JUAN
EN VERANO
Como
todos lo viernes a media mañana, este día tan soleado y frío el
grupo de niños autistas irrumpió desordenadamente en el recinto de
la piscina. Antonio, que siempre se acerca un momento a hablar
conmigo, parecía más nervioso que nunca. Molesto, al parecer, por
el ruido que producían los operarios que en el jardín, al otro lado
de la cristalera, terminaban de arreglar una avería en la conducción
del agua, empezó a salpicar a los otros chicos, a reírse con
descontrol, mezclando cada vez más el grito con la risa. La monitora
se acercó entonces a mí y me pidió papel y lápiz. Rápido, por
favor, dijo, es lo único que puede calmarle.
Le
entregué a Antonio el bolígrafo rojo y el papel que tenía yo sobre
la mesa ―porque
siempre me llevo algo que hacer a la piscina, para llenar los tiempos
muertos: los socorristas no siempre socorremos, no siempre tenemos
una tarea concreta que hacer, sólo observar y, si las cosas van
bien, si apenas hay nadadores y éstos son nadadores consumados, el
tiempo se nos muere en las manos―,
le entregué, así, a Antonio, un papel doblado en el que estaba
impreso el programa de los partidos de fútbol-sala juvenil y
benjamín. Antonio me lo arrebató todo con rapidez e, inclinado
sobre mi mesa, se puso a garabatear compulsivamente. Durante unos
instantes, se concentró en los garabatos, que cubrieron el espacio
en blanco que aún había en el papel, pero luego lo desdobló y le
dio la vuelta y empezó a escribir palabras, frases. Ya calmado, dejó
el papel y el bolígrafo y empezó a dar vueltas alrededor de la
piscina y acabó sentándose junto a Fermín, que ya había
finalizado su elevada dosis de natación diaria y que en ese momento
procedía a calzarse su bota de alza y las correas que sujetaban sus
piernas debilitadas, operación que fascinaba a Antonio, que sentía
hacia Fermín una admiración sin límites. Les miré, les sonreí
cuando ellos cruzaron sus miradas conmigo, y miré luego el papel que
había quedado sobre mi mesa. Las palabras estaban escritas con
trazos grandes y desiguales, la ortografía era también desigual,
correcta en muchos casos, en otros libre. Pero el texto tenía cierta
coherencia. Decía así:
<<Juan
en verano a las cuatro y media de la tarde y a las cuatro de la
mañana por eso es donde a las 5+ de la noche hay un poco de claridad
un poco pero no sé nada ahora hay en verano a qué hora amanece pero
a las 5 más.>>
Esas
palabras, surgidas después de los garabatos, habían conseguido
calmar a Antonio. Un texto que hablaba de las obsesiones que
dominaban a Antonio: las horas, la luz del amanecer. Un texto que era
poesía.
Allí,
en medio de la mañana, la poesía había irrumpido en el reciento de
la piscina. Había salido del dolor, del desorden, pero de repente se
había abierto paso, luminosa como un rayo, quebradiza como un rayo,
y lo atravesaba todo, más poderosa que los ruidos que aún producían
los operarios, que el alboroto que en el agua causaban los niños
autistas y los otros nadadores, dulce y consoladora como el diálogo
que yo no podía descifrar, pero que se desarrollaba frente a mí, al
otro lado de la piscina, ante mis ojos, entre Fermín, ya de pie y
dispuesto a marcharse, y Antonio, que lo miraba con ojos
deslumbrados.
Toqué
el papel, sin saber si lo guardaría como una reliquia, como la
prueba del milagro, o lo perdería, o lo tiraría enseguida o al cabo
del día. ¿Qué puedo hacer con este papel?, me pregunté, mientras
miraba a Antonio, al poeta Antonio, que, ya solo en el banco que
momentos antes había compartido con Fermín, miraba a su vez hacia
un punto invisible, detenido en el aire, y sonreía, dentro de sí
mismo, otra vez sin palabras, otra vez a punto de enredarse en el
silencio, siempre a la espera de la luz.
<<Juan
en verano a la cuatro y media de la tarde>>, vuelvo a leer, y
me parece que no podré tirar nunca este papel, que lo guardaré en
algún cajón donde seguramente se quedará olvidado, casi perdido.
No puedo tirar estas palabras inconexas rodeadas de garabatos, estas
palabras que Antonio ha ido escribiendo mientras su excitación se
disolvía. Una vez que las dejó aquí, sobre el papel, sobre mi
mesa, se calmó.
No
sé quién es Juan, pero sí sé qué es el verano y cómo son las
cuatro y media de la tarde de cualquier tarde. Es una hora que
asusta. Este miedo me liga a Antonio. Juan en verano. Ese deseo.
Soledad
Puértolas. “Adiós a las novias”. 2000, Editorial Anagrama.
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