Fragmentos
I
El
Quemado llegó al hotel. Subimos sin que nadie nos viera. Le mostré
el juego. Las preguntas que hizo fueron inteligentes. De pronto la
calle se llenó de ruidos de sirenas. El Quemado salió al balcón y
dijo que el accidente era en la zona de los campings. Qué estupidez
morir en vacaciones, observé. El Quemado se encogió de hombros.
Llevaba una camiseta blanca y limpia. Desde donde estaba podía
vigilar la masa informe de sus patines. Me acerqué y le pregunté
qué miraba. La playa, dijo. Creo que podría aprender a jugar
rápidamente. (...)
II
El
nombre del Quemado no lo sé. Ni me importa. Como tampoco me importa
ahora su nacionalidad. De dónde sea, da lo mismo. Conoce al marido
de Frau Else y eso sí que es importante; dota al Quemado de una
capacidad de movimiento insospechada; no sólo se codea con el Lobo y
el Cordero sino que también está inclinado a la conversación más
elaborada (es de suponer) del marido de Frau Else. No obstante, ¿por
qué hablan en la playa, en plena noche, como dos conspiradores, en
lugar de hacerlo en el hotel? El escenario es más propio de un
complot que de una conversación distendida. ¿Y de qué hablan? El
tema de sus encuentros, no me cabe la menor duda, soy yo. Así, el
marido de Frau Else sabe de mí por dos conductos: el Quemado le
cuenta la partida y su mujer le cuenta nuestro flirt. Mi situación
frente a él es desventajosa, yo no sé nada, excepto que está
enfermo. Desea que me marche; desea que pierda la partida; desea que
no me acueste con su mujer. La ofensiva del Este prosigue. (…)
III
La
tormenta no ha tardado en estallar y ahora la lluvia golpea el balcón
abierto como una mano muy larga y huesuda, oscuramente maternal, que
quisiera advertirme sobre los peligros de la soberbia. Las puertas
del hotel no están vigiladas, por lo que el Quemado no ha tenido
ningún problema en subir solo a mi habitación. El mar está
subiendo, murmura en el interior del baño adonde lo he arrastrado,
mientras se seca la cabeza con una toalla. Es el momento ideal para
golpearlo pero no muevo ni un músculo. La cabeza del Quemado,
enguantada en la toalla, ejerce sobre mí una fascinación fría y
luminosa. Bajo sus pies se forma un charquito de agua. Antes de
comenzar a jugar lo obligo a quitarse la camiseta mojada y a ponerse
una mía. Le va un poco estrecha pero al menos está seca. El
Quemado, como si a estas alturas regalarle algo fuera de lo más
natural, se la pone sin decir palabra. Es el fin del verano y es el
fin del juego. El frente del Oder y el frente del Rin se deshacen a
la primer embestida. El Quemado se mueve alrededor de la mesa como si
danzara. Tal vez eso es precisamente lo que hace. Mi último círculo
defensivo está en Berlín-Stettin-Bremen-Berlín, lo demás,
incluidos los Ejércitos de Baviera y el norte de Italia, queda
desabastecido. ¿Dónde dormirás esta noche, Quemado?, dije. En mi
casa, contesta el Quemado. Las otras preguntas, que son muchas, se me
atoran en la garganta. Después de despedirnos me instalé en el
balcón y contemplé la noche lluviosa. Suficientemente grande como
para tragarnos a todos. Mañana seré derrotado, no hay duda.
Roberto
Bolaño. “El Tercer Reich”. 2010, Editorial Anagrama.
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