VARIACIONES
SOBRE UN TEMA DE BORGES
Un
hombre de unos treinta y cinco años, de estatura media, con los
zapatos relucientes y vestido con la corrección de un empleado de
banca, bajaba, como todos los días, en el ascensor del bloque de
pisos en el que tenía su vivienda. Se llamaba Samuel González y se
dirigía al parking situado en el sótano del edificio. Eran
alrededor de las siete y media de la mañana. Una vez allí, se
encaminó al lugar donde tenía su plaza de aparcamiento. Intentó
abrir su coche, un modelo de gama media, con la llave automática,
pero no funcionaba. Hizo varios intentos hasta que finalmente,
contrariado, lo abrió introduciendo la llave en la cerradura. Se
subió, se ajustó el cinturón de seguridad, reguló los
retrovisores, puso el motor en marcha y, dando un fuerte acelerón,
enfiló la empinada rampa que conducía a la salida. Al incorporarse
al tráfico de la calle, otro automóvil, que circulaba a gran
velocidad, se lo llevó por delante provocando un grave accidente.
Como
consecuencia del brutal choque, Samuel acabó en la cama de un
hospital en un estado lamentable. Tenía una pierna, un brazo, una
clavícula y varias costillas fracturadas, además de otras muchas
contusiones. Emma, su esposa, hablaba con el doctor que lo atendía:
―¿Está
muy mal, doctor?
―Tiene
muchos huesos rotos, pero, dada la brutalidad del golpe, podemos
decir que ha tenido suerte. Saldrá de esta.
Horas
más tarde, un enfermero del turno de noche, un hombre
aproximadamente de la misma edad que Samuel, consultaba la lista de
pacientes de su planta. Entre ellos descubrió un nombre que le
resultó desagradablemente familiar. Esbozó una sonrisa de maligna
satisfacción:
―Samuel
González... Qué sorpresa... Está visto que en esta vida todo es
cuestión de tiempo... Al final, todo llega.
Tras
hacer un recorrido rutinario por sus dependencias, se dirigió a la
habitación de Samuel. Estaba en penumbra. Sobre la cama, escayolado
y vendado, como una momia, el paciente se quejaba lastimosamente. A
su lado, Emma, sentada en un típico sillón de hospital, trataba de
animarlo como podía cuando entró el enfermero y se dirigió a ella:
―Buenas
noches, señora, ¿todo bien? ―preguntó
mirando de reojo a Samuel.
―Está
muy intranquilo ―contestó
la mujer―.
Creo que debe dolerle mucho porque no para de quejarse.
―Es
natural, con tantos huesos rotos...―dijo
mirando el historial―.
Pero no se preocupe. Ahora le traigo un calmante para que pueda
dormir tranquilo toda la noche. ¿Usted desea algo?
―No
he probado bocado en todo el día... Si me pudiera traer un vaso de
leche y unas galletas, se lo agradecería.
El
enfermero salió de la habitación y se encaminó a la zona privada
del personal. Preparó el vaso de leche y las galletas para Emma.
Luego machacó unos comprimidos, los vertió en el vaso y lo removió
a conciencia con una cucharilla de plástico. Acto seguido, regresó
a la habitación con una bandeja en la que portaba el vaso de leche y
las galletas. Se la ofreció a la mujer, con su mejor sonrisa:
―Tómese
la leche antes de que se enfríe. Le sentará bien.
Emma
cogió el vaso de leche y le dio un largo sorbo.
―Gracias,
es usted muy amable.
―Ahora
le traigo el calmante a su marido. Tengo que consultarlo con el
doctor.
Volvió
a salir de la habitación. Emma se terminó el vaso de leche y las
galletas con ganas. Se notaba que no había comido en todo el día.
Luego se arrellanó en el sillón lo mejor que pudo. En apenas unos
minutos se quedó profundamente dormida, no solo por el cansancio y
el ajetreo del día, sino también, y sobre todo, por los efectos de
los comprimidos que el enfermero había vertido en el vaso. Cuando
este regresó, dormía a pierna suelta. Su marido se quejaba y
reclamaba su atención, pero ella estaba ya en un plácido limbo.
Aunque era evidente, el sanitario se acercó a la mujer para
comprobar que estaba grogui. Acto seguido se dirigió a Samuel, que
lo miraba solicitando ayuda con los ojos. Se inclinó sobre él y le
habló en voz baja, casi al oído:
―Han
pasado veinte años, pero aún puedo reconocer tu inolvidable cara de
hijo de puta... ¿Sabes quién soy?
Samuel,
aturdido, lo miró interrogante, sin entender la situación.
―Soy
Nicolás Márquez, el "Llorica" ¿te acuerdas?... Aquel
pobre chaval al que te dedicaste a amargarle la existencia en el
instituto.
Al oír el nombre, Samuel se sorprendió. Lo observó como queriendo
reconocer la cara de torta del "Llorica" tras el duro
rostro, poblado por una espesa barba negra, de aquel extraño
personaje que lo miraba con un odio profundo y antiguo.
―Ahora
yo estoy aquí y tu ahí, jodido e indefenso. Estás en mis manos y
te juro que no voy a tener compasión. No es venganza ―añadió
queriéndose convencer a sí mismo―,
es justicia. Tienes que pagar por todo el daño que me hiciste.
Samuel,
haciendo un soberano esfuerzo, logró balbucear:
―Es
verdad que hace mucho tiempo te maltraté, y me arrepiento. Pero yo
ya no soy aquel insensato. Todos cambiamos con los años.
―Tú
ya no tienes nada que alegar en tu defensa. Ya fuiste juzgado y
condenado hace mucho. Ahora estás a mi merced y no puedes hacer nada
para librarte del castigo que te mereces.
Samuel
pareció reaccionar de pronto. Esbozó una inesperada sonrisa, como
si de golpe volviera a ser el bravucón jovenzuelo que atormentaba al
"Llorica" con sus humillantes bromas y sus malos tratos.
―Puedo
hacer una cosa ―dijo.
El
enfermero lo miró sorprendido:
―¿Cuál?
―preguntó.
―Despertarme.
Emma
estaba en la cocina, preparando el café, cuando entró Samuel recién
duchado y ya vestido, dispuesto para marcharse al trabajo. Besó a su
mujer y se sirvió un zumo de naranja.
―¿Estás
bien? ―preguntó
ella.
―Sí,
¿por qué?
―Te
has pasado la noche agitándote en la cama y quejándote como si
tuvieras una horrible pesadilla... ¿Se puede saber qué has soñado?
Hizo
un esfuerzo, pero no conseguía recordar.
―No
lo sé... Tenía algo que ver con un hospital, pero no me acuerdo, no
consigo ponerlo en pie.
―Pues
debió ser terrible ―dijo
Emma―
porque lo has pasado fatal.
Samuel
terminó de desayunar, se despidió de su mujer con otro cariñoso
beso, cogió su maletín y bajó en el ascensor, como todos los días,
hasta el parking situado en el sótano del edificio. Eran alrededor
de las siete y media de la mañana. Una vez allí, se encaminó al
lugar donde tenía su plaza de aparcamiento. Intentó abrir su coche,
un modelo de gama media, con la llave automática, pero no
funcionaba. Hizo varios intentos hasta que finalmente, contrariado,
lo abrió introduciendo la llave en la cerradura. Se subió, se
ajustó el cinturón de seguridad, reguló los retrovisores, puso el
motor en marcha y, dando un fuerte acelerón, enfiló la empinada
rampa que conducía a la salida.
Javier
Salvago. "No sueñes conmigo". 2017, Ediciones de La Isla
de Siltolá.
1 comentario:
Me pregunto si el Destino, en la vida real, viene a cerrar el círculo de modo fatal, creo que no, pero al menos la literatura lo logra para que las víctimas podamos vengarnos de nuestros agresores. Ésa es la ventaja del escritor que llega donde no llega ni la ley ni la justicia. Se trata de un poder indiscutible que compensa en cierto modo...
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