Fragmento
Gregorio
casi no comía. Al pasar junto a los alimentos que tenía dispuestos,
tomaba algún bocado a modo de muestra, lo guardaba en la boca
durante horas, y casi siempre volvía a escupirlo. Al principio,
pensó que su desgana era efecto de la melancolía en que lo suplía
el estado de su habitación; pero se habituó muy pronto al nuevo
aspecto de ésta. Habían ido tomando la costumbre de colocar allí
las cosas que estorbaban en otra parte, las cuales eras muchas, pues
uno de los tres cuartos de la casa había sido alquilado a tres
personas. Esos tres señores formales —los
tres usaban barba, según comprobó Gregorio cierta vez por el ojo de
la cerradura—
cuidaban que reinase un orden escrupuloso, no sólo en su propia
habitación, sino en el resto de la casa, ya que vivían en ella,
especialmente en la cocina. Cosas inútiles, y mucho menos objetos
mugrientos, les resultaban insoportables.
Además,
habían traído consigo buena parte de su mobiliario, lo cual hacía
innecesarias varias cosas imposibles de vender, pero que tampoco se
querían tirar. Y todas estas cosas iban a parar al cuarto de
Gregorio, de igual modo que el tacho de las cenizas y el cajón de la
basura. Aquello que de momento no había de ser utilizado, la
sirvienta, que en esto se daba mucha prisa, lo arrojaba al cuarto de
Gregorio, quien, por suerte, la mayoría de las veces sólo lograba
divisar el objeto en cuestión y la mano que lo esgrimía. Quizás
ella tuviese el propósito de volver en busca de aquellas cosas
cuando tuviese tiempo y ocasión, o de tirarlas fuera todas de una
vez, pero el hecho es que permanecían allí donde habían sido
arrojadas en un principio. A menos que Gregorio se revolviese contra
el trasto y lo pusiese en movimiento, impulsado a ello primero porque
éste no le dejaba ya sitio libre para arrastrarse y luego con
verdadero afán, aunque después de tales paseos quedase
horriblemente triste y fatigado, sin ganas de moverse durante horas
enteras. (…)
Franz
Kafka. “La Metamorfosis”. 2009, Ediciones Brontes S.L.
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