CUESTIÓN
DE SIMETRÍA
El
circo de mi ciudad ha contratado los servicios de las hermanas Rivas,
Sara y Susana, siamesas de profesión. El atractivo de estas hermanas
siamesas, más allá de su peculiaridad física, es eminentemente
espiritual. El público que acude a verlas les formula preguntas
brutales, incandescentes de zafiedad, que ellas responden con un
sesgo de ironía, para chasco de los más atrevidos. Sara y Susana
Rivas, híbridos de mujer y espejo, hermanas que duermen por
necesidad bajo un mismo techo, arrastran una fama de incestos y
lesbianismo que no se corresponde con la verdad. Susana y Sara
Rivas, huérfanas de padre y de madre (la madre murió en el parto
por dilatación excesiva de la matriz; el padre, de patatús
instantáneo al ver en la incubadora a sus hijas), se mueven por la
arena del circo con cierta pesarosa lentitud, con cierta sincronía
triste que delata esa falta de amor con que se han criado. Sara y
Susana Rivas constituyen la atracción central del circo de mi
ciudad, aunque a juzgar por la escasa soltura con que deambulan por
la pista, no deben estar muy acostumbradas al protagonismo. Susana y
Sara Rivas son monstruosas, lo admito, pero de una monstruosidad
inofensiva, amable, como de animal doméstico. La configuración
anómala de alguno de sus órganos acentúa esta impresión: cada
hermana cuenta con un solo brazo y una sola pierna; los hombros los
tienen ensamblados, otorgando a su espalda una anchura de levantador
de pesas; los senos, para redondear la faena, parecen más de dos, a
juzgar por lo que se insinúa bajo la ropa. Sara y Susana Rivas dan la
espalda al público y exponen a la luz de los reflectores su línea
de ensamblaje, y yo, al ver la carne vertebrada de costillas, noto un
escalofrío que me sube desde las plantas de los pies y se me coagula
en el bajo vientre, como sombra de una erección. Susana y Sara Rivas
son, además de siamesas, gemelas, y más bien feúchas, y caminan
con una simetría monótona y como duplicada que me hace preguntar:
¿cuántos coños cobijarán entre las piernas? Hay opiniones para
todos los gustos: desde quienes aportan cálculos de volúmenes
anatómicos para demostrar que el abdomen de las hermanas no puede
albergar dos úteros (ni siquiera un útero bifurcado) hasta quienes
alegan que un solo coño convertiría a una de las hermanas Rivas,
Sara o Susana, en un lastre erótico (¡Y qué terrible sería la
mirada de esa hermana sobrante que asiste de carabina o voyeur
a las peripecias carnales dela otra!). Por preferencia estética, y
porque me conviene, me adhiero a los partidarios del doble coño. Me
he enamorado de las hermanas Rivas, soy partidario del determinismo, y
creo que al fin he encontrado al ser que me completa. Lo creo con
inquebrantable convicción, y ya sueño con el día que pueda
penetrar en ese doble coño, desembarazándolo de hímenes o
incestos. Permitan que les confíe mi secreto, pero por favor, no me
compadezcan por algo de lo cual, en el fondo, me siento legítimamente
orgulloso. ¿Saben? Estoy dotado de un miembro bífido.
EL
COÑO DE LOS ÁNGELES
Aunque
las discusiones teológicas terminaran en agua de borrajas; aunque los
pintores de antaño se obstinasen en atribuir rasgos masculinos a los
ángeles y arcángeles y querubines; aunque Dante, en su periplo de
ultratumba, no se atreviese, por escrúpulo religioso o cobardía
estética, a revelar el verdadero sexo de los ángeles, yo ahora me
dispongo a quebrar esa conspiración de silencio: ¡Los ángeles
tienen coño! ¡Los ángeles, por debajo del uniforme de ángeles,
ostentan un señor coño! De nada les servirá que, al oír mi voz,
levanten todos el vuelo hacia las regiones más apartadas del cielo.
¡Los ángeles tienen coño!, repetiré a grito pelado, para hacerme
escuchar entre el aleteo profuso de su desbandada. ¡Los ángeles
tienen coño!, pregonaré a los nueve vientos (¿son nueve?), como
salutación o exorcismo, aun a riesgo de incurrir en la ira divina.
Lo
supe desde pequeño, cuando los domingos, en misa de once, oficiaba
de monaguillo. En el retablo de la parroquia (un retablo jadeante de
carcomas, de un barroco desvencijado que por momentos degeneraba en
rococó), flanqueando a un Cristo de Berruguete, anidaban unos
ángeles, simétricos entre sí, a quienes el polvo y las telarañas
añadían un prestigio escultórico. Como resultase que el imaginero
que los talló los había dejado en cueros, el cura párroco de mi
parroquia, temeroso de que esa desnudez soliviantase a las beatas,
decidió taparles las vergüenzas con unas dalmáticas que les
quedaban muy coqueta, a juego con las alitas y los mofletes (los
ángeles son mofletudos, en esto la iconografía es unánime). Pues
bien, cuando el cura párroco se metía en la sacristía, yo, más
por pillería que por un afán sacrílego, me bebía el vino de las
vinajeras (vino de consagrar, dulcísimo y de un color como de
lágrima, que me incendiaba la garganta y me revestía de valor) y le
levantaba la dalmática a los ángeles del retablo, por cerciorarme
de su sexo. Los ángeles, tal como yo suponía, tenían un coño
inequívoco (quiero decir, sin apéndices ni excrecencias), aunque
lampiño eso sí, como corresponde a criaturas que aún no han olido
las flores del mal. El coño de los ángeles, mucho menos obsceno de
lo que pudiera presumirse, no movía a la lujuria, ni siquiera
despertaba pensamientos impuros, porque adolecía de atrofia y hasta
de cierta puerilidad que rebajaba su componente erótico. Yo, por lo
menos, así lo entendí, y jamás hice bromas blasfemas (y eso que
oportunidades no me faltaron) a propósito de su sexo. Lo que no pude
evitar es que los ángeles del retablo se me aparecieran en sueños,
con la dalmática recogida y en cuclillas, haciendo pipí sobre la
madera de su hornacina. Pero esta visión, según el cura párroco,
no constituye pecado, porque los sueños quedan fuera de la
jurisdicción divina.
Juan
Manuel de Prada. "Coños". 1997, Valdemar.
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