Frente al silencio.

Frente al silencio.

miércoles, 29 de marzo de 2017

José Benavent




      La malvada Hipotenusa capturó a Pi. Antes del amanecer sería ejecutado. Escuchó la noticia y tuvo que sentarse. El pensamiento lineal y cuadriculado había vencido. Aquellos catetos no entendían las consecuencias. No sólo representaba volver a un mundo plano, suponía la desaparición de lo redondo. Bajó a la playa a esperar el alba frente al arco del horizonte. Todo lo bello que recordaba era curvo, las gotas de rocío, la sonrisa de su hija, el cuerpo de Lola... No imaginaba un mundo sin Pi. Se adentraba despacio en el mar, cuando la esfera del sol emergió del infinito. Una lágrima de esperanza rodó por su mejilla.





José Benavent. "Relatos en cadena". 2008, Alfaguera.



domingo, 26 de marzo de 2017

Pedro Andreu




Café Central, invierno de 2005


Das sorbos pequeñitos al café,
miradas a las mesas y a sus muertos,
largas caladas al cigarro que te hacen toser,
y en las hebras del humo se dibujan
escenas minuciosas del pasado:
antiguas novias desvestidas de rojo
en aquella buhardilla que alquilabas
cuando eras estudiante y la ciudad ardía,
la belleza de ciertas tabernas a media madrugada
bajo un humo de música violenta,
la imagen de una higuera debajo de la lluvia
la noche en que murió tu padre
o recuerdos muy vagos de un joven cumpleaños
en que dejaste al fin tu cuerpo extenuado
al lado de una hembra y el sexo hedía a flores.

Das sorbos al café hasta dejar el fondo
del vaso de cristal negro de posos.
Tienes los ojos rojos de recuerdos
de un tiempo en que la vida
parecía acercarse con cadencia de frase,
como hace en los poemas.
Luego coges tus cosas, te acercas a la barra,
pagas un euro diez, dejas propina,
apagas tu cigarro contra el suelo
y las delgadas alas de un ángel hembra mueren
como se muere el humo
al golpear la luz en cueros de las primeras horas
de otro lunes camino del trabajo.
Al salir a la calle vas pensando
que hay nostalgias peores que mearse en la cama
y alegrías tan vivas como una borrachera.






Dislocación de un ala


La ciudad duerme en ruinas
y tu ángel de la guarda murmura,
borracha, que ya fue. Que todo fue.

Acaricias sus alas, como una perra enferma
bajo la madrugada de gas.
Le besas las ojeras y contemplas
sus plumas despeinadas de llorar.

La luz artificial de las farolas
moja sus hombros tenues.
Subís a duras penas la escalera de casa,
os tumbáis en la cama mientras cruzan
sirenas pelirrojas la ciudad
abandonada y triste como una tele vieja.

Tu ángel de la guarda pierde sangre, demasiada,
al sur del omoplato y magulladas tiene
las rodillas. La sacaron a rastras de aquel antro
donde luchó por ti, caliente de gintónics.

Volverás a volar, hija de puta, me lo debes,
y esos matones a sueldo del amor
nos pedirán perdón arrodillados.
Te besarán los pies mientras les das patadas.





Estudiante de Alquimia


Caramelo del alba, infierno en cuentagotas,
aquelarre de sueños, piel sin ropa,
cómo explicarte que toda la ciudad
se hace ruinas, que mi casa
se cae a pedacitos, que tu ausencia
sabe a cigarrillos en mis dedos,
que me manchas de amor
el corazón, los pantalones y los ojos,
que hay fantasmas dibujando
el rastro de tu cuerpo en las paredes
de mi memoria frágil y aturdida.

Cómo decirte así, sencillamente, sin retóricas
baratas, que le faltas al alba y a mi almohada,
que este café sin ti es tan amargo,
que este lunes sin vos se parece al colegio,
y yo ahí: castigado. Sin recreo. En una esquina.
Huérfano. Releyendo tus cartas.
Estudiante de Alquimia.










Primera nana

                  A mis abuelos paternos, Antonio Andreu Gamamundi y Antonia
                                                                                             Bibiloni Enseñat


I

Tengo noventa años de carne y pensamientos,
pena de que todo cuanto hice y viví
tenga al fin que extinguirse, hacerse sombra.
Fui trabajador y honrado y guapo,
amigo del tabaco y a temporadas libre.
Tal vez por eso
me moriré sin casa y sin dinero.
Recuerdo que hice redes y maromas
para los pescadores, que fui herido en el Ebro.
Boxeé en la ciudad en los años cuarenta.
Amé a tu abuela, con miedo, en la distancia,
cada noche enfermada de la guerra.
Dormí sobre cadáveres para guardar la vida,
pasé hambre y frío y el dolor de metralla
en una pierna. Una vez desertamos
mi amigo Sebastián y yo, y nos perdimos
en un largo tranvía hacia la retaguardia roja,
y aquello fueron pueblos miserables
sin pan ni hoces ni alegría: toda Castilla,
un campo asilvestrado, trigal amargo.
No sabía escribir, no sabía leer, y Sebastían
escribía al dictado largas cartas de amor
para tu abuela, quien aún las conserva.
En las fotos de entonces me parezco
a los galas clásicos del cine
y mi sonrisa tiene un algo de canalla.
Luego fui envejeciendo y fui feliz
y seguí amando a tu abuela,
que cuando la conocí tenía apenas quince años
y la mar en los ojos y unos pies de miserias
y un carácter de sargento de la guardia civil
que me hacía temblar como un ejército.
Ya he cumplido mi viaje,
el tuyo empieza apenas me dijiste.
Y tus ojos de roble,
que apenas sí miraban ya a este mundo
eran como los míos. Exactamente iguales.






[Atardecer bajo una higuera, 26 de noviembre]


Debajo de una higuera,
cinco hermanos, sus parejas,
una mujer nuestra madre,
diez nietos, un puñado de amigos
y la tarde agazapada encima de los campos.
De Dios no había ni rastro, pues papá era ateo
y nadie lo invitó. Cavamos media hora.
Plantamos a mi padre, regresamos
sus restos a la tierra, para que fueran barro.
Lanzamos unas rosas y claveles.
Dijeron a los niños que ahí
había que enterrar tesoros de su abuelo
porque se había ido a una estrella infinita.
Así que una de mis sobrinas le escribió una carta
y la dejó caer.
Otra le compró un paquete de cigarrillos negros,
y lo dejó caer.
Un tercero, entre lágrimas,
reunió sus cromos del Atleti
era el club de papá,
y los dejó caer.
Los nietos más pequeños pintaron unos folios
y los dejaron caer.
Mi hermano sacó de un bolsillo de su chupa
un libro que le habían publicado
y lo dejó caer.
Después echamos, uno tras otro,
una pala de tierra, hasta tapar el foso.
Y abrimos un paquete de tabaco
y fumamos un último cigarro de la marca
de papá, y si cerrabas los ojos se le podía oler.
Entonces Venus brilló en el cielo
y mi sobrino de tres años dijo:
¡La estrella del abuelo!
¿Podemos ir a verlo en autobús?





Pedro Andreu. “Anatomía de un Ángel hembra”. 2016, Frida ediciones.

sábado, 25 de marzo de 2017

Juan Bonilla (II)



Fragmentos:



No sé si se te ha suicidado alguien alguna vez, pero no te extrañara que confiese que cuando alguien se te suicida se te queda un cuerpo raro, como si habitaras una mansión donde nada está en su sitio, donde los espejos no reflejan sino que se derriten, las sombras no se te adelantan por el pasillo sino que trepan hasta el techo y se quedan allí colgadas, ajenas a ti, desobedeciendo tus movimientos, las flores de los jarrones tienen aspecto de monstruos de gesto aterrador, tus pisadas en el parqué suenan a tenedor rasgando la superficie de un cristal, las voces en la casa de al lado resultan rugidos de bestias, los relojes no avanzan sus agujas y los grifos que abres, en vez de soltar agua, arrojan sólo un rumor que se agranda en las paredes de tu cerebro y permanece allí después de que los hayas cerrado. Nada está en su sitio de repente, y no había mejor ciudad para enterarse del suicidio de una madre que una abandonada a su suerte, de aire impregnado de podredumbre, y ratas colonizando las esquinas, de barricadas hechas de contenedores incendiados en los barrios pobres, y mierda por todas partes. Le dije a mi hermano lo que él ya sabía, que no acudiría al entierro. Le pregunté qué tal estaba padre y supuse que se encogió de hombros. No dejes que te apisone el dolor, me dije. Pero lo que más me sorprendía era que el dolor no llegaba. Me puse en guardia para combatirlo, pero había decidido no presentarse. Tal vez estaba esperando que me descuidase para lanzarme un zarpazo, pero lo cierto es que, aunque mi pensamiento se fugó a Sevilla y trató de dibujar la escena de la muerte de mi madre, no conseguí herirme ni debilitarme. Me paré a comprar rosas en una de las floristerías abiertas en el parque. Cuando me encontré con Luzmila me preguntó por las flores y le di la noticia la de la muerte de mi madre, acerca del nubio cuanto menos le dijese, mejor, y al <<mi madre ha muerto>>, ella me respondió:
      ―La mía también.

***



Hay una regla no especificada en ningún manual de la perfecta pareja, que manda que el grado de complicidad y si se quiere de amor puede medirse por el tiempo que sea capaz de soportar la vida uno de los cónyuges una vez que el otro ha muerto. Cuanto menos tiempo, más amor. Por ejemplo, Juan Ramón duró muy poco después de la muerte de Zenobia, pero Jacqueline Kennedy duró mogollón después de que le asesinaran a John Fitzgerald. Claro que es una regla un poco tramposa, porque no sabemos cuánto hubiera durado Zenobia si el que se hubiera muerto antes hubiera sido Juan Ramón, y tampoco sabemos si John Fitzgerald hubiera soportado la vida mucho tiempo si la que hubiera sido asesinada hubiera sido Jacqueline. Sea como fuese, si le consentimos alguna validez a esa regla, entonces mi padres se querían demasiado. Batieron todos los récords. Poco después de que hablara con él, el hombre se tomó todas las pastillas que había en su botiquín, las empujó hacia el estómago con un par de vasos de whiski escocés, y por si hubiera dudas de cuál era su pretensión, abrió la espita del gas después de cerrar todas las ventanas y sellarlas con cinta aislante. Se de repente hijo de dos suicidas me daba cierto tinte de hombre con leyenda, con una historia tumultuosa de pesares e incertidumbres que expandir con lamentable cinismo o con cínicos lamentos. Hubiera mejorado mi pedigrí que mi hermano también se suicidara, pero en vez de eso mi hermano se limitó a informarme de la tragedia na vez que mi padre fue sepultado. Al parecer, mi padre dejó una nota en la que podía leerse: <<Mejor mal acompañado que solo.>> Era una elocuente lección que regalaba a sus hijos. La culminación del noble arte de hacerse a sí mismo en que consistió su vida. Según su aviso, nuestra sangre se lleva mal con la soledad, y a pesar de que no recuerdo haber dejado de estar solo, también sé, desde la muerte del viejo, que llevaba razón en dos cosas: en que sin duda mejor estar mal acompañado que solo del todo, y en que si uno se hace a sí mismo, probablemente no le quedará más remedio que dar fin a su obra por propia mano, porque no hay manera más fidedigna de acabar de hacerse a uno mismo que destruirse.

***






      ―Unos cazadores blancos, hace mucho tiempo, cuando el mundo era todavía una superficie lisa que terminaba en el abismo donde moran los muertos, entraron en mi aldea una noche y secuestraron al hombre más hermoso. Se lo llevaron sin que pudieran hacer nada los guerreros encargados de defender la aldea. Mi abuelo era entonces un niño y el hombre más hermoso su padre. Pero a todos los niños de mi aldea si les preguntas por esta historia te dirán lo mismo, que el hombre al que se llevaron era el padre de sus abuelos. Una vez que se lo llevaron, ya no podríamos saber qué pasaba con él, para qué lo querían, si lo habían matado por algo que había hecho o si lo habían vendido como esclavo. Pero mi abuelo soñaba cada noche con su padre. Lo veía como en un televisor, aunque ni supo nunca qué es un televisor, podía seguir con claridad su suerte. Lo embarcaron con otros guerreros, cruzaron el mar, y en la travesía fueron muriendo uno tras otro todos los guerreros menos el padre de mi abuelo. Lo exhibieron en una jaula en la que había también un mono. La jaula estaba en un zoo. Miles de personas pasaban a diario por la jaula en la que estaba el padre de mi abuelo. Pero muchas de esas personas se sentían heridas, y protestaban por el tratamiento que se le daba al guerrero. Sus protestas surtieron efecto, y el director del zoo al que los cazadores blancos habían vendido al guerrero (cazadores blancos que como tú cumplían con un encargo) decidió sacarlo de la jaula cada mañana antes de abrir para que se fuera adonde quisiese, sin salir del zoo. Por la noche volvía a abrirle la puerta para que durmiese en su lecho de paja. Pero la gente protestó otra vez: quería que le devolviesen al guerrero en la jaula, la mejor atracción del zoo. Y entonces la gente visitaba el zoo sólo para ver en algún árbol escondido al guerrero, lo perseguían por todo el recinto, ya no se paraban delante de la jaula de ningún animal. El guerrero se vio obligado a defenderse, y a unos que lo acosaban los encaró, los puso en fuga, pero el más valiente de ellos no se arredró, quiso combatir con él, y el padre de mi abuelo lo mató de dos golpes. Entonces fueron al zoo a cazar al guerrero los amigos del muerto. Mi abuelo soñaba todas las noches con lo que le ocurría a su padre y estaba seguro de que por las noches su padre soñaba con lo que le ocurría a él, pues en mi aldea era de día cuando allí donde se encontraba el guerrero era de noche y al revés. Mi abuelo soñó que perseguían con armas a su padre, y que el director del zoo se vio obligado a proteger al guerrero y sacarlo de allí. Consiguió que en una fábrica de botellas de un pueblo lejano, perdido en el desierto lo aceptaran. Pero las noticias acerca de que había matado a un muchacho que se le enfrentó, llegaron enseguida, y los demás trabajadores empezaron a acorralarle. Círculos de seis o siete trabajadores con los que el guerrero no tenía más remedio que disputar. Le rompía dos huesos a uno, le partía la nariz a otro, pero no podía con todos y recibía una paliza, alguna cuchillada. Hasta que no pudo más. Una mañana, antes de que lo cercaran los siete u ocho encargados de ajustarle las cuentas, los buscó uno por uno sin darles tiempo a reaccionar, y los redujo a masa de carne sin aliento, y luego se subió al tejado de la fábrica, abrió bien los ojos y se dejó caer. Mi abuelo despertó al instante, y desde entonces ya no pudo dormir nunca más, nunca más.






Juan Bonilla. “Los príncipes nubios”. 2003, Editorial Seix Barral.



viernes, 24 de marzo de 2017

Juan Bonilla (I)



Fragmentos:



      A mi madre los psicólogos, y por tanto los curas, la fascinaban. En realidad, su única preocupación era encontrar un nombre adecuado que imponerle a lo que los demás llamábamos <<lo suyo>> y ella no tenía más remedio que denominar <<lo mío>>. Aparecía en cualquier conversación, con vecinas o familiares, con el tendero de la esquina o el ocasional compañero de viaje en un autobús. Cuando se le apagaba el ánimo y desertaba de la cocina y se quedaba ante el televisor hasta las tantas de la madrugada, consumiendo de forma voraz insondables tarrinas de helado, mi hermano y yo nos decíamos: ya está madre otra vez con lo suyo. La obsesión de mi madre consistía en encontrar un nombre apropiado para <<lo suyo>>: confiaba en que en el momento en que supiera exactamente lo que le pasaba, si es que lo que le pasaba merecía tener un nombre es decir, era algo que ya le había pasado a otros antes y que le seguiría pasando a gente del futuro, su obsesión desaparecería. Por supuesto que en mi casa todos sabíamos que lo que le pasaba a mi madre era una mezcla vulgar de aburrimiento, resentimiento contra mi padre, desprecio por sí misma, hastío de la vida vacía que llevaba y, para darle sabor particular al cóctel, irrefrenables ganas de acabar con todos los componentes de ese cóctel.

***






      ―Que unos niños se quiebran la columna vertebral recogiendo té o se queden ciegos confeccionando zapatillas de deporte, os parece normal, indigno como mucho, pero preferible a que se prostituyen. Y que se prostituyan con una seguridad inquebrantable de que no va a haber abusos, de que se les pagará lo que valen y no una miseria, de que tendrán médicos cuando los necesiten, y podrán ahorrar en poco tiempo dinero suficiente como para dejar ese empleo si no están satisfechos, eso os espanta: todo lo que tenga que ver con sexo os parece que está maldito. En la televisión pueden programar doscientos anuncios que venden velocidad suicida de coches, nadie protestará. Pero si aparece la imagen colosal de un hombre desnudo para vender frigoríficos, o la de una bellísima dama que se acaricia la entrepierna para vender alfombras, entonces el asunto llega al Parlamento. Uno puede dejarse el alma en un trabajo de doce horas al día por un sueldo de mierda: será alguien honrado. Ahora bien, si en media hora gana lo que tú en un mes, dejando que lo disfrute un baboso que se correrá en cuanto lo toquen, entonces es imposible la honra. Coge a cualquiera de esos bellos, y bellas, muchachitos que escarban en la basura y en la mierda de sol a sol, acentúale la belleza con ropa adecuada, enséñales un par de trucos para enloquecer a los clientes: en media hora habrá noqueado a cualquiera de los babosos y llevarán en la cartera un montón de billetes. Pregúntales a ellos qué es más indigno.
      El sermón me parecía endeble, pero preferí no ponerlo en crisis con otro sermón. Me limité a decir:
      ―Cada cual es dueño de ganarse la vida como puede.
      Y luego:
      ―¿Por qué me cuentas todo esto? ¿Qué quieres de mí?

***



      ―Por cien euros te dejo que me folles. Por cincuenta te la chupo. Sodomía no.
      La frase, por supuesto, me dejó colgado, aunque sólo fuera por el hecho de que alguien que no buscaba eufemismos para decir lo que quería, de repente utilizaba una palabra decente en vez de utilizar la expresión que convenía al tono del resto de la frase. Pero no dijo <<dar por culo>>, sino sodomía. Luzmila me demostraría luego su capacidad envidiable para dominar un idioma y hablarlo como si fuera su lengua natural: en muy poco tiempo pasó del atropellado español lleno de incorrecciones y préstamos italianos, a un español cristalino, demasiado tajante y claro, que se permitía incluso hacer insospechados juegos de palabras. Yo sonreí, y pregunté si se vendía así a menudo o era un regalo que me hacía por las horas compartidas. Y fue soltar aquella frase, a todas luces estúpida, cuando me acordé de Gallardo, me acordé del Club Olimpo, y me ilusioné con la ocurrencia de que si les llevaba a Luzmila dos vidas mejorarían de golpe: la suya y la mía. La suya, porque si, a fin de cuentas, ejercía de puta de vez en cuando, en ningún lugar iban a sacarle más partido a su belleza que en el el Club. Era un desperdicio que se vendiera tan barata en la Alameda de Hércules, que estuviera al alcance de tanto miserable sin inversiones en Bolsa. La mía, porque me estaría ofreciendo una oportunidad espléndida para congeniar dos impulsos vitales: el de ayudar a los demás y el de salvarme a mí mismo, o bien, el de salvar a los demás y el de ayudarme a mí mismo. Que esto último no sea más que una peregrina y poco convincente manera de sosegar las muy arañadas entrañas de uno, lo acepto y lo admito, pero embaucarse para dar un paso adelante ha sido siempre una estrategia que los héroes de todo tiempo han ensayado sin reparar en que la mentira que dan por mandamiento tan sólo oculta el tamaño de su impotencia o el vacío o el de su insatisfacción. Lo importante es pasar el cuerpo por encima del listón de esa impotencia, ese vacío o esa insatisfacción: la pértiga que se utiliza es lo de menos.


***



Juan Bonilla. “Los príncipes nubios”. 2003, Editorial Seix Barral.



martes, 21 de marzo de 2017

Carlos Sánchez Sánchez




      Abrumado por tanta responsabilidad, el animal había huido. Los acontecimientos posteriores parecían sacados de una película de Berlanga. Los invitados, con sus mejores galas, buscándole por las calles del pueblo, el cura gritando <<¡Lucifer! ¿Dónde estás?>>, mi casi suegra (que fue quien tuvo la feliz idea de que el perro llevara los anillos al altar) increpando a un lugareño cuya perrita blanca también había desaparecido, y yo, sentado en la escalinata de la iglesia con la pajarita en mi mano, contemplando el espectáculo con una sonrisa como hacía meses no se me veía. Para cuando encontraron a Lucifer, Marta y yo, abrumados por tanta gilipollez, habíamos huido también.






Carlos Sánchez Sánchez. "Relatos en cadena". 2008, Alfaguara.



domingo, 19 de marzo de 2017

Federico García Lorca





SUEGRA.
Nana, niño, nana
del caballo grande
que no quiso el agua.
El agua era negra
dentro de las ramas.
Cuando llega al puente
se detiene y canta.
¿Quién dirá, mi niño,
lo que tiene el agua,
con su larga cola
por su verde sala?

MUJER (bajo).
Duérmete, rosal,
que el caballo se pone a llorar.
Las patas heridas,
las crines heladas,
dentro de los ojos
un puñal de plata.
Bajaban al río.
¡Ay, cómo bajaban!
La sangre corría
más fuerte que el agua.

MUJER.
Duérmete, clavel
que el caballo no quiere beber.

SUEGRA.
Duérmete, rosal,
que el caballo se pone a llorar.

MUJER.
No quiso tocar
la orilla mojada
su belfo caliente
con moscas de plata.
A los montes duros
sólo relincha
con el río muerto
sobre la garganta.
¡Ay caballo grande
que no quiso el agua!
¡Ay dolor de nieve,
caballo del alba!

SUEGRA.
¡No vengas! Detente,
cierra la ventana
con ramas de sueños
y sueño de ramas.

MUJER.
Mi niño se duerme.

SUEGRA.
Mi niño se calla.

MUJER.
Caballo, mi niño
tiene una almohada.

SUEGRA.
Su cuna de acero.

MUJER.
Su colcha de holanda.

SUEGRA.
Nana, niño, nana.

MUJER.
¡Ay caballo grande
que no quiso el agua!

SUEGRA.
¡No vengas, no entres!
Vete a la montaña.
Por los valles grises
donde está la jaca.

MUJER (mirando).
Mi niño se duerme.

SUEGRA.
Mi niño descansa.

MUJER (bajito).
Duérmete, clavel,
que el caballo no quiere beber.

SUEGRA (levantándose y muy bajito).
Duérmete, rosal,
que el caballo se pone a llorar.

***



LUNA.
Cisne redondo en el río,
ojo de las catedrales,
alba fingida en las hojas
soy; ¡no podrán escaparse!
¿Quién se oculta? ¿Quién solloza
por la maleza del valle?
La luna deja un cuchillo
abandonado en el aire,
que siendo acecho de plomo
quiere ser dolor de sangre.
¡Dejadme entrar! ¡Vengo helada
por paredes y cristales!
¡Abrir tejados y pechos
donde pueda calentarme!
¡Tengo frío! Mis cenizas
de soñolientos metales,
buscan la cresta del fuego
por los montes y las calles.
Pero me lleva la nieve
sobre su espalda de jaspe,
y me anega, dura y fría,
el agua de los estanques.
Pues esta noche tendrán
mis mejillas roja sangre,
y los juncos agrupados
en los anchos pies del aire.
¡No haya sombra ni emboscada,
que no puedan escaparse!
¡Que quiero entrar en un pecho
para poder calentarme!
¡Un corazón para mí!
¡Caliente, que se derrame
por los montes de mi pecho;
dejadme entrar, ¡ay, dejadme!

***







NOVIA.
¡Ay qué sin razón! No quiero
contigo cama ni cena,
y no hay minuto del día
que estar contigo no quiera,
porque me arrastras y voy,
y me dices que me vuelva
y te sigo por el aire
como una brizna de hierba.
He dejado a un hombre duro
y a toda su descendencia
en la mitad de la boda
y con la corona puesta.
Para ti será el castigo
y no quiero que lo sea.
¡Déjame sola! ¡Huye tú!
No hay nadie que te defienda.

LEONARDO.
Pájaros de la mañana
por los árboles se quiebran.
La noche se está muriendo
en el filo de la piedra.
Vamos al rincón oscuro
donde yo siempre te quiera
que no me importa la gente
ni el veneno que nos echa.






Federico García Lorca. “Bodas de sangre”. 2001, Ediciones Cátedra.



domingo, 12 de marzo de 2017

Roberto Bolaño (II)




      Xóchitl García, calle Montes, cerca del Monumento a la revolución, México DF, enero de 1986. Lo curioso fue cuando quise publicar. Durante mucho tiempo escribí y corregí y volvía a escribir y tiré muchos poemas a la basura, pero llegó un día en que traté de publicar y empecé a mandar mis poemas a revistas y suplementos culturales. María me lo advirtió. No te van a contestar, dijo, ni siquiera van a leer tus textos, deberías ir personalmente y pedirles una respuesta cara a cara. Así lo hice. En algunos sitios no me recibieron. Pero en otros sí me recibieron y pude hablar con los secretarios de redacción o con los encargados de la sección literaria. Me preguntaron cosas de mi vida, qué leía, qué había publicado hasta la fecha, en qué talleres había estado, qué estudios universitarios tenía. Fui una inocente: les conté mis tratos con los real visceralistas. La mayoría de la gente con la que hablé no tenía ni idea de quiénes eran los real visceralistas, pero la mención del grupo despertaba su interés. ¿Los real visceralistas? ¿Y ésos quiénes fueron? Entonces yo les explicaba, más o menos, la corta historia del realismos visceral y ellos sonreían, algunos anotaban algo, un nombre, pedían más explicaciones y luego me daban las gracias y me decían que ya me llamarían o que me pasara dentro de quince días y me darían una respuesta. Otros, los menos, recordaban a Ulises Lima y Arturo Belano, vagamente, no sabían, por ejemplo, que Ulises estaba vivo y que Belano ya no vivía en el DF, pero los habían conocido, recordaban sus intervenciones en recitales públicos en donde Ulises y Arturo acostumbraban a meterse con los poetas, recordaban su amistad con Efrain Huerta, me miraban como si yo fuera una extraterrestre, decían ¿así que tú fuiste una real visceralista, eh?, y después me decían que lo sentían, pero que no podían publicar ni uno solo de mis poemas. Según María, a quien acudía cada vez más desanimada, eso era lo normal, la literatura mexicana, probablemente todas las literaturas latinoamericanas, eran así, una secta rígida en donde el perdón era costoso de conseguir. Pero yo no quiero que me perdonen nada, le decía. Ya lo sé, decía ella, pero si quieres publicar más vale que no menciones nunca más a los real visceralistas.




      Jaume Planells, bar Salambó, calle Torrijos, Barcelona, junio de 1994. Una mañana me llamó mi amigo y colega Iñaki Echavarne y me dijo que necesitaba un padrino para un duelo. Yo estaba un poco resacoso, por lo que al principio no entendí lo que Iñaki me decía, además de que no era usual que me llamara por teléfono y menos a esas horas. Luego, cuando me lo explicó, pensé que me estaba tomando el pelo, no es algo que me moleste, y además Iñaki es una persona un poco rara, rara pero atractiva, el tipo al que las mujeres encuentran muy guapo y los hombres encuentran simpático, tal vez algo temible, y que secretamente admiran. Hacía poco había tenido un polémica con Aurelio Baca, el gran novelista madrileño, y pese a que Baca desencadenó sobre él truenos y rayos, amén de anatemas, Iñaki había salido bien parado, digamos que en tablas del belicoso encuentro.
      Lo curioso fue que Iñaki no había criticado a Baca sino a un amigo de éste, así que ya podemos imaginarnos lo que hubiera pasado si llega a meterse directamente con el santo varón madrileño. A mi modesto entender, el problema radicaba en que Baca era el modelo de escritor Unamuno, bastante frecuente en los últimos años, que a las primeras de cambio lanzaba su perorata llena de moralina, la típica perorata española ejemplarizante e iracunda, la perorata del sentido común o la perorata sacrosanta, e Iñaki era el típico crítico provocador, el crítico Kamikaze, que gozaba creándose enemigos, y que muy a menudo metía la pata hasta la ingle. A fuerza tenían que chocar en algún momento. O Baca tenía que chocar con Echavarne, llamarlo al orden, darle un tirón de orejas, una colleja, algo por el estilo. En el fondo de la charca, sin embargo, los dos pertenecían a ese abanico cada vez más ambiguo que llamamos izquierda.









      Pere Ordónez, Feria del Libro, Madrid, julio de 1994. Antaño los escritores de España (y de Hispanoamérica) entraban en el ruedo público para transgredirlo, para reformarlo, para quemarlo, para revolucionarlo. Los escritores de España (y de Hispanoamérica) procedían generalmente de familias acomodadas, familias asentadas o de una cierta posición, y al tomar ellos la pluma se volvían o se revolvían contra esa posición: escribir era renunciar, era renegar, a veces era suicidarse. Era ir contra la familia. Hoy los escritores de España (y de Hispanoamérica) proceden en número cada vez más alarmante de familias de clase baja, del proletariado y del lumpenproletariado, y su ejercicio más usual de la escritura es una forma de escalar posiciones en la pirámide social, una forma de asentarse cuidándose mucho de no transgredir nada. No digo que no sean cultos. Son tan cultos como los de antes. O casi. No digo que no sean trabajadores. ¡Son mucho más trabajadores que los de antes! Pero son, también, mucho más vulgares. Y se comportan como empresarios o gángsters. Y no reniegan de nada o sólo reniegan de lo que se puede renegar y se cuidan mucho de no crearse enemigos o de escoger a éstos entre los más inermes. No se suicidan por una idea sino por locura y rabia. Las puertas, implacablemente, se les abren de par en par. Y así la literatura va como va. Todo lo que empieza como comedia acaba indefectiblemente como comedia.






Roberto Bolaño. "Los detectives salvajes". 2000, Anagrama.



sábado, 11 de marzo de 2017

Roberto Bolaño (I)





11 de diciembre



      Antes no tenía tiempo para nada, ahora tengo tiempo para todo. Vivía montado en camiones y metros, obligado a recorrer la ciudad de norte a sur por lo menos dos veces al día. Ahora me desplazo a pie, leo mucho, escribo mucho, hago el amor cada día. En nuestro cuarto de vecindad ya comienza a crecer una pequeña biblioteca producto de mis hurtos y visitas a librerías. La última, la librería Batalla del Ebro: su dueño es un español viejito llamado Crispín Zamora. Creo que hemos simpatizado. La librería, por supuesto, está la mayor parte del tiempo desierta y a don Crispín le gusta leer pero no desdeña pasarse horas enteras hablando de lo que sea. También yo necesito a veces hablar. Le confesé que visitaba sistemáticamente las librerías del DF buscando a dos amigos desaparecidos, que robaba libros porque no tenía dinero (don Crispín de inmediato me regaló un ejemplar de Eurípides editado por Porrúa y traducido por el padre Garibay), que admiraba a Alfonso Reyes porque no sólo sabía griego y latín sino también francés, inglés y alemán, que ya no iba a la universidad. Todo lo que le cuento le hace gracia, menos que no estudie, pues tener una carrera es necesario. La poesía le produce desconfianza. Al aclararle que yo era poeta, dijo que de desconfianza no era en realidad la palabra exacta y que él había conocido a algunos. Quiso leer mis poemas. Cuando se los traje noté que se quedaba un poco perplejo, pero acabada la lectura no dijo nada. Sólo me preguntó por qué utilizaba tantas palabras malsonantes. ¿Qué quiere decir, don Crispín?, pregunté. Blasfemias, groserías, tacos, insultos. Ah, eso, le dije, bueno, de ser mi carácter. Al irme esta tarde don Crispín me regaló Ocnos, de Cernuda, y me rogó que estudiara a aquel poeta, que también, por cierto, tenía un carácter de los mil demonios.





      Joaquín Font, Clínica de Salud Mental El Reposo, camino del Desierto de los Leones, en las afueras de México DF, enero de 1977. Hay una literatura para cuando estás aburrido. Abunda. Hay una literatura para cuando estás calmado. Ésta es la mejor literatura, creo yo. También hay una literatura para cuando estás triste. Y hay una literatura para cuando estás alegre. Hay una literatura para cuando estás ávido de conocimiento. Y hay una literatura para cuando estás desesperado. Esta última es la que quisieron hacer Ulises Lima y Belano. Grave error, como se verá a continuación. Tomemos, por ejemplo, un lector medio, un tipo tranquilo, culto, de vida más o menos sana, maduro. Un hombre que compra libros y revistas de literatura. Bien, ahí está. ese hombre puede leer aquello que se escribe para cuando estás sereno, para cuando estás calmado, pero también puede leer cualquier otra clase de literatura, con ojo crítico, sin complicaciones absurdas o lamentables, con desapasionamiento. Eso es lo que yo creo. No quiero ofender a nadie. Ahora tomemos al lector desesperado, aquel a quien presumiblemente va dirigida la literatura de los desesperados. ¿Qué es lo ven? Primero: se trata de un lector adolescente o de un adulto inmaduro, acobardado, con los nervios a flor de piel. Es el típico pendejo (perdonen la expresión) que se suicidaba después de leer el Werther. Segundo: es un lector limitado. ¿Por qué limitado? Elemental, porque no puede leer mas que literatura desesperada o para desesperados, tanto monta, monta tanto, un tipo o un engendro incapaz de leerse de un tirón En busca del tiempo perdido, por ejemplo, o La montaña mágica (en mi modesta opinión un paradigma de la literatura tranquila, serena, completa), o, si a eso vamos, Los miserable o Guerra y paz. Creo que he hablado claro, ¿no? Bien, he hablado claro. Así les hablé a ellos, les dije, les advertí, los puse en guardia contra los peligros a que se enfrentaban. Igual que hablarle a una piedra. Otrosí: los lectores desesperados como las minas de oro de California. ¡Más temprano que tarde se acaban! ¿Por qué? ¡Resulta evidente! No se puede vivir desesperado toda una vida, el cuerpo termina doblegándose, el dolor termina haciéndose insoportable, la lucidez se escapa en grandes chorros fríos. El lector desesperado (más aún el lector de poesía desesperado, ése es insoportable, créanme) acaba por desentenderse de los libros, acaba ineluctablemente convirtiéndose en desesperado a secas. ¡O se cura! Y entonces, como parte de su proceso de regeneración, vuelve lentamente, como entre algodones, como bajo una lluvia de píldoras tranquilizantes fundidas, vuelve, digo, a una literatura escrita para lectores serenos, reposados, con la mente bien centrada. A eso se le llama (y si nadie le llama así, yo le llamo así) el paso de la adolescencia a la edad adulta. Y con esto no quiero decir que cuando uno se ha convertido en un lector tranquilo ya no lea libros escritos para desesperados. ¡Claro que los lee! Sobre todo si son buenos o pasables o un amigo se los ha recomendado. Pero en el fondo ¡lo aburren! En el fondo esa literatura amargada, llena de armas blancas y de Mesías ahorcados, no consigue penetrarlo hasta el corazón como sí consigue una página serena, una página meditada, una página ¡técnicamente perfecta! Y yo se los dije. Se los advertí. Les señalé la página técnicamente perfecta. Les avisé de los peligros. ¡No agitar un filón! ¡Humildad! ¡Buscar, perderse por tierras desconocidas! ¡Pero con cordada, con migas de pan o guijarros blancos! Sin embargo yo estaba loco, estaba loco por culpa de mis hijas, por culpa de ellas, por culpa de Laura Damián, y no me hicieron caso.








      Rafael Barrios, café Quito, calle Bucareli, Mexico DF, mayo de 1977. Qué hicimos los real visceralistas cuando se marcharon Ulises Lima y Arturo Belano: escritura automática, cadáveres exquisitos, perfomances de una sola persona y sin espectadores, contraintes, escritura a dos manos, a tres manos, escritura masturbatoria (con la derecha escribimos, con la izquierda nos masturbamos, o al revés si eres zurdo), madrigales, poemas-novela, sonetos cuya última palabra siempre es la misma, mensajes de sólo tres palabras escritos en las paredes (<<No puedo más>>, <<Laura, te amo>> etc.), diarios desmesurados, mailpoetry, projective verse, poesía conversacional, antipoesía, poesía concreta brasileña (escrita en portugués de diccionario), poemas en prosa policiacos (se cuenta con extrema economía una historia policial, la última frase la dilucida o no), parábolas, fábulas, teatro de lo absurdo, pop-art, haikús, epigramas (en realidad imitaciones o variaciones de Catulo, casi todas de Moctezuma Rodríguez), poesía-desperada (baladas del Oeste), poesía georgiana, poesía de la experiencia, poesía beat, apócrifos de bp-Nichol, de John Giorno, de John Cage (A year from Monday), de Ted Berrigan, del hermano Antoninus, de Armand Schwerner (The Tablets), poesía letrista, caligramas, poesía eléctrica (Bulteau, Messagier), poesía sanguinaria (tres muertos como mínimo), poesía pornográfica (variantes heterosexual, homosexual y bisexual, independientemente de la inclinación particular del poeta), poemas apócrifos de los nadaístas colombianos, horazerianos del Perú, catalépticos de Uruguay, tzantzicos de Ecuador, caníbales brasileños, teatro Nô proletario... Incluso sacamos una revista... Nos movimos... Hicimos todo lo que pudimos... Pero nada salió bien.



Roberto Bolaño. "Los detectives salvajes". 2000, Anagrama.





jueves, 9 de marzo de 2017

Ray Loriga


Fragmentos:


      Saúl acababa de alquilar una casita en Hoboken. Todo lo que está alrededor de las ciudades no existe. Esos barrios inmensos que se extienden en los suburbios con sus canchas de tenis y sus piscinitas son el mundo invisible. Aquí es donde quiero vivir. Barbacoa. Suena como una isla del Pacífico. Ésta es mi casa. He llegado hasta Barbacoa para enterrar un tesoro. Mi barco ha naufragado junto a las playas de Barbacoa. Barbacoa es la próxima parada de mi fantástico viaje. Mujeres desnudas en Barbacoa, asistentas polacas en Barbacoa. Cerveza de lata y bricolaje. Nativos sonrientes. Olor a césped recién cortado y a zapatillas de deportes. Chándales y multicines. El fin del mundo. La gloria. Los hijos del demonio. Los gatos atropellados. Los niños tontos. La recaraba. Bienvenido a Barbacoa.

***



      El pequeño Frederick Nicolaj Trífero Happensauer pesó más de cuatro kilos al nacer. La comadrona, asombrada ante el tamaño y la apariencia más que saludable del bebé, exclamó con orgullo:
      ―¡Es un gigante!
     Saúl sujetó al crío entre sus manos y pensó justo lo contrario: Dios mío, apenas es nada.
       ―Manténgalo debajo de la lámpara le dijo el pediatra. Necesita calor.
     Saúl colocó al niño debajo de una lámpara roja parecida a esas que utilizan en las hamburgueserías para mantener la carne caliente. Debajo de la luz roja, su hijo, que apenas se atrevía aún a abrir los ojos, tenía el aspecto de un pequeño demonio dormido.
       ―Fred, te presento a Saúl dijo entonces la comadrona, pero el doctor Trifero no le vio la gracia al asunto.
     Saúl se sorprendió buscando algo dentro de sí mismo, como un hombre desesperado busca dentro de una maleta desordenada.

***



      Swaterson era un pueblo de dos mil habitantes al norte de Atlantic City. Las casas pintadas de azul, los perros cubiertos con abrigos de lana, los árboles recién podados, un supermercado plagado de eternas ofertas de temporada, la iglesia abierta, los bares cerrados, un autobús amarillo, una laguna negra, a los ojos de Saúl Trifero, una de esas regiones baldías en las que la gente no suele pensar cuando dice América y que no obstante son, por encima de todo, América.
      ―Swaterson parece un buen sitio para un café dijo Trífero, que estaba empezando a aburrirse. Jerusalem no había abierto la boca en todo el viaje, e incluso había cercenado cualquier brote de conversación por parte de Saúl: la carretera es ahora lo único importante. El doctor Trífero podía entender la exagerada precaución de su nuevo compañero, al fin y al cabo, hacía apenas un mes que había cruzado el salón de los Kocinsky y de lado a lado, pero no podía evitar que el comportamiento obsesivo de Jerusalem le causara una ligera irritación y un profundo aburrimiento. El buen hombre sujetaba el volante como si estuviera estrangulando a un pollo y asomaba la cabeza por encima hasta incrustarla en el parabrisas.

***







      El tráfico de vuelta a Nueva Jersey era, como bien había anunciado la señora Beninsdale, terrible; eso le dio al profesor Jerusalem la oportunidad de pensar. Oportunidad por otra parte que él no había pedido. Brillante... Las palabras de la señora Beninsdale comenzaban a deshacerse bajo el calor, con la misma rapidez con que se deshacen siempre los elogios. Las críticas hostiles permanecen bajo la piel y crecen como tumores; los elogios, en cambio, se diluyen en la sangre y su suave efecto eufórico cede al poco ante la fuerza de la razón y, al igual que todas las alegrías, le dejan a uno en el umbral de la vergüenza. Mira que eres tonto, Jerusalem, razonaba el profesor. Esperaban a Trífero, Jerusalem, razonaba el profesor. Esperaban Trífero, sólo trataban de ser amables, ocultando en lo posible su decepción. Y Trífero, por supuesto, no ha aparecido.

***




      ¿Qué pensaba Trífero mientras caminaba por el parque? Nada. A Trífero los parques no le parecían el mejor sitio para pensar. Las ideas se le enredaban entre las ramas de los árboles y no acababan de bajar, y las enormes llanuras de naturaleza corregida le sumían a menudo en la más apacible indiferencia. De todas formas la gente, en general, piensa mucho menos de lo que se supone, dentro y fuera de los parques, y lo que solemos elevar la categoría de meditaciones no es más que el ruido de un motor encendido. Saúl había aprendido con el tiempo a no sublimar la torpe mecánica de su nada ilustre cabeza y, al contrario que muchos de nosotros, despreciaba sus propios pensamientos, y con frecuencia los ajenos, tanto como despreciaba las lágrimas, las medias sonrisas o las gotas de lluvia.
      Hay quien sabe medir la diferencia entre el orden absurdo de los mapas y la naturaleza caótica de todos los paisajes, pero Saúl jamás había sentido la necesidad de trazar líneas sobre la tierra que pisaba, y aceptaba con toda naturalidad la intrascendencia de su caprichosa e insignificante posición en este mundo.





Ray Loriga. “Trífero”. 2000, Ediciones Destino.