Frente al silencio.

Frente al silencio.

domingo, 17 de septiembre de 2017

Javier Salvago




VARIACIONES SOBRE UN TEMA DE BORGES




      Un hombre de unos treinta y cinco años, de estatura media, con los zapatos relucientes y vestido con la corrección de un empleado de banca, bajaba, como todos los días, en el ascensor del bloque de pisos en el que tenía su vivienda. Se llamaba Samuel González y se dirigía al parking situado en el sótano del edificio. Eran alrededor de las siete y media de la mañana. Una vez allí, se encaminó al lugar donde tenía su plaza de aparcamiento. Intentó abrir su coche, un modelo de gama media, con la llave automática, pero no funcionaba. Hizo varios intentos hasta que finalmente, contrariado, lo abrió introduciendo la llave en la cerradura. Se subió, se ajustó el cinturón de seguridad, reguló los retrovisores, puso el motor en marcha y, dando un fuerte acelerón, enfiló la empinada rampa que conducía a la salida. Al incorporarse al tráfico de la calle, otro automóvil, que circulaba a gran velocidad, se lo llevó por delante provocando un grave accidente.

      Como consecuencia del brutal choque, Samuel acabó en la cama de un hospital en un estado lamentable. Tenía una pierna, un brazo, una clavícula y varias costillas fracturadas, además de otras muchas contusiones. Emma, su esposa, hablaba con el doctor que lo atendía:
      ―¿Está muy mal, doctor?
      ―Tiene muchos huesos rotos, pero, dada la brutalidad del golpe, podemos decir que ha tenido suerte. Saldrá de esta.
      Horas más tarde, un enfermero del turno de noche, un hombre aproximadamente de la misma edad que Samuel, consultaba la lista de pacientes de su planta. Entre ellos descubrió un nombre que le resultó desagradablemente familiar. Esbozó una sonrisa de maligna satisfacción:
      ―Samuel González... Qué sorpresa... Está visto que en esta vida todo es cuestión de tiempo... Al final, todo llega.
      Tras hacer un recorrido rutinario por sus dependencias, se dirigió a la habitación de Samuel. Estaba en penumbra. Sobre la cama, escayolado y vendado, como una momia, el paciente se quejaba lastimosamente. A su lado, Emma, sentada en un típico sillón de hospital, trataba de animarlo como podía cuando entró el enfermero y se dirigió a ella:
      ―Buenas noches, señora, ¿todo bien? preguntó mirando de reojo a Samuel.
      ―Está muy intranquilo contestó la mujer. Creo que debe dolerle mucho porque no para de quejarse.
      ―Es natural, con tantos huesos rotos...dijo mirando el historial. Pero no se preocupe. Ahora le traigo un calmante para que pueda dormir tranquilo toda la noche. ¿Usted desea algo?
      ―No he probado bocado en todo el día... Si me pudiera traer un vaso de leche y unas galletas, se lo agradecería.
      El enfermero salió de la habitación y se encaminó a la zona privada del personal. Preparó el vaso de leche y las galletas para Emma. Luego machacó unos comprimidos, los vertió en el vaso y lo removió a conciencia con una cucharilla de plástico. Acto seguido, regresó a la habitación con una bandeja en la que portaba el vaso de leche y las galletas. Se la ofreció a la mujer, con su mejor sonrisa:
      ―Tómese la leche antes de que se enfríe. Le sentará bien.
     Emma cogió el vaso de leche y le dio un largo sorbo.
      ―Gracias, es usted muy amable.
      ―Ahora le traigo el calmante a su marido. Tengo que consultarlo con el doctor.
      Volvió a salir de la habitación. Emma se terminó el vaso de leche y las galletas con ganas. Se notaba que no había comido en todo el día. Luego se arrellanó en el sillón lo mejor que pudo. En apenas unos minutos se quedó profundamente dormida, no solo por el cansancio y el ajetreo del día, sino también, y sobre todo, por los efectos de los comprimidos que el enfermero había vertido en el vaso. Cuando este regresó, dormía a pierna suelta. Su marido se quejaba y reclamaba su atención, pero ella estaba ya en un plácido limbo. Aunque era evidente, el sanitario se acercó a la mujer para comprobar que estaba grogui. Acto seguido se dirigió a Samuel, que lo miraba solicitando ayuda con los ojos. Se inclinó sobre él y le habló en voz baja, casi al oído:
      ―Han pasado veinte años, pero aún puedo reconocer tu inolvidable cara de hijo de puta... ¿Sabes quién soy?
      Samuel, aturdido, lo miró interrogante, sin entender la situación.
      ―Soy Nicolás Márquez, el "Llorica" ¿te acuerdas?... Aquel pobre chaval al que te dedicaste a amargarle la existencia en el instituto.
      Al oír el nombre, Samuel se sorprendió. Lo observó como queriendo reconocer la cara de torta del "Llorica" tras el duro rostro, poblado por una espesa barba negra, de aquel extraño personaje que lo miraba con un odio profundo y antiguo.
      ―Ahora yo estoy aquí y tu ahí, jodido e indefenso. Estás en mis manos y te juro que no voy a tener compasión. No es venganza añadió queriéndose convencer a sí mismo, es justicia. Tienes que pagar por todo el daño que me hiciste.
      Samuel, haciendo un soberano esfuerzo, logró balbucear:
      ―Es verdad que hace mucho tiempo te maltraté, y me arrepiento. Pero yo ya no soy aquel insensato. Todos cambiamos con los años.
      ―Tú ya no tienes nada que alegar en tu defensa. Ya fuiste juzgado y condenado hace mucho. Ahora estás a mi merced y no puedes hacer nada para librarte del castigo que te mereces.
      Samuel pareció reaccionar de pronto. Esbozó una inesperada sonrisa, como si de golpe volviera a ser el bravucón jovenzuelo que atormentaba al "Llorica" con sus humillantes bromas y sus malos tratos.
      ―Puedo hacer una cosa dijo.
     El enfermero lo miró sorprendido:
      ―¿Cuál? preguntó.
      ―Despertarme.

      Emma estaba en la cocina, preparando el café, cuando entró Samuel recién duchado y ya vestido, dispuesto para marcharse al trabajo. Besó a su mujer y se sirvió un zumo de naranja.
      ―¿Estás bien? preguntó ella.
      ―Sí, ¿por qué?
      ―Te has pasado la noche agitándote en la cama y quejándote como si tuvieras una horrible pesadilla... ¿Se puede saber qué has soñado?
     Hizo un esfuerzo, pero no conseguía recordar.
      ―No lo sé... Tenía algo que ver con un hospital, pero no me acuerdo, no consigo ponerlo en pie.
      ―Pues debió ser terrible dijo Emma porque lo has pasado fatal.
     Samuel terminó de desayunar, se despidió de su mujer con otro cariñoso beso, cogió su maletín y bajó en el ascensor, como todos los días, hasta el parking situado en el sótano del edificio. Eran alrededor de las siete y media de la mañana. Una vez allí, se encaminó al lugar donde tenía su plaza de aparcamiento. Intentó abrir su coche, un modelo de gama media, con la llave automática, pero no funcionaba. Hizo varios intentos hasta que finalmente, contrariado, lo abrió introduciendo la llave en la cerradura. Se subió, se ajustó el cinturón de seguridad, reguló los retrovisores, puso el motor en marcha y, dando un fuerte acelerón, enfiló la empinada rampa que conducía a la salida.









Javier Salvago. "No sueñes conmigo". 2017, Ediciones de La Isla de Siltolá.



1 comentario:

Lola Clavero dijo...

Me pregunto si el Destino, en la vida real, viene a cerrar el círculo de modo fatal, creo que no, pero al menos la literatura lo logra para que las víctimas podamos vengarnos de nuestros agresores. Ésa es la ventaja del escritor que llega donde no llega ni la ley ni la justicia. Se trata de un poder indiscutible que compensa en cierto modo...