otra
le compró un paquete de cigarrillos negros,
y
lo dejó caer.
Un
tercero, entre lágrimas,
reunió
sus cromos del Atleti
―era
el club de papá―,
y
los dejó caer.
Los
nietos más pequeños pintaron unos folios
y
los dejaron caer.
Mi
hermano sacó de un bolsillo de su chupa
un
libro que le habían publicado
y
lo dejó caer.
Después
echamos, uno tras otro,
una
pala de tierra, hasta tapar el foso.
Y
abrimos un paquete de tabaco
y
fumamos un último cigarro de la marca
de
papá, y si cerrabas los ojos se le podía oler.
Entonces
Venus brilló en el cielo
y
mi sobrino de tres años dijo:
¡La
estrella del abuelo!
¿Podemos
ir a verlo en autobús?
Pedro
Andreu. “Anatomía de un Ángel hembra”. 2016, Frida ediciones.