Frente al silencio.

Frente al silencio.

domingo, 28 de mayo de 2017

Soledad Puértolas



JUAN EN VERANO



      Como todos lo viernes a media mañana, este día tan soleado y frío el grupo de niños autistas irrumpió desordenadamente en el recinto de la piscina. Antonio, que siempre se acerca un momento a hablar conmigo, parecía más nervioso que nunca. Molesto, al parecer, por el ruido que producían los operarios que en el jardín, al otro lado de la cristalera, terminaban de arreglar una avería en la conducción del agua, empezó a salpicar a los otros chicos, a reírse con descontrol, mezclando cada vez más el grito con la risa. La monitora se acercó entonces a mí y me pidió papel y lápiz. Rápido, por favor, dijo, es lo único que puede calmarle.
      Le entregué a Antonio el bolígrafo rojo y el papel que tenía yo sobre la mesa porque siempre me llevo algo que hacer a la piscina, para llenar los tiempos muertos: los socorristas no siempre socorremos, no siempre tenemos una tarea concreta que hacer, sólo observar y, si las cosas van bien, si apenas hay nadadores y éstos son nadadores consumados, el tiempo se nos muere en las manos, le entregué, así, a Antonio, un papel doblado en el que estaba impreso el programa de los partidos de fútbol-sala juvenil y benjamín. Antonio me lo arrebató todo con rapidez e, inclinado sobre mi mesa, se puso a garabatear compulsivamente. Durante unos instantes, se concentró en los garabatos, que cubrieron el espacio en blanco que aún había en el papel, pero luego lo desdobló y le dio la vuelta y empezó a escribir palabras, frases. Ya calmado, dejó el papel y el bolígrafo y empezó a dar vueltas alrededor de la piscina y acabó sentándose junto a Fermín, que ya había finalizado su elevada dosis de natación diaria y que en ese momento procedía a calzarse su bota de alza y las correas que sujetaban sus piernas debilitadas, operación que fascinaba a Antonio, que sentía hacia Fermín una admiración sin límites. Les miré, les sonreí cuando ellos cruzaron sus miradas conmigo, y miré luego el papel que había quedado sobre mi mesa. Las palabras estaban escritas con trazos grandes y desiguales, la ortografía era también desigual, correcta en muchos casos, en otros libre. Pero el texto tenía cierta coherencia. Decía así:
      <<Juan en verano a las cuatro y media de la tarde y a las cuatro de la mañana por eso es donde a las 5+ de la noche hay un poco de claridad un poco pero no sé nada ahora hay en verano a qué hora amanece pero a las 5 más.>>
      Esas palabras, surgidas después de los garabatos, habían conseguido calmar a Antonio. Un texto que hablaba de las obsesiones que dominaban a Antonio: las horas, la luz del amanecer. Un texto que era poesía.
      Allí, en medio de la mañana, la poesía había irrumpido en el reciento de la piscina. Había salido del dolor, del desorden, pero de repente se había abierto paso, luminosa como un rayo, quebradiza como un rayo, y lo atravesaba todo, más poderosa que los ruidos que aún producían los operarios, que el alboroto que en el agua causaban los niños autistas y los otros nadadores, dulce y consoladora como el diálogo que yo no podía descifrar, pero que se desarrollaba frente a mí, al otro lado de la piscina, ante mis ojos, entre Fermín, ya de pie y dispuesto a marcharse, y Antonio, que lo miraba con ojos deslumbrados.
      Toqué el papel, sin saber si lo guardaría como una reliquia, como la prueba del milagro, o lo perdería, o lo tiraría enseguida o al cabo del día. ¿Qué puedo hacer con este papel?, me pregunté, mientras miraba a Antonio, al poeta Antonio, que, ya solo en el banco que momentos antes había compartido con Fermín, miraba a su vez hacia un punto invisible, detenido en el aire, y sonreía, dentro de sí mismo, otra vez sin palabras, otra vez a punto de enredarse en el silencio, siempre a la espera de la luz.
      <<Juan en verano a la cuatro y media de la tarde>>, vuelvo a leer, y me parece que no podré tirar nunca este papel, que lo guardaré en algún cajón donde seguramente se quedará olvidado, casi perdido. No puedo tirar estas palabras inconexas rodeadas de garabatos, estas palabras que Antonio ha ido escribiendo mientras su excitación se disolvía. Una vez que las dejó aquí, sobre el papel, sobre mi mesa, se calmó.
      No sé quién es Juan, pero sí sé qué es el verano y cómo son las cuatro y media de la tarde de cualquier tarde. Es una hora que asusta. Este miedo me liga a Antonio. Juan en verano. Ese deseo.








Soledad Puértolas. “Adiós a las novias”. 2000, Editorial Anagrama.



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