16.
Alicia
había escuchado las veintitrés versiones de Love Song cuatro veces
seguidas. La cinta que yo le había prestado. Estaba sola en casa. Se
fumó tres petardos mientras lo hacía. Cuando quiso darse cuenta,
había anochecido, pero no tenía hambre. Una extraña melancolía la
había desplazado. Era una pena amarilla y gastada que fue
carcomiéndola desde los auriculares. Una tristeza que había
enraizado rápido y florecía en su sangre y cerebro. Eran flores
negras y hediondas. Algo sutil que la descuartizaba en silencio.
Alicia se vio impulsada a salir al balcón. Precisaba respirar aire.
Alejar el hedor de su congoja. Dieciséis pisos abajo se extendían
las calles. Y parecían falsas. El neón de los comercios latía a
destiempo. Los semáforos cambiaban con pereza de color. El tráfico
avanzaba y se detenía en su baile metálico y ausente. Una
desolación gaseosa la había dominado. De súbito, trepó a la
baranda y saltó, como un ángel sin alas. La ciudad contuvo la
respiración por un instante y el tiempo casi se detuvo. Luego la
realidad aceleró su ritmo y Alicia impactó contra el asfalto,
dejándolo perdido de plumas invisibles y vísceras calientes.
Horas
más tarde, cuando la ambulancia levantó el cadáver y los
patrulleros se alejaron, quedó un monstruo de tiza dibujado sobre el
asfalto.
Pronto
empezó a llover y la silueta se desborró en los charcos.
Pedro
Andreu. “Dátrebil”. 2017, Frida Ediciones.
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