Frente al silencio.

Frente al silencio.

miércoles, 22 de junio de 2016

Juan Marsé





      ―He oído hablar de él dijo Sicart con cierta impaciencia en la voz. ¿Y qué pasó?
      ―La cosa más tonta del mundo. Un día le dió por presumir de músculo delante de unas señoritas que jugaban al tenis, en un chalet no lejos de donde él se entrenaba. Solía correr por aquellos parajes con el mono azul y la toalla liada al cuello, para sudar; empezaba a tener problemas con el peso. A las chicas se les fue la pelota por encima de la alambrada y quedó colgada en las ramas de un abeto. El fanfarrón subió al árbol y las dejó boquiabiertas haciendo monerías a lo Tarzán, pero la rama se partió y al caer se rompió la muñeca. Hubo que suspender el combate y tururut, porque después vino la guerra.
      ―Hostia. ¿Y no volvió a boxear?
      ―A los pocos meses marchaba al frente de Aragón con su hermano Mingo, en la Columna Durruti. Creo que después estuvo en Madrid. Volvió con metralla en el hombro y al cabo de un tiempo, por mediación de Palau, obtuvo una placa de agente de policía. Tenía veintiséis años y estaba acabado para el boxeo.
      ―¿Agente de policía? dijo el tabernero enarcando las cejas. ¿No era un anarcosindicalista?
      ―No era nada, todavía. Un gallito de pelea.
      ―El otro día el señor Polo dijo que era un hombre...¿cómo dijo?, un sujeto capaz de todo, capaz de odiar a diestra y siniestra.
      ―Bueno, es que a su padre lo fusilaron dos veces.
      ―Hostia. ¿Ha dicho dos veces?
      ―Dos veces, sí señor.
      También esto se lo habíamos oído contar, y no sólo a él; el viejo Polo esgrimía otras versión. En la mellada boca de cualquiera de los dos, sin embargo, el asunto era un buen galimatías y siempre sonaba a quincalla, aunque de distinta calidad. El policía retirado solía tramar sus rabiosas historias en torno a la familia Julivert con los hilos más nuevos y aparentemente irrompibles de la versión oficial, autorizada e indiscutible. Suau, en cambio, construía las suyas con materiales de derribo, en medio de un polvo empreñador y engañoso; trabajaba con el rumor y la maledicencia, con las ruinas de la memoria, la suya y la de los demás.
      ―Primero lo pillaron y lo metieron en una checa; hubo un error en un traslado de presos y un día al amanecer lo sacaron con otros elementos del POUM para liquidarlo. Hizo una pausa para llevarse a la boca el platito con la salsa picante y añadió: Pero lo fusilaron deprisa y mal, mira, cosas que pasan; y se salvó. Luego cuando entraron éstos, en enero del treinta y nueve, le detuvieron otra vez y fue a parar a la Modelo, de allí al Campo de la Bota y fusilado de nuevo. Y esta vez lo consiguieron, los cabrones.

***



      Cuando despertó fue a los urinarios descendiendo muy despacio por el pasillo lateral, tanteando la pared. El extremo metálico de la cadena del perro, que colgaba de su pecho como una corbata aflojada, le golpeaba la bragueta, de modo que se la pasó a la espalda. No vio que él ya se había levantado y le seguía, no vio nada en la oscuridad.
      Los urinarios, viejos y apestosos, quedaban justo detrás de la pantalla y mientras meaba uno podía oír perfectamente la peli. Nosotros solíamos quedarnos allí fumando cigarrillos, cuando la película era mala, y siempre había algún espectador aburrido, especialmente viejos...Pero esta vez no había nadie. Polo sentiría primero el tirón de la cadena, como si se hubiese enganchado en alguna cosa a su espalda, tal vez la manecilla de la puerta, y luego el lazo cerrándose alrededor de su cuello. Antes de llegarle el tirón definitivo, por espacio de una fracción de segundo, quizá tuvo tiempo de girarse y verle las manos, o la cara.
      Las manos darían otra vuelta a la cadena en torno al cuello, para soltarla al cabo de un rato y sujetar el cuerpo que resbala sin vida. No tuvo más que subirse de pie a la taza del mingitorio rebosante de orines, pasar la cadena por detrás de las tuberías del agua, izar al expolicía y hacer un nudo en la cadena.

***










      En las calles de la izquierda del Ensanche, los plátanos más viejos y robustos parecían resistir mejor el embate del otoño. Había olvidado cuán hermosos eran a la luz de las farolas. Con el mismo cautivo escozor con que lo había hecho cientos de veces en la cárcel, ahora ahora que los veía desfilar a través del cristal del taxi empañado por la lluvia evocó el verde brillante y artificioso de sus hojas en las lejanas noches de la guerra, cuando se dirigía caminando al piso de Rambla de Cataluña bajo la alarma de las sirenas...A lo largo de las aceras de la calle de París, islotes de hojas caídas se pudrían oscuras de una lluvia fangosa que él no había visto ni oído.
      El Calipsso quedaba por debajo del nivel de la calle. Su chaparro portal de arco de piedra labrada y su aspecto exterior en general, salvo por el rótulo amarillo fosforescente, era muy parecido al de los negocios vecinos instalados también en subterráneos, tiendas de confección, peluquerías de señoras y pequeños talleres con ventanas enrejadas al ras de la acera. Jan bajó los cuatro escalones y empujó la puerta forrada de cuero verde, tras la cual había una escalera con pasamanos de madera. Al sumergirse en la penumbra azulosa sintió de nuevo el aguijón del paso del tiempo, no sólo del tiempo personal y carcelario, sino también del ajeno y en cierto modo insolidario, ciego y amedrentado, el aire de clandestinidad ya corrupta e inoperante que desde su salida de la cárcel venía percibiendo en todas las cosas, incluidas estas catacumbas musicales para el besuqueo y la caricia furtiva: un local pequeño y oscuro, bajo de techo, con reservados de exiguos bancos corridos y una diminuta pista de baile, luces crispadas y artificiosas como flores de papel y un denso olor a felpudo sacudido.







Juan Marsé. “Un día volveré”. 1998, Plaza&Janés.




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