VOCES
Para
mi amiga M. I., que una vez
me
confió un secreto
La
primera llamada había sido de una chica que telefoneaba por tercera
vez en tres días y repetía al infinito que ya no podía más. En
muchos casos hay que ir con cuidado, porque se corre el peligro de la
psicodependencia. Hay que ser afectuosos con circunspección, quien
telefonea debe sentir que al otro extremo del hilo tiene a un amigo,
no a un deus ex machina del que depende su vida. Además la regla
principal es que no se encariñe con una voz determinada, de lo
contrario crea situaciones difíciles. Con los depresivos sucede con
extrema facilidad, necesitan un confidente personalizado, no se
conforman con una voz anónima, quieren que sea aquella voz y se
apegan a ella desesperadamente. Pero con los depresivos de una cierta
clase, de ésos que tienen una idea fija tras la que se atrincheran
como si fuera un muro, la cosa aún se complica más. Hacen llamadas
que te dejan helado, es raro establecer un contacto. Esta vez sin
embargo fue bien, porque tuve la suerte de descubrir algo que le
interesaba. Otra regla, que por lo general se demuestra efectiva en
un buen número de casos, es dirigir la conversación hacia un tema
que interese a quien llama, porque todos, hasta los más
desesperados, tienen algo que en el fondo les interesa, hasta los que
están más alejados de la realidad. A menudo es una cuestión de
buena voluntad por nuestra parte, a lo mejor hay que echar mano de
pequeños trucos, de expedientes; yo a veces he logrado desbloquear
situaciones que parecían imposibles con el jueguecito del vaso, y he
conseguido establecer un cierto tipo de comunicación. Supongamos que
suena el teléfono, descuelgas el auricular, dices la consabida
formulita o algo por el estilo, y al otro extremo del hilo nada, el
silencio más absoluto, ni siquiera un jadeo. Entonces insistes,
procuras ir con tacto, dices que sabes que te está escuchando, que
diga algo, lo que quiera, lo primero que se le ocurra: una
incoherencia, una imprecación, un grito, una sílaba. Nada, silencio
total. Y sin embargo, puesto que ha llamado existe una razón, sólo
que tú no puedes saberlo, no sabes nada, puede ser extranjero, puede
ser mudo, puede serlo todo. Y entonces yo cojo un vaso y un lápiz y
digo: escuche, somos millones y millones los que vivimos sobre la
tierra, y sin embargo, nosotros dos nos hemos encontrado, sólo por
teléfono, es verdad, sin conocernos y sin vernos, pero nos hemos
encontrado, no desperdiciemos este encuentro, algo debe querer decir,
escúcheme, juguemos a un juego, yo tengo un vaso delante de mí, voy
a hacerlo sonar con un lápiz, tlin, ¿me oye?, si me oye haga usted
lo mismo, dos golpes, o si no tiene nada a mano dé unos toquecitos
en el auricular con la uña, así, toc-toc, ¿me oye?, si me oye
responda, por favor, escuche, ahora yo empezaré a enumerarle cosas,
lo primero que se me ocurra, y usted me dice si le gustan, por
ejemplo ¿le gusta el mar? para decir que sí dé dos golpes, un
golpe solo quiere decir no.
Pero
ve a saber qué es lo que le interesa a una chica que marca el
número, permanece callada durante casi dos minutos y luego empieza a
repetir: no puedo más, no puedo más, no puedo más, no puedo más.
Así, hasta el infinito. Fue pura casualidad, porque yo primero había
puesto un disco, al fin y al cabo, pensaba, el quince de agosto no
habrá muchas llamadas; y de hecho hacía más de dos horas que había
empezado mi turno y no había llamado nadie. Hacía un calor
terrible, el pequeño ventilador que me había traído no refrescaba
mínimamente el aire, la ciudad parecía muerta, todos estaban fuera,
de vacaciones, me arrellané en la butaca y me puse a leer pero el
libro se me cayó sobre el pecho, no me gusta dormirme cuando estoy
de guardia, tengo reflejos lentos y si alguien llama me quedo cortada
los primeros segundos y a veces son precisamente esos primeros
segundos los que cuentan, porque a lo mejor el otro cuelga y luego
quién sabe si se atreverá a volver a marcar el número. Por eso
puse bajito la marcha turca de Mozart, es alegre, tiene algo
estimulante, mantiene alta la moral. Ella telefoneó mientras sonaba
el disco, no dijo nada durante mucho rato y luego empezó a repetir
que no podía más, yo la dejé hablar porque en estos casos es una
buena norma que el que llama se desahogue, debe decir todo lo que
quiera y cuantas veces quiera; cuando lo único que oía por el
auricular era su respiración afanosa dije: espera un instante, por
favor, voy a quitar el disco, y ella contestó: puedes dejarlo.
Claro, dije yo, lo dejo encantada, ¿te gusta Brahms? No sé cómo
había intuido que la posibilidad de una comunicación podía
proporcionarla la música, el truco me salió espontáneo, a veces
una pequeña mentira es providencial; en cuanto a Brahms
probablemente jugó en mi inconsciente la sugestión del título de
Françoise Sagan, un título que uno lleva siempre adormecido en la
memoria. Esto no es Brahms, dijo ella, es Mozart. ¿Cómo Mozart?,
dije yo. Claro, Mozart, dijo ella con vivacidad, es la marcha turca
de Mozart. Y gracias a esto empezó a hablar del conservatorio, donde
estudiaba antes de que le pasase aquello, y todo fue muy bien.
El
tiempo, después, transcurrió lento. Oí tocar las siete desde el
campanario de la iglesia de San Domenico, me asomé a la ventana,
sobre la ciudad se extendía un ligero velo de calina, de vez en
cuando pasaba un automóvil por la calle. Me di un toque de rimmel en
las pestañas, a veces me encuentro atractiva, luego me tumbé en el
pequeño sofá junto al tocadiscos y me puse a pensar en las cosas,
en la gente, en la vida. El teléfono volvió a sonar a las siete y
media. Yo pronuncié la consabida fórmula, tal vez con un cierto
cansancio, al otro extremo del hilo hubo un ligero titubeo, luego la
voz dijo: me llamo Fernando pero no soy un gerundio. Es siempre una
buena norma apreciar las frases ingeniosas de quien llama, revelan el
deseo de establecer un contacto, y yo me reí. Le contesté que yo
tenía un abuelo que se llama Conrado, pero no era un participio; y
también él se rió un poco. Y luego él dijo que de todas formas
tenía algo en común con los verbos, que tenía una cualidad
parecida. Que era intransitivo. Todos los verbos sirven para la
construcción de la frase, dije yo. Me parecía que la conversación
permitía un tono alusivo, y además siempre hay que secundar el tono
elegido por quien telefonea. Pero yo soy deponente, dijo. Deponente
en qué sentido, pregunté yo. En el sentido de que depongo, dijo él,
depongo las armas. Tal vez el error estaba en pensar que las armas no
tenían que ser depuestas, ¿no le parecía?, tal vez nos habían
enseñado una gramática equivocada, era mejor dejar que las armas
las utilizasen los beligerantes, había tanta gente desarmada, podía
estar seguro de tener una compañía numerosa. Él dijo: puede ser, y
yo dije que nuestra conversación parecía la tabla de las
conjugaciones, y esta vez le tocó a él reírse, una risita breve y
áspera. Y luego me preguntó si conocía el ruido del tiempo. No,
dije yo, no lo conozco. Bueno, dijo él, basta sentarse sobre la
cama, durante la noche, cuando uno no logra dormirse, y permanecer
con los ojos abiertos en la oscuridad, y al cabo de un rato se oye,
es como un mugido en lontananza, como el aliento de un animal que
devora a la gente. Por qué no me contaba más cosas sobre esas
noches, tenía todo el tiempo, y yo no tenía otra cosa que hacer que
escucharle. Pero mientras tanto él ya estaba en otra parte, había
saltado un nexo indispensable para que yo siguiese el hilo de la
historia; él no necesitaba aquel paso, o tal vez prefería evitarlo.
Pero yo le dejé hablar, no hay que interrumpir nunca por ninguna
razón, y además su voz no me gustaba, era ligeramente chillona y a
veces un susurro. La casa es muy grande, dijo, es una casa vieja, hay
muebles de mis antepasados, horribles muebles estilo imperio con
patas de animales; y también alfombras raídas y cuadros de hombres
huraños y de mujeres altivas y desdichadas, con el labio inferior
imperceptiblemente colgante. ¿Sabe por qué su boca tiene esa
curiosa forma?, porque la amargura de toda una vida se dibuja en el
labio inferior y lo baja, aquellas mujeres pasaron noches insomnes
junto a maridos estúpidos e incapaces de ternura, y también ellas,
aquellas mujeres, permanecían con los ojos abiertos en la oscuridad,
cultivando resentimiento. En el vestidor que comunica con mi
habitación todavía están sus cosas, las que dejó: algunas prendas
de ropa interior atrofiadas en un estante, una pequeña cadena de oro
que llevaba en la muñeca, un pasador de carey. La carta está sobre
la cómoda, bajo la urna de cristal que tiempo atrás custodiaba un
mastodóntico despertador de Basilea, aquel despertador lo rompí yo
cuando era pequeño, un día que estaba enfermo, nadie subía a
verme, me acuerdo como si fuese ayer, me levanté y saqué el
despertador de su estuche, tenía un tictac espantoso, le quité la
tapa del fondo y lo desmonté metódicamente hasta dejar la sábana
cubierta con todos sus minúsculos engranajes. Si quiere se la puedo
leer, me refiero a la carta, mejor dicho, se la repito de memoria, la
leo todas las noches: Fernando, si tú supieses cómo te he odiado
durante todos estos años… Así empieza, el resto puede deducirlo
sola, la urna de cristal custodia un odio macizo y comprimido.
Y
luego volvió a saltar un paso, pero esta vez me pareció comprender
el nexo, dijo: ¿y ahora cómo será Giacomino? ¿En qué se habrá
convertido? Es un hombre, en algún lugar del mundo. Y entonces yo le
pregunté si aquella carta llevaba la fecha del quince de agosto,
porque lo había intuido, y él dijo que sí, que era el aniversario,
y que lo iba a celebrar como la ocasión merecía, tenía ya
preparado el instrumento de la celebración, estaba allí sobre la
mesa, al lado del teléfono.
Se
quedó callado, yo esperé a que volviese a hablar, pero él seguía
callado. Entonces dije: espere otro aniversario, Fernando, intente
esperar un año más. Me di cuenta en seguida de lo ridículo de la
frase, pero en aquel momento no se me ocurrió nada mejor, hablaba
por hablar y en el fondo lo que contaba era la idea. Me ha tocado oír
tantas llamadas, de todas clases, con las situaciones más absurdas,
y sin embargo me pareció como si en aquel momento mi habitual aplomo
vacilase, y me sentí también yo perdida, como si necesitase a otra
persona que me escuchase y me dijese cosas amables. Fue sólo un
instante, él no replicó, yo me recobré en seguida, ahora sabía
qué podía decirle, podía hablarle de las microperspectivas. Porque
en la vida hay muchas clases de perspectivas, las llamadas grandes
perspectivas, que todos consideran fundamentales, y las que yo llamo
microperspectivas, que serán insignificantes, lo admito, pero si
todo es relativo, si la naturaleza concede que existan águilas y
hormigas, por qué no se puede vivir como las hormigas, pregunto, de
microperspectivas. Sí, microperspectivas, insistí, y él encontró
divertida mi definición, pero en qué consistirían estas
microperspectivas, preguntó, y yo me puse a explicárselo
minuciosamente. La microperspectiva es un modus vivendi, ¿de
acuerdo?, digámoslo así, es una forma de concentrar la atención,
toda la atención, en un pequeño detalle de la vida, de la rutina
cotidiana, como si aquel detalle fuese la cosa más importante de
este mundo; pero con ironía, sabiendo que no es de ningún modo la
cosa más importante de este mundo, y que todo es relativo. Puede
servir de ayuda el hacer listas, tomar notas, marcarse horarios
férreos y no transigir. La microperspectiva es una forma concreta de
apegarse a cosas concretas.
No
me pareció muy convencido, pero mi objetivo no era hacer una obra de
convicción. Me daba perfectamente cuenta de que no estaba revelando
el secreto de la piedra filosofal; sin embargo el mero hecho de que
sintiese que alguien podía interesarse por sus problemas debía
servir de algo. Era todo lo que podía hacer. Me preguntó si me
podía llamar a casa. Lo sentía, no tenía teléfono. ¿Y aquí? Por
supuesto, aquí cuando quisiese, no mañana no, justamente, pero
claro que podía dejarme un recado, es más debía hacerlo, estaría
un compañero en mi lugar que luego me lo transmitiría, me daría un
alegrón saber cuál había sido la microperspectiva de su jornada.
Se
despidió educadamente, con un tono de voz que parecía pedir
disculpas. Se había hecho de noche y no me había dado cuenta, a
veces algunas conversaciones exigen una terrible concentración. Por
la ventana vi a Gulliver que cruzaba la calle, venía a relevarme, a
Gulliver se le distinguiría desde lo alto de un rascacielos, por
algo le llaman Gulliver, recogí mis cosas y me preparé para salir.
Sólo entonces me di cuenta de que eran las nueve menos diez,
caramba, le había prometido a Paco que a las nueve en punto estaría
en casa y por mucha prisa que me diese ahora no llegaría antes de
las nueve y media. Sobre todo con los transportes públicos, que ya
son un desastre los días laborables, imagínate el quince de agosto.
Tal vez lo mejor fuese ir a pie. Pasé junto a Gulliver como una
flecha, sin ni siquiera darle tiempo a saludarme, me gritó algo en
son de broma a mis espaldas, le contesté desde las escaleras que
tenía una cita, y que la próxima vez fuese puntual, por favor, le
dejaba el ventilador aunque no se lo merecía. Ni que fuera hecho a
propósito nada más salir del portal vi al 32 que doblaba la
esquina, aunque no me lleva hasta casa me ahorra un buen trozo de
camino, o sea que lo cogí al vuelo, estaba completamente vacío,
impresiona el 32 vacío de aquella forma, si se piensa cómo va
habitualmente. El conductor iba tan despacio que me daban ganas de
decirle algo, pero no lo hice, tenía un aire tan resignado, la
mirada apagada. Bueno, pensé, si Paco se enfada peor para él, no
puedo volar, me bajé en la parada frente a los grandes almacenes,
caminaba a buen paso pero eran ya las nueve y veinticinco, era inútil
ponerse a correr para llegar tarde de todas formas, toda sudada y
jadeante como una desesperada. Metí la llave procurando no hacer
ruido. La casa estaba oscura y silenciosa, me impresionó, quién
sabe por qué pensé en algo desagradable y me dejé dominar por la
ansiedad. Dije: Paco, Paco, soy yo, he vuelto. Por un momento me
sentí desfallecer. Dejé los libros y el bolso sobre la silla del
recibidor y fui hasta la puerta de la sala. Paco, Paco, volví a
decir. El silencio a veces es una cosa atroz. Sé lo que hubiera
querido decirle, si hubiese estado allí: por favor Paco, le habría
dicho, no ha sido culpa mía, he recibido una llamada kilométrica y
hoy los transportes están reducidos a la mitad, es el quince de
agosto. Fui a cerrar la terracita de atrás, porque en el jardín hay
mosquitos y apenas ven la luz entran a montones. Recordé que en la
nevera había todavía una lata de caviar y otra de paté, me pareció
el momento de abrirlas, y también de destapar una botella de vino de
Mosela. Puse la mesa con los mantelitos individuales de lino amarillo
y coloqué en el centro una vela roja. Mi cocina tiene muebles de
madera clara, con la luz de la vela adquiere una atmósfera
confortable. Mientras lo preparaba volví a llamar débilmente: Paco.
Con una cuchara golpeé ligeramente el vaso, tlin, luego más fuerte,
¡tlin!, el sonido aleteó por toda la casa. Luego de repente tuve
una inspiración. Frente a mi plato puse otro mantelito, un plato,
los cubiertos y un vaso. Llené los dos vasos y fui al cuarto de baño
a arreglarme un poco. ¿Y si hubiese vuelto de verdad? A veces la
realidad supera la imaginación. Habría llamado con dos timbrazos
breves, como hacía él, y yo habría entreabierto la puerta con un
aire de complicidad: he puesto la mesa para dos, le diría, te estaba
esperando, no sé por qué pero te estaba esperando. Quién sabe qué
cara habría puesto.
Antonio
Tabucchi. “El juego del revés”. 1986, Anagrama.
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