Frente al silencio.

Frente al silencio.

martes, 5 de septiembre de 2017

Paul Auster




      No mucho después de mi regreso a Nueva York (julio de 1974), un amigo me contó la siguiente historia. Tiene lugar en Yugoslavia, durante lo que serían los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial.
      El tío de S. era miembro de un grupo partisano serbio que luchaba contra la ocupación nazi. Un día, sus camaradas y él amanecieron rodeados por las tropas alemanas. Se habían refugiado en una granja, en un lugar perdido del campo, y la nieve alcanzaba casi medio metro de altura: no tenían escapatoria. No sabiendo qué hacer, decidieron echarlo a suertes: su plan era salir de la granja uno a uno corriendo a través de la nieve para intentar salvarse. De acuerdo con los resultados del sorteo, el tío de S. debía salir en tercer lugar.
      Vio por la ventana cómo el primer hombre corría por la nieve. Desde detrás de los árboles dispararon una ráfaga de ametralladora. El hombre cayó. Un instante después, el segundo hombre salió y le ocurrió lo mismo. Las ametralladoras disparaban a discreción: cayó muerto en la nieve.
      Entonces le llegó el turno al tío de mi amigo. No sé si vacilaría en la puerta. No sé qué pensamiento lo asaltaría en aquel momento. La única cosa que me han contado es que echó a correr, abriéndose paso a través de la nieve con todas sus fuerzas. Parecía que la carrera no tenía fin. Entonces sintió de repente dolor en una pierna. Un segundo después un calor insoportable se extendió por su cuerpo, y un segundo después había perdido el conocimiento.
      Cuando se despertó, se encontró tendido boca arriba en el carro de un campesino. No tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido, no tenía ni idea de cómo lo habían salvado. Simplemente había abierto los ojos: y allí estaba, tumbado en un carro que con un caballo o un mulo arrastraba por un camino rural, mirando la nuca de un campesino. Observó esa nuca durante algunos segundos, y entonces, procedentes del bosque, se sucedieron violentas explosiones. Demasiado débil para moverse, continuó mirando la nuca, y de repente la nuca desapareció. La cabeza voló, se separó del cuerpo del campesino, y, donde un momento antes había habido un hombre completo, ahora había un hombre sin cabeza.
      Más ruido, más confusión. Si el caballo seguía tirando del carro o no, no lo puedo decir, pero, pocos minutos o pocos segundos después, un gran contingente de tropas rusas bajaba por la carretera. Jeeps, tanques, una multitud de soldados. Cuando el oficial al mando vio la pierna del tío de S., rápidamente lo envió al hospital de campaña que habían montado en lo alrededores. Sólo era una choza tambaleante de madera: un gallinero, quizá el cobertizo de una granja. Allí el médico del ejército ruso dictaminó que era imposible salvar la pierna. Estaba destrozada, dijo, y había que amputarla.
      El tío de mi amigo empezó a gritar. <<No me corte la pierna>>, imploró. <<Por favor, se lo suplico, ¡no me corte la pierna!>>, pero nadie le escuchaba. Los enfermeros lo sujetaron con correas a la mesa de operaciones, y el médico empuñó la sierra. Ya rasgaba la sierra la piel cuando se produjo otra explosión. el techo del hospital se hundió, las paredes se derrumbaron, el local entero saltó hecho pedazos. Y una vez más, el tío de S. perdió el conocimiento.
      Cuando despertó esta vez, estaba acostado en una cama. Las sábanas eran limpias y suaves, el olor de la habitación era agradable, y aún tenía la pierna unida al cuerpo. Un momento después, miraba la cara de una joven maravillosa, que sonreía y le daba un caldo a cucharadas. Sin saber qué había sucedido, de nuevo había sido salvado y trasladado a otra granja. Cuando volvió en sí, durante algunos minutos, el tío de S. no estuvo seguro de si estaba vivo o muerto. Le parecía que a lo mejor había despertado en el paraíso.
      Se quedó en la casa mientras se recuperaba y se enamoró de la joven maravillosa, pero aquel amor no prosperó. Me gustaría decir por qué, pero S. nunca me contó detalles. Lo que sé es que su tío conservó la pierna y, cuando terminó la guerra, se trasladó a Estados Unidos para empezar una nueva vida. No sé cómo (no conozco bien los pormenores), acabó en Chicago de agente de seguros.







Paul Auster. "Experimentos con la verdad". 2000, Anagrama.



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