La
Emperatriz se despide
Corro
a tomar notas en busca de la buena muerte. Hoy no soy cronista, soy
un nieto que despide a su yaya. Un nombre cifrado: Virginia Rubio
Francés, que nada tiene de poderoso salvo para los súbditos de la
Emperatriz. Rescataré algunos momentos de esta despedida dulce para
dárselos a ustedes. La muerte de los seres queridos no es noticia
salvo para quienes la padecen, pero espero que estas anotaciones les
sirvan de consuelo si a ustedes les llega el momento.
Es
la habitación del hospital y mi tío sujeta la mano a la emperatriz
y la mira con una extraña intensidad. Ella abre los ojos lentamente
y le dedica a su hijo la mirada de un recién nacido. Las luces
permanecen atenuadas. Pensaba que sería terrible, pero la muerte es
dulce y lenta y ámbar como una gota de resina que se desliza por el
tronco de un árbol. Mi tío quiere que ella le vea. Dedica a esta
tarea toda su paciencia, pues la emperatriz apenas abre los ojos.
Cuando ocurre, él acerca su aliento tímido al aliento débil de la
emperatriz y sonríe. En esa sonrisa, la de un hijo ante su madre
moribunda, está codificada toda la bondad del universo.
La
emperatriz ha encogido bajo las sábanas del hospital, se consume
despacio en la cama reclinable. Nos turnamos en los flancos y nos
apoyamos en la barandilla de la cama. Ayer bromeaba, decía que la
habían metido en un gallinero. Hoy se le ha marchitado la voz. Como
la sujetamos de las manos, tengo la impresión de que hijos y nietos
llevamos a la emperatriz de la mano hacia el final de su reinado.
No
todo es tristeza y majestuosidad. Los súbditos de la Emperatriz
tenemos tendencia permanente a la broma y la algarabía. Mi prima
tiene una perrita que le trajeron los Reyes Magos. Es un cachorro
travieso y suave que intenta lamer nuestra boca. Una pequeña vida
que invade con su alegría el decadente palacio imperial, la casa de
la yaya. El bicho pasa corriendo con pataleo borracho hacia la
habitación clausurada de la emperatriz, inconsciente del peso de la
ausencia en esas sábanas. Aventa el aire, lo renueva, es una vida
pequeña, toda ella ingenuidad. El emperador encuentra consuelo en la
perrita, la atrae hacia sí y celebra sus juegos. Pienso que la perra
es un lazarillo bueno que acompaña al yayo a la viudez.
Pero
cae la noche y la casa se duele en la extrañeza para quienes no
hacemos turno en el hospital. Es como si la casa supiera que la
Emperatriz no volverá a habitarla. Las paredes están aturdidas, el
olor se repliega en los rincones, los pasillos se hacen más largos
cuando los quieres cruzar. Pero atención, porque el Emperador nos
consuela y nosotros debemos consolarlo. Luchamos contra el vacío que
se apodera del palacio imperial. A la hora de comer, el yayo se
permite una pequeña queja:
-Bueno,
ahora se va tu hermano, luego te vas tú, tu madre, la yaya no está…
Aquí nos quedamos en cuadro, ¿sabes?
No
hay un ápice de autocompasión. Es una tristeza amable e informativa
y a continuación el Emperador sigue hablando de naranjas con la
invitada, que es valenciana como él.
-Las
naranjas de Carcajente son mejores que las de Sueca.
Por
la noche le hago una tortilla de patatas. Desastre absoluto, el
resultado es un engrudo de huevo semiquemado con patatas a medio
freír y aceitosas.
-Es
la mejor tortilla que he tomado en años -dice el Emperador, mientras
la prima y yo nos reímos. Pero él lo dice muy en serio, detecta el
cariño con que está hecho este atentado al paladar. Me quedo
escribiendo estas notas y el emperador mira la tele con el puro
encendido entre los dedos. Al momento lo oigo roncar en el trono
imperial, el puro cuelga de la mano, jamás se le cae, puesto que
fuma desde los catorce años.
Al
día siguiente pasa la noche con la Emperatriz en el hospital. Le
toma el pulso cada diez minutos, preparado para dar pelea o saludo a
la muerte si aparece. Pero como suele ocurrir, la muerte se hace
esperar. Pasa otro día y la emperatriz enmudece.
Tiene
la boca abierta y los ojos cerrados. Es la expresión de los
moribundos pero también de quienes duermen la siesta. Durante sus
siestas interminables de después de comer, rodeábamos a la
Emperatriz con despreocupación, aturullados por las pequeñas cosas
del día, agobiados por el ruido de la telenovela. La emperatriz
roncaba, despertaba, miraba un rato de la telenovela y del
aburrimiento se volvía a dormir. Le gustaba más el programa de
Arturo Valls donde la gente cae despeñada cuando se abren las
trampillas bajo sus pies.
-¡Hala,
al hoyo, al hoyo!
Ahora
nos asomamos de otra forma al pozo de su boca. Casi podemos ver con
los ojos el aire precioso que penetra en el cuerpo de la Emperatriz.
Cada bocanada se hace fundamental e inolvidable. Vigilamos su boca
como si fuera a pronunciar una palabra. Yo la cojo de la mano por
última vez. Noto el calor de la mano que me daba uva de pequeño,
que hacía buñuelos de viento y pelotas de cocido, nuestra vida
común pasa por delante de mis ojos e impongo mi rostro ante su
rostro. Entonces, la emperatriz nota un cambio, reúne sus fuerzas,
abre los ojos y me sonríe. Suena un Juan casi de otro mundo y sé
que esta es la palabra que yo estaba esperando.
Me
tengo que ir y al día siguiente recibo este mensaje de mi tía, que
estaba con ella cuando murió: “Es como si mil mariposas tiraran
lentamente de ella y se fueran llevando su aliento poco a poco. Se ha
ido sin oponer resistencia. Suavemente.”
Así
es como han de caer los imperios.
Juan
Soto Ivars. 2015. De su página web:https://juansotoivars.wordpress.com/
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