El
problema de una lectura de poesía —cuando se llega a las once de
la mañana y la lectura es a las ocho de la tarde— es que a veces
reduce a un hombre a tal estado que quienes le hacen subir al
escenario para mirarle, burlarse de él y machacarle, no esperan de
él iluminación alguna sino pura diversión.
Me recibió en el aeropuerto el profesor Kragmatz. Conocí a sus dos perros en el coche y conocí a Pulholtz (que llevaba años leyendo mi obra) y a dos jóvenes estudiantes (uno, especialista en karate, y el otro con una pierna rota) en casa de Howard. (Howard era el profesor que me había propuesto la lectura.)
Y allí estaba yo, melancólico y digno, bebiendo cerveza; y, luego, casi todos menos Howard tenían que ir a clase. Puertas que se cierran y ladridos de perros que se van, y las nubes se oscurecieron y Howard y yo y su mujer y un joven estudiante nos quedamos allí sentados. Jacqueline, la esposa de Howard, jugaba al ajedrez con el estudiante.
—Conseguí un nuevo suministro —dijo Howard.
Abrió la mano y me enseñó un puñado de pastillas.
—No. Tengo el estómago jodido —dije—. No está en forma últimamente.
Me recibió en el aeropuerto el profesor Kragmatz. Conocí a sus dos perros en el coche y conocí a Pulholtz (que llevaba años leyendo mi obra) y a dos jóvenes estudiantes (uno, especialista en karate, y el otro con una pierna rota) en casa de Howard. (Howard era el profesor que me había propuesto la lectura.)
Y allí estaba yo, melancólico y digno, bebiendo cerveza; y, luego, casi todos menos Howard tenían que ir a clase. Puertas que se cierran y ladridos de perros que se van, y las nubes se oscurecieron y Howard y yo y su mujer y un joven estudiante nos quedamos allí sentados. Jacqueline, la esposa de Howard, jugaba al ajedrez con el estudiante.
—Conseguí un nuevo suministro —dijo Howard.
Abrió la mano y me enseñó un puñado de pastillas.
—No. Tengo el estómago jodido —dije—. No está en forma últimamente.
A las ocho, llegué allí. «Está
borracho, está borracho», decían voces entre el público. Yo
llevaba mi vodka con zumo de naranja. Empecé brindando a su
salud para estimular su aversión. Leí durante una hora.
Aplaudieron bastante. Un joven se acercó, tembloroso.
—Señor Chinaski, tengo que decirle una cosa: ¡Es usted un hombre maravilloso!
Le di la mano.
—Está bien, chaval, tú sigue comprando mis libros.
Unos cuantos querían libros míos y les dediqué algunos garabatos. Se acabó. Ya había apurado mi puteo lírico.
La fiesta post-lectura fue la misma de siempre, con profesores y estudiantes, aburridos e insulsos. El profesor Kragmatz me cazó en un rincón y empezó a hacerme preguntas, mientras lasgrou p ie s culebreaban por los alrededores. No, le dije, no, bueno sí, partes de T. S. Eliot eran buenas. Fuimos demasiado duros con Eliot. Pound, sí, bueno, descubrimos que Pound no era exactamente lo que pensábamos. No, no creo que haya ningún poeta norteamericano contemporáneo sobresaliente, lo siento. ¿Poesía concreta? Bueno, sí, la poesía concreta es exactamente igual que cualquier otra basura concreta. ¿Y Céline? Un viejo chiflado de marchitos testículos. Sólo un libro bueno, el primero. ¿Qué? Sí, por supuesto, uno. Es suficiente. Quiero decir, tú no has escrito ni siquiera uno, ¿verdad? ¿Por qué prefiero a Creeley? Ya no lo hago. Pero Creeley ha logrado elaborar una obra, lo que la mayoría de quienes le critican no conseguirán en la vida. Bebo, sí, bebo, ¿acaso no bebe todo el mundo? ¿Cómo demonios iba a poder aguantar si no? ¿Mujeres? Oh, sí, mujeres. Oh, sí, por supuesto. No voy a escribir sobre bocas de incendios y tinteros vacíos. Sí, ya sé lo de la carretilla roja bajo la lluvia. Mira, Kragmatz, no quiero que me acapares del todo. Déjame mover un poco el culo...
Me quedé y dormí en la parte de abajo de unas literas, debajo del chaval que era especialista en karate. Le desperté hacia las seis de la mañana al rascarme las almorranas. El pestazo despertó a la perra que había dormido conmigo toda la noche y que empezó a olisquear. Le di la espalda y seguí durmiendo.
Cuando desperté, todos se habían ido menos Howard. Me levanté, me bañé, me vestí y fui a verle. Se
encontraba muy mal.
—Dios santo, menuda resistencia tienes —dijo—. Tienes el cuerpo de un chaval de veinte años. —Mira, anoche no tomé anfetas ni pastillas de ningún tipo, ni le di a nada fuerte..., sólo cerveza y yerba. Esa es la razón —le expliqué.
Le sugerí unos huevos pasados por agua. Los preparó. Empezó a oscurecer. Parecía media noche. Telefoneó Jacqueline y dijo que se acercaba un tornado por el norte. Empezó a granizar. Comimos los huevos.
Luego, llegó el poeta de la siguiente lectura con su novia y con Kragmatz. Howard salió corriendo al patio y vomitó los huevos. El nuevo poeta, Blanding Edwards, empezó a enrollarse. Era un chico cargado de buenas intenciones. Habló de Ginsberg, de Corso, de Kerouac. Luego, él y su chica, Betty (que también escribía poesía), empezaron a hablar entre sí a toda velocidad en francés.
Oscureció aún más, cayeron rayos, más granizo, y el viento era espantoso. Sacaron cerveza. Kragmatz recordó a Edwards que tuviera cuidado, que tenía que leer aquella misma noche. Howard se montó en la bici y se fue pedaleando en plena tormenta a dar su clase de inglés de primer curso en la universidad. Llegó Jacqueline.
—¿Dónde está Howard?
—Cogió su dos ruedas y se lanzó al tornado —dije.
—¿Se encontraba bien?
—Cuando se fue parecía un chaval de diecisiete años. Tomó un par de aspirinas.
Pasé el resto de la tarde esperando e intentando evitar una conversación literaria. Me llevaron al aeropuerto. Con mi cheque de quinientos dólares y mi cartapacio de poemas. Les dije que no se bajaran del coche y que algún día les mandaría a todos una postal.
Entré en la sala de espera y oí a un tipo que le decía a otro: «¡Fíjate en ese tío!» Todos los nativos llevaban el mismo corte de pelo, los mismos zapatos de tacón con hebillas, los mismos gabanes ligeros, los mismos trajes rectos, con botones metálicos, camisas a rayas, y corbatas cuya gama variaba del oro al verde. Hasta sus rostros eran idénticos: narices y orejas y bocas y expresiones iguales. Lagos poco profundos bajo una ligera capa de hielo. Nuestro avión llegaba con retraso. Me quedé junto a una máquina de café, tomé dos solos y unas galletas. Luego, salí y me planté bajo la lluvia.
Salimos al cabo de hora y media. El avión se balanceaba y cabeceaba. No tenían el New Yorker. Pedí un trago a la azafata. Dijo que no había hielo. El piloto nos explicó qué aterrizaríamos con retraso en Chicago. No conseguía que le diesen pista. Era un hombre veraz. Llegamos a Chicago, y allí estaba el aeropuerto y nosotros dando vueltas y vueltas y más vueltas. Yo dije: «Bueno, supongo que no hay nada que hacer.» Pedí un tercer trago. Los demás fueron uniéndose a la juerga. Sobre todo, después de que se apagaron dos motores a la vez. Volvieron a ponerse en marcha en seguida y alguien se echó a reír. Bebimos y bebimos y bebimos. Cuando ya todos estábamos fuera de control, nos comunicaron que íbamos a aterrizar.
Se rompió el hielo. La gente empezó a hacerse preguntas obvias y a dar respuestas obvias. Vi que mi vuelo no tenía hora de salida marcada. Eran las ocho y media. Llamé por teléfono a Ann. Me dijo que había estado llamando al aeropuerto internacional de Los Angeles para preguntar la hora de llegada. Me preguntó cómo había ido la lectura. Le dije que era muy difícil engañar a un público de líricos universitarios. Sólo había podido engañar a la mitad. «Magnífico», dijo ella. «Nunca confíes en un hombre que lleve mono de paracaídas», le dije. Después, me tiré quince minutos mirándole las piernas a una japonesa. Luego, busqué un bar. Había allí un negro vestido con un traje de cuero rojo con cuello de piel. Estaban atosigándole. Se reían de él como si fuera un gusano que se arrastrara por el bar. Lo hacían muy bien. Tenían siglos de práctica. El negro procuraba mostrarse indiferente, pero tenía la espalda rígida.
Cuando volví a comprobar los vuelos en el tablero, un tercio de los que esperaban en el aeropuerto ya estaban borrachos. Los peinados femeninos empezaban a desmoronarse. Un hombre caminaba de espaldas, muy borracho, intentando caer sobre la nuca y fracturarse el cráneo. Todos encendimos cigarrillos y esperamos, observando, con la esperanza de que se diese un buen golpe en la cabeza. Me pregunté cuál de nosotros conseguiría quitarle la cartera. Le vi caer; la horda se lanzó a desnudarle. Yo estaba demasiado lejos para poder sacar nada en limpio. Volví al bar. El negro se había lanzado. Dos tipos discutían, a mi izquierda. Uno de ellos se volvió a mí.
—¿Usted qué opina de la guerra? preguntó.
—La guerra no tiene nada de malo —dije.
—¿Ah, sí? ¿Sí?
—Sí, cuando te metes en un taxi, eso es guerra. Cuando compras una barra de pan, eso es guerra. Cuando le pagas a una puta, eso es guerra. Yo, a veces, necesito pan, puta y taxi.
—¿Habéis oído, chavales? —dijo el hombre—. Aquí hay un tío al que le gusta la guerra.
Se acercó un tipo que estaba al final de la barra. Vestía como todos los demás.
—¿Le gusta la guerra?
—No tiene nada de malo; es la prolongación natural de nuestra sociedad.
—¿Cuántos años ha llevado uniforme?
—Ninguno.
—¿De dónde es?
—De Los Angeles.
—Bueno, pues yo perdí a mi mejor amigo. Una mina. ¡BANG! Y se acabó.
—Pero, gracias a Dios, fue él; podría haber sido usted.
—A mí no me hace gracia.
—He estado bebiendo. ¿Tiene fuego?
Puso el encendedor al extremo de mí cigarrillo, con evidente desgana. Luego, volvió a su sitio al otro extremo de la barra.
Salimos, en el de las 7,15, a las 11,15. Nos elevamos por los aires. El puteo lírico estaba concluyendo. Iría a Santa Anita el viernes y devolvería cien dólares. Volvería a la novela. La Filarmónica de Nueva York tocaría el domingo. Quizás habría aún localidades. Pedí otro trago.
Aplaudieron bastante. Un joven se acercó, tembloroso.
—Señor Chinaski, tengo que decirle una cosa: ¡Es usted un hombre maravilloso!
Le di la mano.
—Está bien, chaval, tú sigue comprando mis libros.
Unos cuantos querían libros míos y les dediqué algunos garabatos. Se acabó. Ya había apurado mi puteo lírico.
La fiesta post-lectura fue la misma de siempre, con profesores y estudiantes, aburridos e insulsos. El profesor Kragmatz me cazó en un rincón y empezó a hacerme preguntas, mientras lasgrou p ie s culebreaban por los alrededores. No, le dije, no, bueno sí, partes de T. S. Eliot eran buenas. Fuimos demasiado duros con Eliot. Pound, sí, bueno, descubrimos que Pound no era exactamente lo que pensábamos. No, no creo que haya ningún poeta norteamericano contemporáneo sobresaliente, lo siento. ¿Poesía concreta? Bueno, sí, la poesía concreta es exactamente igual que cualquier otra basura concreta. ¿Y Céline? Un viejo chiflado de marchitos testículos. Sólo un libro bueno, el primero. ¿Qué? Sí, por supuesto, uno. Es suficiente. Quiero decir, tú no has escrito ni siquiera uno, ¿verdad? ¿Por qué prefiero a Creeley? Ya no lo hago. Pero Creeley ha logrado elaborar una obra, lo que la mayoría de quienes le critican no conseguirán en la vida. Bebo, sí, bebo, ¿acaso no bebe todo el mundo? ¿Cómo demonios iba a poder aguantar si no? ¿Mujeres? Oh, sí, mujeres. Oh, sí, por supuesto. No voy a escribir sobre bocas de incendios y tinteros vacíos. Sí, ya sé lo de la carretilla roja bajo la lluvia. Mira, Kragmatz, no quiero que me acapares del todo. Déjame mover un poco el culo...
Me quedé y dormí en la parte de abajo de unas literas, debajo del chaval que era especialista en karate. Le desperté hacia las seis de la mañana al rascarme las almorranas. El pestazo despertó a la perra que había dormido conmigo toda la noche y que empezó a olisquear. Le di la espalda y seguí durmiendo.
Cuando desperté, todos se habían ido menos Howard. Me levanté, me bañé, me vestí y fui a verle. Se
encontraba muy mal.
—Dios santo, menuda resistencia tienes —dijo—. Tienes el cuerpo de un chaval de veinte años. —Mira, anoche no tomé anfetas ni pastillas de ningún tipo, ni le di a nada fuerte..., sólo cerveza y yerba. Esa es la razón —le expliqué.
Le sugerí unos huevos pasados por agua. Los preparó. Empezó a oscurecer. Parecía media noche. Telefoneó Jacqueline y dijo que se acercaba un tornado por el norte. Empezó a granizar. Comimos los huevos.
Luego, llegó el poeta de la siguiente lectura con su novia y con Kragmatz. Howard salió corriendo al patio y vomitó los huevos. El nuevo poeta, Blanding Edwards, empezó a enrollarse. Era un chico cargado de buenas intenciones. Habló de Ginsberg, de Corso, de Kerouac. Luego, él y su chica, Betty (que también escribía poesía), empezaron a hablar entre sí a toda velocidad en francés.
Oscureció aún más, cayeron rayos, más granizo, y el viento era espantoso. Sacaron cerveza. Kragmatz recordó a Edwards que tuviera cuidado, que tenía que leer aquella misma noche. Howard se montó en la bici y se fue pedaleando en plena tormenta a dar su clase de inglés de primer curso en la universidad. Llegó Jacqueline.
—¿Dónde está Howard?
—Cogió su dos ruedas y se lanzó al tornado —dije.
—¿Se encontraba bien?
—Cuando se fue parecía un chaval de diecisiete años. Tomó un par de aspirinas.
Pasé el resto de la tarde esperando e intentando evitar una conversación literaria. Me llevaron al aeropuerto. Con mi cheque de quinientos dólares y mi cartapacio de poemas. Les dije que no se bajaran del coche y que algún día les mandaría a todos una postal.
Entré en la sala de espera y oí a un tipo que le decía a otro: «¡Fíjate en ese tío!» Todos los nativos llevaban el mismo corte de pelo, los mismos zapatos de tacón con hebillas, los mismos gabanes ligeros, los mismos trajes rectos, con botones metálicos, camisas a rayas, y corbatas cuya gama variaba del oro al verde. Hasta sus rostros eran idénticos: narices y orejas y bocas y expresiones iguales. Lagos poco profundos bajo una ligera capa de hielo. Nuestro avión llegaba con retraso. Me quedé junto a una máquina de café, tomé dos solos y unas galletas. Luego, salí y me planté bajo la lluvia.
Salimos al cabo de hora y media. El avión se balanceaba y cabeceaba. No tenían el New Yorker. Pedí un trago a la azafata. Dijo que no había hielo. El piloto nos explicó qué aterrizaríamos con retraso en Chicago. No conseguía que le diesen pista. Era un hombre veraz. Llegamos a Chicago, y allí estaba el aeropuerto y nosotros dando vueltas y vueltas y más vueltas. Yo dije: «Bueno, supongo que no hay nada que hacer.» Pedí un tercer trago. Los demás fueron uniéndose a la juerga. Sobre todo, después de que se apagaron dos motores a la vez. Volvieron a ponerse en marcha en seguida y alguien se echó a reír. Bebimos y bebimos y bebimos. Cuando ya todos estábamos fuera de control, nos comunicaron que íbamos a aterrizar.
Se rompió el hielo. La gente empezó a hacerse preguntas obvias y a dar respuestas obvias. Vi que mi vuelo no tenía hora de salida marcada. Eran las ocho y media. Llamé por teléfono a Ann. Me dijo que había estado llamando al aeropuerto internacional de Los Angeles para preguntar la hora de llegada. Me preguntó cómo había ido la lectura. Le dije que era muy difícil engañar a un público de líricos universitarios. Sólo había podido engañar a la mitad. «Magnífico», dijo ella. «Nunca confíes en un hombre que lleve mono de paracaídas», le dije. Después, me tiré quince minutos mirándole las piernas a una japonesa. Luego, busqué un bar. Había allí un negro vestido con un traje de cuero rojo con cuello de piel. Estaban atosigándole. Se reían de él como si fuera un gusano que se arrastrara por el bar. Lo hacían muy bien. Tenían siglos de práctica. El negro procuraba mostrarse indiferente, pero tenía la espalda rígida.
Cuando volví a comprobar los vuelos en el tablero, un tercio de los que esperaban en el aeropuerto ya estaban borrachos. Los peinados femeninos empezaban a desmoronarse. Un hombre caminaba de espaldas, muy borracho, intentando caer sobre la nuca y fracturarse el cráneo. Todos encendimos cigarrillos y esperamos, observando, con la esperanza de que se diese un buen golpe en la cabeza. Me pregunté cuál de nosotros conseguiría quitarle la cartera. Le vi caer; la horda se lanzó a desnudarle. Yo estaba demasiado lejos para poder sacar nada en limpio. Volví al bar. El negro se había lanzado. Dos tipos discutían, a mi izquierda. Uno de ellos se volvió a mí.
—¿Usted qué opina de la guerra? preguntó.
—La guerra no tiene nada de malo —dije.
—¿Ah, sí? ¿Sí?
—Sí, cuando te metes en un taxi, eso es guerra. Cuando compras una barra de pan, eso es guerra. Cuando le pagas a una puta, eso es guerra. Yo, a veces, necesito pan, puta y taxi.
—¿Habéis oído, chavales? —dijo el hombre—. Aquí hay un tío al que le gusta la guerra.
Se acercó un tipo que estaba al final de la barra. Vestía como todos los demás.
—¿Le gusta la guerra?
—No tiene nada de malo; es la prolongación natural de nuestra sociedad.
—¿Cuántos años ha llevado uniforme?
—Ninguno.
—¿De dónde es?
—De Los Angeles.
—Bueno, pues yo perdí a mi mejor amigo. Una mina. ¡BANG! Y se acabó.
—Pero, gracias a Dios, fue él; podría haber sido usted.
—A mí no me hace gracia.
—He estado bebiendo. ¿Tiene fuego?
Puso el encendedor al extremo de mí cigarrillo, con evidente desgana. Luego, volvió a su sitio al otro extremo de la barra.
Salimos, en el de las 7,15, a las 11,15. Nos elevamos por los aires. El puteo lírico estaba concluyendo. Iría a Santa Anita el viernes y devolvería cien dólares. Volvería a la novela. La Filarmónica de Nueva York tocaría el domingo. Quizás habría aún localidades. Pedí otro trago.
Se apagaron las luces. Nadie podía dormir, pero todos fingían
hacerlo. A mí me daba igual. Tenía un asiento de ventanilla y
contemplaba el ala y las luces de abajo. Todo estaba dispuesto allá
abajo en hermosas líneas rectas. Colmenas. Hormigueros.
Llegamos al aeropuerto internacional de Los Angeles. Ann, te quiero. Ojalá arranque el coche. Ojalá el fregadero no esté atascado. Me alegro de no haberme tirado a una groupie. Me alegro de que no se me dé bien irme a la cama con desconocidas. Me alegro de ser un imbécil. Me alegro de no saber nada. Me alegro de no haber sido asesinado. Cuando me miro las manos y veo que aún están en su sitio, pienso para mí: vaya suerte que tengo.
Salí del avión arrastrando el abrigo de mi padre y mi cartapacio de poemas. Ann salió a mi encuentro. Vi su cara y pensé, mierda, la quiero. ¿Qué haré? Lo mejor que podía hacer era actuar con indiferencia; luego, me encaminé, con ella, al aparcamiento. No hay que dejar que se den cuenta de que te interesan, porque si no, te liquidan. Me incliné, la besé en la mejilla.
—Qué amable has sido viniendo a esperarme.
—Cómo no iba a venir —dijo ella.
Salimos del aeropuerto. Había terminado mi sucia tarea. El puteo poético. Yo nunca me insinuaba. Eran ellos quienes llamaban a su puta. Y yo acudía a la llamada.
—Chavala —le dije—, cómo te he echado de menos.
—Tengo hambre —dijo ella.
Fuimos al restaurante chicano de Alavarado y Sunset. Tomamos burritos de chile verde. El puteo ya se había acabado. Y yo aún tenía una mujer, una mujer que me interesaba. Un milagro así no era para tomarse a broma. Contemplé su cabello y su rostro, mientras regresábamos a casa. La miraba a hurtadillas cuando me parecía que ella no miraba.
—¿Cómo fue la lectura? —me preguntó.
—Una gloria —dije.
Subimos por Alvarado. Luego, entramos por el bulevar Glendale. Todo estaba en orden. Lo que me fastidiaba era que algún día, todo se reduciría a polvo, los amores, los poemas, los gladiolos. Al final, todos acabaríamos rellenos de basura, como una empanada barata.
Ann aparcó. Bajamos, subimos las escaleras, abrimos la puerta, y el perro salió a recibirnos. La luna estaba alta, la casa olía a lino y rosas, y el perro saltó a mi encuentro. Le tiré de las orejas, le di unas palmaditas en el vientre. Abrió mucho los ojos y sonrió
Llegamos al aeropuerto internacional de Los Angeles. Ann, te quiero. Ojalá arranque el coche. Ojalá el fregadero no esté atascado. Me alegro de no haberme tirado a una groupie. Me alegro de que no se me dé bien irme a la cama con desconocidas. Me alegro de ser un imbécil. Me alegro de no saber nada. Me alegro de no haber sido asesinado. Cuando me miro las manos y veo que aún están en su sitio, pienso para mí: vaya suerte que tengo.
Salí del avión arrastrando el abrigo de mi padre y mi cartapacio de poemas. Ann salió a mi encuentro. Vi su cara y pensé, mierda, la quiero. ¿Qué haré? Lo mejor que podía hacer era actuar con indiferencia; luego, me encaminé, con ella, al aparcamiento. No hay que dejar que se den cuenta de que te interesan, porque si no, te liquidan. Me incliné, la besé en la mejilla.
—Qué amable has sido viniendo a esperarme.
—Cómo no iba a venir —dijo ella.
Salimos del aeropuerto. Había terminado mi sucia tarea. El puteo poético. Yo nunca me insinuaba. Eran ellos quienes llamaban a su puta. Y yo acudía a la llamada.
—Chavala —le dije—, cómo te he echado de menos.
—Tengo hambre —dijo ella.
Fuimos al restaurante chicano de Alavarado y Sunset. Tomamos burritos de chile verde. El puteo ya se había acabado. Y yo aún tenía una mujer, una mujer que me interesaba. Un milagro así no era para tomarse a broma. Contemplé su cabello y su rostro, mientras regresábamos a casa. La miraba a hurtadillas cuando me parecía que ella no miraba.
—¿Cómo fue la lectura? —me preguntó.
—Una gloria —dije.
Subimos por Alvarado. Luego, entramos por el bulevar Glendale. Todo estaba en orden. Lo que me fastidiaba era que algún día, todo se reduciría a polvo, los amores, los poemas, los gladiolos. Al final, todos acabaríamos rellenos de basura, como una empanada barata.
Ann aparcó. Bajamos, subimos las escaleras, abrimos la puerta, y el perro salió a recibirnos. La luna estaba alta, la casa olía a lino y rosas, y el perro saltó a mi encuentro. Le tiré de las orejas, le di unas palmaditas en el vientre. Abrió mucho los ojos y sonrió
Charles Bukowski. "Música de cañerías". 1997, Anagrama.
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