Artículo:
27
DE ABRIL DE 2016
¿Cuántos
hay aquí, esta noche, capaces de sostener la mirada de la noche y no
salir despavoridos? ¿Cuántos de vosotros sois capaces de aguantar,
aquí en las sombras, y no escapar? ¿Cuántos podéis escuchar esas
voces de vuestra gruta (no
vayas a creer que están vivos, no vayas a creer que no están
vivos),
mirar a los ojos en llamas del lobo, y no correr, buscar la salida
del bosque, pedir socorro y luz y compañía?
“...Toda
la noche escucho el llamamiento de la muerte, toda la noche escucho
el canto de la muerte junto al río, toda la noche escucho la voz de
la muerte que me llama...”
Sólo
unos pocos resisten. Sólo los leales a su propio escalofrío se
quedan y escuchan el cuento, la nana bellísima y cruel, la tonada de
niebla que salmodia una sombra cuando los niños tienen miedo a
crecer, al otro lado de los muros. La canción sonámbula de
Alejandra Pizarnik, dando asilo a nuestro terror –al suyo, al mío,
al tuyo–para
que no canten ellos, / los funestos, los dueños del silencio.
Este
29 de abril se cumplen 80 años desde que cayó en este mundo
Alejandra Pizarnik. Cayó,literalmente.
Porque es dudoso que fuera de este mundo, adonde –diría su hermano
mellizo César Vallejo– ella tampoco pidió
nunca que la trajeran. La
mayor poeta argentina de la historia, con la cortesía de Borges, su
obra es una de las más altas manifestaciones de la lengua castellana
en cualquier tiempo. La Rimbaud
de América, la
llamó, por ejemplo, su biógrafa Cristina Piña. Pero Pizarnik llegó
más lejos que Rimbaud en esa orgía violenta contra
el
lenguaje de este mundo, contra la realidad que el lenguaje de este
mundo nos refleja: hay criaturas para las que el don que recibieron
no es un modo de (mal) vivir, sino la única, precaria espada de
madera con que defenderse de las dentelladas de la intemperie, de la
orfandad, del frío.
El
enfrentamiento bélico y erótico de Alejandra Pizarnik con el idioma
hasta las últimas consecuencias –literalmente: hasta las últimas–
es uno de los más estremecedores testimonios de cómo vivimos,
sepámoslo o no, con el alma orientada hacia el misterio, y de cómo
nuestra vida es toda
ofrenda, un puro errar de loba en el bosque para
decir
la palabra inocente que
nos salve: el conjuro para nuestros mil años de soledad.
“Todos
estamos heridos”,
declaró
en una de las últimas entrevistas de su vida, con Martha I. Moia.
Todos nacemos heridos: arrojados, separados de la unión. Como
ángeles caídos tras una guerra de la que no recordamos nada
(soldados viejos ya, quizás: soldados amnésicos), llegamos al mundo
extranjeros ya de él, en las afueras de nosotros mismos. Y nuestra
vida no será otra cosa que ese errar de nómada en busca de nación,
de posada en que dormir y lamernos las heridas. “Entre
otras cosas
–decía también a Moia en 1972, el mismo año de su suicidio–,
escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiere no
sea; para alejar al Malo. El quehacer poético implicaría exorcizar,
conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida
fundamental, la desgarradura”.
Es,
con toda seguridad, esa lesión, esa niña jugando con su espejo
roto, el primer candil de la ceremonia
demasiado pura que
es la obra (en prosa o verso: no hay frontera) de Alejandra Pizarnik.
Tratando de curar su herida
fundamental,
Alejandra anhela atrapar al reflejo de sí misma en el fantasma al
otro lado de la noche. Pero, ante el innegociable fracaso de la
misión, no le quedará otra alternativa que erigir en el poema un
dolmen nocturno como un llanto.
en
la otra orilla de la noche
el amor es posible
–llévame–
llévame entre las dulces sustancias
que mueren cada día en tu memoria.
el amor es posible
–llévame–
llévame entre las dulces sustancias
que mueren cada día en tu memoria.
“Por
debajo estoy yo”
Qué
lógicos resultan los testimonios de quienes la conocieron y afirman
que era un ser absolutamente inútil para las cosas cotidianas, como
una niña para
resolver los extenuantes asuntos de la llamada vida real.
No
ser de
este mundo.
No
encajar.
No
comprender las arbitrarias reglas y los códigos mezquinos de esta
vida en este mundo. La bautizaron Flora Pizarnik. Y su primera
rebelión contra la dictadura del lenguaje, ante la que se sublevaría
toda su vida en llamas de 36 años, fue efectivamente hacia la misma
palabra que pretendía definirla desde el origen: se cambió el
nombre (alejandra
alejandra / por debajo estoy yo / alejandra).
Hija
de inmigrantes ruso-judíos que recalarán en Avellaneda, al sur del
Gran Buenos Aires, su infancia no pudo ser ajena a la ascensión del
horror nazi, en cuyos campos de concentración perecieron casi todos
los familiares de sus padres (Elías Pozharnik y Rejzla Bromiker). Su
hermana Myriam se escondía debajo de las sábanas por miedo a que
llegara Hitler hasta la Argentina. Ella empezó muy pronto (para
alejar al Malo)
a tratar de dibujar mediante los símbolos de esta especie el
contorno de la desolación. Su misión ciega, su compromiso fatal:
arrancar a la realidad sus máscaras para poder vislumbrar en lo que
dura un poema el verdadero rostro de la belleza o de la muerte, de la
miseria o de la misericordia.
Necesitamos
un lugar donde lo imposible se vuelva posible –garabateó
en unos apuntes hacia 1964, respondiendo a ‘para qué sirve la
poesía en el mundo de hoy’–. Es
en el poema, particularmente, donde el límite es transgredido de
buena ley, arriesgándose. El poeta trae nuevas de la otra orilla. Es
el emisario o depositario de lo vedado puesto que induce a ciertas
confrontaciones con las maravillas del mundo pero también con la
locura y la muerte.
La
poesía –escribía
en su diario a los 21 años– no
como sustitución, sino como creación de una realidad independiente.
Ésa
será su lección; su causa y su condena; la irrenunciable guerra
íntima por la que acabará sacrificándose. Porque su poesía no era
sólo una estética en que vivir su intimidad, sino también una
ética con que sobrevivir al mundo: una moral de rebelión. Por eso,
ellos
son todos [ellos:
eso que llaman Sociedad] y
yo soy yo
Como
la poesía es
su
vida de una manera profunda, radical, la manera de mirar el mundo
será inevitablemente lo que pueda divisarse desde la maleza de ese
jardín que decía haber venido a ver, su secreta madriguera. Al
responder a cierto cuestionario que la revista Sur
realizó
en 1971 a ocho mujeres relevantes de los ámbitos de la cultura, la
ciencia y el espectáculo, señalaba: “No
creo que la sociedad actual necesite una
reforma.
Creo que necesita un cambio radical, y es en ese sentido que pueden
redundar beneficios para la mujer. (…)”
En
este caso, y en otros, la consigna sigue siendo [la
de Rimbaud]: Changer la vie.
Cambiar
la vida. Cuestionar y reventar los cimientos podridos de nuestra
forma de ver el mundo, más allá de conflictos políticos de
primeros términos. Cambiar nosotros, primero, desmantelarnos y
asaltar nuestro particular palacio de invierno –congelado de
miedos, de complejos, de prejuicios atávicos–; pues ninguna
revolución será real si no emana previamente de la consciencia: el
exterior no es más que el reflejo de lo interno. Claro
que
–concluye
en la misma entrevista–
nada
temen tanto, mujeres u hombres, como los cambios.
Ella
lo supo en propia piel: mujer, judía, poeta, estrafalaria y, de
corolario, bisexual (o pansexualista,
más bien), en una sociedad bien acostumbrada (la argentina, pero
podría ser la española, o la estadounidense, o…) a decretar qué
es lo deseablemente transgresor
–o
sedición infantiloide teledirigida desde el poder– y lo que es
directamente marginal. De igual forma que se margina al diferente,
de
manera pueril, en los planos más inmediatos de la raza, la religión,
etc., también se ha marginado siempre, por acción u omisión, al
que piensa distinto, al que actúa distinto, al que siente distinto,
al que hace distinto: al loco.
“Hasta
pulverizarse los ojos”
Estuvo
siempre, sí, su desamparo insalvable, su abandono; su infancia
implorando
desde sus noches de cripta. Su
soledad estruendosa, a pesar de la familia, de los amigos, de su
temprano reconocimiento artístico (que en el fondo no le importaba
nada por entre su angustia); su verse imperdonablemente fea
(qué
culpable me siento, desarreglada, despeinada, triste, con mi
expresión neurótica, y mi ropa ambigua, en medio de mujeres como
flores, como luces, como ángeles).
Su ansiedad y su comer atropellado para luego echarlo todo porque
comer era normalmente
una humillación, aferrarme a la fuerza a una vida que me rechaza. Su
tomar pastillas “para
estar bien, para estar mal, para todo”
–como contaba Roberto Yahni en el maravilloso documental que
le dedicaron Virna Molina y Ernesto Ardito en el Canal Encuentro
argentino–. Su anhelante voracidad sexual, fruto del hambre
incurable por un abrazo.
Pero
también tuvo abrazos, Alejandra Pizarnik. También dejó evidencias
de su capacidad de seducción, y de cómo a pesar de su aislamiento
irreversible aún podía coquetear con la vidareal:
No.
No soy feliz
–le
contaba a una amiga a los 19 años–, pero
hay en mi vida pequeños trozos felices, soplos de dicha que suavizan
el permanente estado angustioso. Y esos momentos me permiten vivir.
Esos
soplos de dicha, más frecuentes durante su primera juventud, fueron
remitiendo poco a poco, de manera silente, hasta dejarla a merced de
una quietud siniestra en que las palabras ya no hacían más el amor;
hacían
la ausencia (si
digo pan ¿comeré? / si digo agua ¿beberé?).
Alejandra empieza a caer del todo, a no vivir en el claroscuro del
jardín sino en el sol negro de un páramo, al descubrir en las
últimas lindes de su lucidez insoportable que el lenguaje no le
sirve ya para nombrar (defenderse de) la realidad:
Escribir
no es más lo mío. (…)
Ya
no es eficaz para mí el lenguaje que heredé de unos extraños. Tan
extranjera, tan sin patria, sin lengua natal. (…)
si
bien mi herida no dejará de coincidir con la de alguna otra
supliciada que algún día me leerá con fervor por haber logrado,
yo, decir que no puedo decir nada.
[8 de agosto de 1971]
[8 de agosto de 1971]
Antes,
la poesía la salvaba, podía salvarla al darle a elegir, como en la
canción, entre el dolor y la nada: ahora ya no. Consiguió
finalmente poner fin a todo, con pastillas, el 25 de septiembre de
1972, en el Hospital Pirovano de Buenos Aires.
Acecha
siempre la tentación, el riesgo, de atribuir a ciertos suicidas
célebres –o sencillamente muertos prematuros– una extraña
tanatofilia
de
leyenda, digna de mejor causa. Como si el dimitir uno de
absolutamente todo
lo
que tiene (todo) fuera una admirable tarea romántica, o trámite más
o menos aparatoso para entrar en eso que llaman Posteridad. No: no
debe de ser tan fácil. En esa confrontación en carne viva de lo que
Camus
llamó
el
único problema filosófico verdaderamente serio (saber
si
la vida merece ser vivida o no)
no hay tal. No hay ya belleza posible en el vacío y el horror
absolutos: por la sencilla razón de que, si hay belleza, puede haber
salvación. Por lo demás, cuando alguien se mata, lo hace
generalmente contra
algo.
No:
no era el abismo de la muerte quien la llamaba, sino el abismo de una
vida que no es de este mundo. Que sólo se entrevé en ciertas noches
compasivas, y que apenas puede arañarse tras la cortina de brisa del
lenguaje: al otro lado del fantasma imposible que jamás llegará a
decir su nombre. (Y
todas
las pestes y las plagas para
los que puedan dormir en paz.)
La
noche soy y hemos perdido.
Así hablo yo, cobardes.
La noche ha caído y ya se ha pensado en todo
[Septiembre de 1972]
Así hablo yo, cobardes.
La noche ha caído y ya se ha pensado en todo
[Septiembre de 1972]
Miguel
Ángel Ortega Lucas. Artículo extraído de: “ctxt
contexto y acción. Culturas. Gentes de mal vivir”.
Más de este autor en: https://ortegalucas.wordpress.com/