Este
cuento es muy simple aunque hubiera podido ser muy complicado.
También: es un cuento inconcluso, porque este tipo de historias no
tienen un final. Es de noche en París y un periodista norteamericano
está durmiendo. De pronto suena el teléfono y alguien, en un inglés
sin acento de ninguna parte, le pregunta por Joe A. Kelso. El
periodista responde que es él y luego mira el reloj. Son las cuatro
de la mañana y no ha dormido más de tres horas y está cansado. La
voz al otro lado del teléfono le dice que tiene que verlo para
transmitirle una información. El periodista pregunta de qué se
trata. Como suele suceder con este tipo de llamadas, la voz no suelta
prenda. El periodista le pide, al menos, una pista. La voz, en un
inglés correctísimo, mucho mejor que el de Kelso, le dice que
prefiere verlo personalmente. De inmediato, añade, no hay tiempo que
perder. ¿En dónde?, inquiere Kelso. La voz menciona un puente de
París. Y añade: En veinte minutos puede llegar caminando. El
periodista, que ha tenido cientos de citas semejantes, contesta que
en media hora estará allí. Mientras se viste piensa que es una
manera bastante torpe de arruinarse la noche, pero al mismo tiempo se
da cuenta, con un ligero asombro, de que ya no tiene sueño, que la
llamada, pese a su previsibilidad, lo ha desvelado. Cuando llega al
puente, cinco minutos más tarde de lo convenido, sólo ve coches.
Durante un rato permanece quieto en un extremo, esperando. Luego
cruza el puente, que sigue solitario, y tras aguardar unos minutos en
el otro extremo finalmente vuelve a cruzarlo y decide dar por
concluida la noche y volver a casa y dormir. Mientras camina de
regreso a casa piensa en la voz: no era un norteamericano, de eso
está seguro, tampoco era un inglés, aunque eso ya no podría
asegurarlo. Tal vez un sudafricano o un australiano, piensa, o puede
que un holandés, o alguien del norte de Europa que aprendió inglés
en la escuela y que luego lo ha ido perfeccionando en distintos
países angloparlantes. Cuando cruza una calle oye que alguien lo
llama. Señor Kelso. De inmediato se da cuenta de que quien lo ha
llamado es la persona que lo ha citado en el puente. La voz sale de
un zaguán oscuro. Kelso hace el ademán de detenerse, pero la voz lo
conmina a seguir caminando. Cuando llega a la siguiente esquina el
periodista se da vuelta y ve que nadie lo sigue. Está tentado a
volver sobre sus pasos, pero tras vacilar un instante decide que lo
mejor es continuar su camino. De pronto un tipo surge de una
bocacalle y lo saluda. Kelso devuelve el saludo. El tipo le tiende
una mano. Sacha Pinsky, dice. Kelso estrecha su mano y dice, a su
vez, su nombre. El tal Pinsky le palmea la espalda. Le pregunta si le
apetece tomar un whisky. En realidad dice: un whiskycito. Le pregunta
si tiene hambre. Asegura conocer un bar abierto a esa hora que vende
croissants calientes, acabados de hacer. Kelso lo mira a la cara.
Pinsky lleva sombrero pero aun así se puede apreciar una jeta
blanca, pálida, como si hubiera estado muchos años recluido. ¿Pero
en dónde?, piensa Kelso. En una cárcel o en una institución para
enfermos mentales. De todas maneras, ya es tarde para echarse atrás
y los croissants calientes seducen a Kelso. El local se llama Chez
Pain y
pese a estar en su barrio, si bien en una calle pequeña y poco
frecuentada, es la primera vez que entra y posiblemente la primera
vez que lo ve. Los establecimientos a los que suele acudir el
periodista están, en su mayoría, en Montparnasse y son lugares
aureolados con una cierta ambigua leyenda: el bar donde comió alguna
vez Scott Fitzgerald, el bar donde Joyce y Beckett bebieron whisky
irlandés, el bar de Hemingway y el bar de John Dos Passos y el bar
de Truman Capote y Tennessee Williams.En Chez Pain los croissants
son, efectivamente, buenos y están recién hechos y el café no está
nada mal. Lo que lleva a Kelso a pensar que el tal Pinsky
probablemente sea, posibilidad horrenda, un vecino del barrio.
Mientras sopesa esta posibilidad, Kelso se estremece. Un pesado, un
paranoico, un loco que observa sin ser, a su vez, observado, alguien
a quien le costará sacarse de encima. Bien, dice finalmente, usted
dirá. El tipo pálido, que no come y bebe a sorbitos una taza de
café, lo mira y sonríe. Su sonrisa es, de alguna manera, una
sonrisa en extremo triste, y también cansada, como si sólo con ella
se permitiera exteriorizar el cansancio, el agotamiento y la falta de
sueño. Cuando deja de sonreír, sin embargo, sus facciones recobran
instantáneamente la gelidez.
Roberto
Bolaño. “El secreto del mal”. 2007, Anagrama.
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