―He
oído hablar de él ―dijo
Sicart con cierta impaciencia en la voz―.
¿Y qué pasó?
―La
cosa más tonta del mundo. Un día le dió por presumir de músculo
delante de unas señoritas que jugaban al tenis, en un chalet no
lejos de donde él se entrenaba. Solía correr por aquellos parajes
con el mono azul y la toalla liada al cuello, para sudar; empezaba a
tener problemas con el peso. A las chicas se les fue la pelota por
encima de la alambrada y quedó colgada en las ramas de un abeto. El
fanfarrón subió al árbol y las dejó boquiabiertas haciendo
monerías a lo Tarzán, pero la rama se partió y al caer se rompió
la muñeca. Hubo que suspender el combate y tururut, porque después
vino la guerra.
―Hostia.
¿Y no volvió a boxear?
―A
los pocos meses marchaba al frente de Aragón con su hermano Mingo,
en la Columna Durruti. Creo que después estuvo en Madrid. Volvió
con metralla en el hombro y al cabo de un tiempo, por mediación de
Palau, obtuvo una placa de agente de policía. Tenía veintiséis
años y estaba acabado para el boxeo.
―¿Agente
de policía? ―dijo
el tabernero enarcando las cejas―.
¿No era un anarcosindicalista?
―No
era nada, todavía. Un gallito de pelea.
―El
otro día el señor Polo dijo que era un hombre...¿cómo dijo?, un
sujeto capaz de todo, capaz de odiar a diestra y siniestra.
―Bueno,
es que a su padre lo fusilaron dos veces.
―Hostia.
¿Ha dicho dos veces?
―Dos
veces, sí señor.
También
esto se lo habíamos oído contar, y no sólo a él; el viejo Polo
esgrimía otras versión. En la mellada boca de cualquiera de los
dos, sin embargo, el asunto era un buen galimatías y siempre sonaba
a quincalla, aunque de distinta calidad. El policía retirado solía
tramar sus rabiosas historias en torno a la familia Julivert con los
hilos más nuevos y aparentemente irrompibles de la versión oficial,
autorizada e indiscutible. Suau, en cambio, construía las suyas con
materiales de derribo, en medio de un polvo empreñador y engañoso;
trabajaba con el rumor y la maledicencia, con las ruinas de la
memoria, la suya y la de los demás.
―Primero
lo pillaron y lo metieron en una checa; hubo un error en un traslado
de presos y un día al amanecer lo sacaron con otros elementos del
POUM para liquidarlo. ―Hizo
una pausa para llevarse a la boca el platito con la salsa picante y
añadió―:
Pero lo fusilaron deprisa y mal, mira, cosas que pasan; y se salvó.
Luego cuando entraron éstos, en enero del treinta y nueve, le
detuvieron otra vez y fue a parar a la Modelo, de allí al Campo de
la Bota y fusilado de nuevo. Y esta vez lo consiguieron, los
cabrones.
***
Cuando
despertó fue a los urinarios descendiendo muy despacio por el
pasillo lateral, tanteando la pared. El extremo metálico de la
cadena del perro, que colgaba de su pecho como una corbata aflojada,
le golpeaba la bragueta, de modo que se la pasó a la espalda. No vio
que él ya se había levantado y le seguía, no vio nada en la
oscuridad.
Los
urinarios, viejos y apestosos, quedaban justo detrás de la pantalla
y mientras meaba uno podía oír perfectamente la peli. Nosotros
solíamos quedarnos allí fumando cigarrillos, cuando la película
era mala, y siempre había algún espectador aburrido, especialmente
viejos...Pero esta vez no había nadie. Polo sentiría primero el
tirón de la cadena, como si se hubiese enganchado en alguna cosa a
su espalda, tal vez la manecilla de la puerta, y luego el lazo
cerrándose alrededor de su cuello. Antes de llegarle el tirón
definitivo, por espacio de una fracción de segundo, quizá tuvo
tiempo de girarse y verle las manos, o la cara.
Las
manos darían otra vuelta a la cadena en torno al cuello, para
soltarla al cabo de un rato y sujetar el cuerpo que resbala sin vida.
No tuvo más que subirse de pie a la taza del mingitorio rebosante de
orines, pasar la cadena por detrás de las tuberías del agua, izar
al expolicía y hacer un nudo en la cadena.
***
En
las calles de la izquierda del Ensanche, los plátanos más viejos y
robustos parecían resistir mejor el embate del otoño. Había
olvidado cuán hermosos eran a la luz de las farolas. Con el mismo
cautivo escozor con que lo había hecho cientos de veces en la
cárcel, ahora ―ahora
que los veía desfilar a través del cristal del taxi empañado por
la lluvia―
evocó el verde brillante y artificioso de sus hojas en las lejanas
noches de la guerra, cuando se dirigía caminando al piso de Rambla
de Cataluña bajo la alarma de las sirenas...A lo largo de las aceras
de la calle de París, islotes de hojas caídas se pudrían oscuras
de una lluvia fangosa que él no había visto ni oído.
El
Calipsso quedaba por debajo del nivel de la calle. Su chaparro portal
de arco de piedra labrada y su aspecto exterior en general, salvo por
el rótulo amarillo fosforescente, era muy parecido al de los
negocios vecinos instalados también en subterráneos, tiendas de
confección, peluquerías de señoras y pequeños talleres con
ventanas enrejadas al ras de la acera. Jan bajó los cuatro escalones
y empujó la puerta forrada de cuero verde, tras la cual había una
escalera con pasamanos de madera. Al sumergirse en la penumbra
azulosa sintió de nuevo el aguijón del paso del tiempo, no sólo
del tiempo personal y carcelario, sino también del ajeno y en cierto
modo insolidario, ciego y amedrentado, el aire de clandestinidad ya
corrupta e inoperante que desde su salida de la cárcel venía
percibiendo en todas las cosas, incluidas estas catacumbas musicales
para el besuqueo y la caricia furtiva: un local pequeño y oscuro,
bajo de techo, con reservados de exiguos bancos corridos y una
diminuta pista de baile, luces crispadas y artificiosas como flores
de papel y un denso olor a felpudo sacudido.
Juan
Marsé. “Un día volveré”. 1998, Plaza&Janés.
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