Fragmentos:
¡Pobre
general! ¡Está irremisiblemente perdido! Enamorarse a los cincuenta
años y con tanta pasión, ¡vaya desgracia! Añada a esto su viudez,
sus hijos, su finca completamente arruinada, las deudas y la clase de
mujer de que le se ha enamorado. Mlle. Blanche es bella. Pero no sé
si me haré de entender si digo que tiene uno de esos rostros que
inspiran miedo. Yo, al menos, siempre he temido a mujeres así.
Tendrá unos veinticinco años. Es alta, de hombros anchos y
cuadrados. Hermoso pecho y cuello. La piel, mate; los cabellos negros
y abundantes; podría hacerse con ellos dos peinadas. Los ojos
negros, con el blanco amarillento, son de expresión descarada. Los
dientes blanquísimos, los labios siempre pintados. Se desprende de
ella un olor a almizcle. Viste de forma llamativa, con lujo, pero con
mucho gusto. Sus manos y sus pies son admirables. Tiene voz de
contralto, un poco ronca. A veces, ríe a carcajadas, mostrando todos
sus dientes; pero corrientemente mira en silencio y con descaro; al
menos, en presencia de Pollina y María Filíppovna.
***
Como
todo francés, Des Grieux era alegre y amable, cuando le era preciso
y útil, e insoportablemente aburrido cuando desaparecía la
necesidad de ser alegre y amable. En el francés, la amabilidad
raramente es natural. Diríase que es hombre amable por orden, por
interés. Si, por ejemplo, se encuentra ante la necesidad de ser
imaginativo, original, algo fuera de lo corriente, entonces su
imaginación, estúpida y artificiosa, no es más que un conjunto de
fórmulas manidas, admitidas de antemano. Un francés natural está
compuesto del más burgués, mezquino y común positivismo; en una
palabra, es el ser más aburrido del mundo. En mi opinión, sólo a
los novatos y, sobre todo, a las jovencitas rusas pueden atraerles
los franceses. Todo hombre de bien advierte al instante y rechaza
esta rutina de formas, establecidas de una vez para siempre, de
amabilidad de salón, desenvoltura y jovialidad.
***
Yo
era jugador: lo sentí en aquel mismo momento. Me temblaban los
brazos y las piernas, creía desvanecerme. Desde luego, era raro que
en unas diez tiradas salieran tres zéro. Pero
no había por qué sorprenderse. Dos días antes, yo mismo había
sido testigo de cómo salían tres zéro
seguidos y pude oír cómo uno de los jugadores que anotaba
celosamente las jugadas en un papel observaba en voz alta que el día
anterior ese mismo zéro
había salido una sola vez en toda la jornada.
Al
pagarle, trataron a la abuela con el respeto y atención particulares
que se merece quien ha sido el máximo ganador. Le correspondían
exactamente cuatrocientos veinte federicos, es decir, cuatro mil
florines y veinte federicos; esta última cantidad se la dieron de
oro, los cuatro mil florines en billetes de banco.
Ahora,
la abuela ya no llamaba a Potápich. Estaba demasiado ocupada. Ya no
empujaba a nadie, ni temblaba aparentemente. Su temblor era, si puedo
expresarme así, interior. Había concentrado toda su atención en
algo, como dispuesta a tomar una determinación.
―Alexéi
Ivánovich, el croupier
dijo que se podía apostar de golpe cuatro mil florines, ¿no es así?
Ten, ponlos al rojo.
Era
inútil tratar de disuadirla. El platillo empezó a girar.
***
Ya
hace un año y ocho meses que no he vuelto a coger estas notas, y
únicamente ahora, triste y angustiado, he decidido distraerme un
poco releyéndolas. Me detuve en proyectado viaje a Ruletenburgo.
¡Dios mío, escribí aquellas últimas líneas con el corazón tan
ligero, comparando con mi estado actual! Y si no con el corazón
ligero, al menos con un aplomo y unas esperanzas firmes. Estaba
seguro de mí mismo. Ha pasado poco más de año y medio, y a mi modo
de ver soy peor que un mendigo. ¡Qué digo un mendigo! Eso no
tendría importancia. He echado a perder mi vida. No puedo compararme
con nadie. Tampoco siento deseos de sermonearme con nadie. En
momentos así, nada más absurdo que moralizar. ¡Oh, seres
satisfechos de sí mismos! ¡Con qué altiva suficiencia están
dispuestos estos charlatanes a pronunciar sus sentencias! ¡Si ellos
supieran hasta qué punto yo mismo comprendo todo lo abominable e mi
actual situación, no tendrían valor para darme lecciones! ¿Qué
pueden decirme que yo no sepa? Además, ¿acaso se trata de eso? Se
trata de que una vuelta del platillo puede cambiarlo todo, y esos
mismos moralistas serían los primeros ―estoy
convencido―
en felicitarme entre bromas amistosas. Y no me darían la espalda
como ahora. ¡Que se vayan al diablo todos ellos! ¿Qué soy ahora?
Un zéro.
¿Qué puedo ser el día de mañana? ¡El día de mañana puedo
resucitar de entre los muertos y empezar a vivir de nuevo! ¡Puedo
recuperar en mí al hombre, antes de que se haya perdido
definitivamente!
Fiodor
Dostoievski. “El jugador”. 1997, Ediciones B.
2 comentarios:
Gracias por compartir estos textos.
Besos.
De nada, Amapola. Un placer
Besos!
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