El
tatuaje
Pocas
cosas son más hermosas que las virutas de madera que quedan tras
afilar un lápiz con un sacapuntas, ni siquiera esa lluvia que cae
sobre los castaños y aconseja que nos quedemos esta tarde en casa,
cerca de la chimenea. Tú lees un libro de Li Qingzhao, tus hijas
dibujan sobre la mesa y yo observo. Ése es mi trabajo, en realidad
no soy escritor, sino observador. Tal vez hace años lo fui, entonces
inventaba mundos a mi medida, tenía mucho miedo a dejar de escribir,
a no tener nada más que decir, pero ya no me ocurre eso, al
contrario, ahora es algo que no me preocupa en absoluto, y sin ese
miedo todo es distinto, el miedo es lo contrario al amor, no sé si
tú tendrás algo que ver en todo esto, creo que sí. Me he dado
cuenta de que este mundo ya es suficientemente raro como para que sea
necesario que yo me invente otro, tengo material de sobra a mi
alrededor. Por ejemplo, me he fijado en las virutas de madera que las
niñas han dejado sobre el hule después de sacarle punta a los
lápices de color, hacen ondas como el traje de volantes de una
folclórica, y me asalta un pregunta ¿me parece que es algo hermoso
porque me recuerda a mi propia infancia y ése es el único paraíso
que todos hemos perdido o, por el contrario, me atraen simplemente
porque simbolizan lo que se regenera, la lucha y la victoria contra
lo que se va gastando, la punta afilada de nuevo y dispuesta a
colorear? No lo sé, de verdad.
Hace
muchos años le clavé a mi compañero de pupitre mi lápiz recién
afilado, tendríamos unos ocho o nueve años. Te voy a poner una
vacuna ―le
dije―
y se lo hinqué en el hombro. No quería hacerle tanto daño, pero se
movió y la punta se clavó profunda. Se partió dentro de su piel y
ahí se quedó. Me castigaron aquel día, yo no salí al recreo y la
punta de mi lapicero no salió de su cuerpo, la herida cicatrizó
cubriéndola de piel nueva y su organismo, que no supo o no pudo
expulsarla, la encapsuló aislándola en una zona tan cercana a la
superficie de su piel que era fácil detectarla palpando con
suavidad. Mi amigo fue durante años una pequeña atracción en el
colegio, todo el mundo conocía la historia de la punta de mi lápiz
que vivía dentro él, había que ser muy valiente para tocarla y no
poner cara de asco. Llegué a estar muy orgulloso de aquella
fechoría, él nunca me guardó rencor, era mi amigo, los amigos de
verdad hacen cosas así, se hacen zancadillas o se clavan un lápiz
en el hombro. Durante años, cada vez que el destino nos volvía a
unir ―para
entonces ya vivíamos en ciudades distintas―,
después de un saludo lo primero que hacíamos era hablar de aquel
cuerpo extraño que seguía dentro de él.
―Sigue
aquí, Juan, toca, ¿puedes notarla? Ahora es más pequeña, creo que
va desapareciendo. Me vacunaste con un lápiz, por eso tú escribes
libros y yo no. Me dejaste inmunizado
Hace
mucho tiempo que no he sabido nada de él, no sé si la punta habrá
desparecido por completo, tal vez haya sido absorbida por su cuerpo y
de ella solo quede una pequeña mancha oscura de grafito sobre la
piel de su brazo, como un tatuaje indeleble.
Juan
Pardo Vidal. "La tumba del nadador". 2016, Cuadernos
metáfora.
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