Fragmento.
(…)
Y entonces es cuando le he escrito una carta a mi mujer, no para que
ella la lea, sino para meterla aquí, en este diario, como un
testamento donde nada se testa, como una correspondencia más allá
de la muerte, que es donde moramos ahora los dos:
Desde
aquellas tardes, recuerda, en que la pequeña ciudad conducía sus
ocasos a una apoteosis mediocre, hasta la luz de esta tarde, luz de
aguas y más allá, hemos venido fraguando un hijo para la muerte,
algo tembloroso que nacía de ti y de mí, tramado en noches de
lluvia y días de labor, una claridad implícita de tu alma, una
impaciencia asomada a mi papel, y eso hasta siempre, la identidad
nacida de nuestros desvíos, el hijo sagrado y muerto. Mira cómo nos
movemos ahora por el licor vacío de la tarde, o escribo en una
máquina de hierro, infinitamente reacia, mira nuestra vida entera,
desde la adolescencia con perros y portales, hasta la soledad
amarilla, postestival, silenciosa, que nos llena de corredores
internos, de laberintos desalojados, de ropa caída. Ni tú ni yo. No
sé por qué escribo, por qué te escribo esta carta, por qué vuelvo
a la cerca espinosa del idioma. No nos hemos matado, y justamente por
eso estamos muertos, asistimos a nuestra ausencia, pasamos una y otra
vez por el hueco incoloro de la nada. Entramos y salimos. Cruzamos
puertas y ventanas que no nos conciernen. Nadie tan solo como yo.
Ninguna tan nadie como tú. ¿Y ahora? Nos hemos quedado aquí para
asistir a una posteridad de cielo y verano que nadie habita, viendo
pasar la estela de la muerte, estela clara de espuma silenciosa,
hasta su final de cometa, de estación o de agua.
Te
juro que no. Y te escribo esta carta que voy a enterrar entre mis
papeles, para que no la leas nunca, forzando el idioma para que el
papel vuelva a ser un papel en blanco. De muerte a muerte, de nadie a
nadie —qué somos ahora—, te
escribo cartas vacías para hablarte de todo lo que hemos perdido, y
van cayendo mis palabras, mis papeles, al vacío de sol y tiempo que
se abre entre los dos, como un pozo que llega al cielo.
Francisco
Umbral: “Mortal y rosa”. 1997, Ediciones Cátedra/Destino.
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