UNA
HISTORIA DE AMOR
Para
Isabel Baílez
La
vi desde el patrulla, nada más comenzar a dar vueltas. Tenía el
pelo largo y de color castaño, una mirada de lo más sugerente y
conducía un espectacular descapotable de color rosa, parecido al de
Penélope Glamour. De repente, sentí que me había enamorado. La
seguí de manera instintiva y peligrosa, casi sin apartar la vista de
su melena y sin prestar atención a las circunstancias del tráfico.
De vez en cuando, ella giraba la cabeza y me sonreía, consciente,
tal vez, de los estragos que estaba provocando en mí. Luego, cuando
dejó el deportivo y se subió a un pequeño autobús, rápidamente
eché mano de una motocicleta y continué con la persecución. ¡Lo
que hubiera dado en aquel momento por llevarla conmigo al fin del
mundo, por sentir su pecho pegado a mi espalda y sus brazos suaves
aferrados a mi cintura...! Pero, cuando más entusiasmado estaba, el
sueño se desvaneció. Después de abandonar el autobús, ella se
introdujo en un platillo volante y yo, enfurruñado, tuve que bajar
del tiovivo porque, según mis padres, era hora de irse a casa. Nunca
más volví a verla.
TIMIDEZ
Mi
hijo Sam insiste en casarse con la hija mayor de los Henderson. No se
da cuenta de que ahora ya es tarde, de que la hija mayor de los
Henderson está muerta. De que todos, incluido él, estamos muertos.
Mi
hijo Sam se pasó toda la vida amando en secreto a esa muchacha, sin
atreverse jamás a manifestarle sus sentimientos. Lo mismo que hizo
ella...
Lo
hemos sabido ahora, cuando ya no hay remedio. Cuando nuestras vidas
no son más que exiguos rescoldos a punto de apagarse para siempre en
la memoria de los vivos.
VIDA
CONTEMPLATIVA
Nuestra
anciana y reverenda madre superiora expiró poco antes de los laudes.
Sin embargo, su ojo de cristal sigue vivo, controlando, como siempre,
todos los movimientos de la comunidad.
APOSTILLA
A LA LEGENDA AUREA
DE JACOBO DELLA VORAGINE
El
conductor del camión de reparto, agotado tras una larga jornada
laboral, no trazó bien la curva y el vehículo, después de
precipitarse por el viaducto, acabó sumergido en el fondo del
pantano.
Bajo
las aguas y atrapado en la cabina, el desesperado chófer era incapaz
de abrir las puertas o de romper las lunas. Entonces asistió atónito
a la manifestación corpórea de San Cristóbal de Licia ―patrón,
hasta 1969, de los conductores en la mitología católica―
en el asiento contiguo.
―¡Gracias
a Dios! ¡San Cristóbal, sácame pronto de aquí, antes de que se
agote el oxígeno o el agua acabe por inundar totalmente la cabina.
Pero
el santo, circunspecto, se limitó a responder:
―Lo
siento, hijo; desde que el Vaticano declaró apócrifo mi ministerio,
despreciando la Leyenda Aúrea, ahora lo único que puedo hacer por
ti, en este momento tan peliagudo, es reconfortarte y darte mi
bendición tan poco canónica como eficaz.
Hecho
lo cual, desapareció.
Fermín
López Costero. “Teatro de sombras”. 2016, Editorial Nazarí.
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