Frente al silencio.

Frente al silencio.

jueves, 14 de septiembre de 2017

Juan Manuel de Prada (III)




CUESTIÓN DE SIMETRÍA


      
      El circo de mi ciudad ha contratado los servicios de las hermanas Rivas, Sara y Susana, siamesas de profesión. El atractivo de estas hermanas siamesas, más allá de su peculiaridad física, es eminentemente espiritual. El público que acude a verlas les formula preguntas brutales, incandescentes de zafiedad, que ellas responden con un sesgo de ironía, para chasco de los más atrevidos. Sara y Susana Rivas, híbridos de mujer y espejo, hermanas que duermen por necesidad bajo un mismo techo, arrastran una fama de incestos y lesbianismo que no se corresponde con la verdad. Susana y Sara Rivas, huérfanas de padre y de madre (la madre murió en el parto por dilatación excesiva de la matriz; el padre, de patatús instantáneo al ver en la incubadora a sus hijas), se mueven por la arena del circo con cierta pesarosa lentitud, con cierta sincronía triste que delata esa falta de amor con que se han criado. Sara y Susana Rivas constituyen la atracción central del circo de mi ciudad, aunque a juzgar por la escasa soltura con que deambulan por la pista, no deben estar muy acostumbradas al protagonismo. Susana y Sara Rivas son monstruosas, lo admito, pero de una monstruosidad inofensiva, amable, como de animal doméstico. La configuración anómala de alguno de sus órganos acentúa esta impresión: cada hermana cuenta con un solo brazo y una sola pierna; los hombros los tienen ensamblados, otorgando a su espalda una anchura de levantador de pesas; los senos, para redondear la faena, parecen más de dos, a juzgar por lo que se insinúa bajo la ropa. Sara y Susana Rivas dan la espalda al público y exponen a la luz de los reflectores su línea de ensamblaje, y yo, al ver la carne vertebrada de costillas, noto un escalofrío que me sube desde las plantas de los pies y se me coagula en el bajo vientre, como sombra de una erección. Susana y Sara Rivas son, además de siamesas, gemelas, y más bien feúchas, y caminan con una simetría monótona y como duplicada que me hace preguntar: ¿cuántos coños cobijarán entre las piernas? Hay opiniones para todos los gustos: desde quienes aportan cálculos de volúmenes anatómicos para demostrar que el abdomen de las hermanas no puede albergar dos úteros (ni siquiera un útero bifurcado) hasta quienes alegan que un solo coño convertiría a una de las hermanas Rivas, Sara o Susana, en un lastre erótico (¡Y qué terrible sería la mirada de esa hermana sobrante que asiste de carabina o voyeur a las peripecias carnales dela otra!). Por preferencia estética, y porque me conviene, me adhiero a los partidarios del doble coño. Me he enamorado de las hermanas Rivas, soy partidario del determinismo, y creo que al fin he encontrado al ser que me completa. Lo creo con inquebrantable convicción, y ya sueño con el día que pueda penetrar en ese doble coño, desembarazándolo de hímenes o incestos. Permitan que les confíe mi secreto, pero por favor, no me compadezcan por algo de lo cual, en el fondo, me siento legítimamente orgulloso. ¿Saben? Estoy dotado de un miembro bífido.








EL COÑO DE LOS ÁNGELES


    
      Aunque las discusiones teológicas terminaran en agua de borrajas; aunque los pintores de antaño se obstinasen en atribuir rasgos masculinos a los ángeles y arcángeles y querubines; aunque Dante, en su periplo de ultratumba, no se atreviese, por escrúpulo religioso o cobardía estética, a revelar el verdadero sexo de los ángeles, yo ahora me dispongo a quebrar esa conspiración de silencio: ¡Los ángeles tienen coño! ¡Los ángeles, por debajo del uniforme de ángeles, ostentan un señor coño! De nada les servirá que, al oír mi voz, levanten todos el vuelo hacia las regiones más apartadas del cielo. ¡Los ángeles tienen coño!, repetiré a grito pelado, para hacerme escuchar entre el aleteo profuso de su desbandada. ¡Los ángeles tienen coño!, pregonaré a los nueve vientos (¿son nueve?), como salutación o exorcismo, aun a riesgo de incurrir en la ira divina.
Lo supe desde pequeño, cuando los domingos, en misa de once, oficiaba de monaguillo. En el retablo de la parroquia (un retablo jadeante de carcomas, de un barroco desvencijado que por momentos degeneraba en rococó), flanqueando a un Cristo de Berruguete, anidaban unos ángeles, simétricos entre sí, a quienes el polvo y las telarañas añadían un prestigio escultórico. Como resultase que el imaginero que los talló los había dejado en cueros, el cura párroco de mi parroquia, temeroso de que esa desnudez soliviantase a las beatas, decidió taparles las vergüenzas con unas dalmáticas que les quedaban muy coqueta, a juego con las alitas y los mofletes (los ángeles son mofletudos, en esto la iconografía es unánime). Pues bien, cuando el cura párroco se metía en la sacristía, yo, más por pillería que por un afán sacrílego, me bebía el vino de las vinajeras (vino de consagrar, dulcísimo y de un color como de lágrima, que me incendiaba la garganta y me revestía de valor) y le levantaba la dalmática a los ángeles del retablo, por cerciorarme de su sexo. Los ángeles, tal como yo suponía, tenían un coño inequívoco (quiero decir, sin apéndices ni excrecencias), aunque lampiño eso sí, como corresponde a criaturas que aún no han olido las flores del mal. El coño de los ángeles, mucho menos obsceno de lo que pudiera presumirse, no movía a la lujuria, ni siquiera despertaba pensamientos impuros, porque adolecía de atrofia y hasta de cierta puerilidad que rebajaba su componente erótico. Yo, por lo menos, así lo entendí, y jamás hice bromas blasfemas (y eso que oportunidades no me faltaron) a propósito de su sexo. Lo que no pude evitar es que los ángeles del retablo se me aparecieran en sueños, con la dalmática recogida y en cuclillas, haciendo pipí sobre la madera de su hornacina. Pero esta visión, según el cura párroco, no constituye pecado, porque los sueños quedan fuera de la jurisdicción divina.





Juan Manuel de Prada. "Coños". 1997, Valdemar.



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