Frente al silencio.

Frente al silencio.

domingo, 5 de junio de 2016

Chuck Palahniuk (I)





Después de que se haya marchado el camarero, cojo con el tenedor la mitad de mi filete de solomillo, me dispongo a metérmelo todo en la boca y Denny me dice:
       ―No lo hagas aquí, tío.
      Estamos rodeados de comensales elegantes. Con velas y vajillas de cristal. Con un montón de tenedores especiales. Nadie sospecha nada.
      Los labios se me agrietan al intentar abarcar todo el trozo de filete. La carne está salada y rezuma grasa y pimienta molida. Mi lengua se retira para hacer más sitio y la boca se me encharca de saliva. Por la barbilla me can jugo caliente y babas.
      La gente que dice que la carne roja mata no sabe de qué está hablando.
      Denny echa un vistazo rápido a su alrededor y dice entre dientes:
       ―Te estás volviendo codicioso, amigo. Niega con la cabeza. Tío, no puedes engañar a la gente para que te quiera.
      A nuestro lado una pareja casada con anillos de boda y pelo canoso come sin levantar la mirada, los dos con la cabeza gacha, como si estuvieran leyendo el programa de una obra o de un concierto. Cuando a la mujer se le termina el vino, coge la botella y se llena el vaso. No llena el de su marido. El marido lleva un grueso reloj de pulsera de oro.
      Denny me ve observar a la pareja madura y me dice:
       ―Los voy a avisar. Te lo juro.
      Mira en busca de camareros que puedan saber de nosotros. Me observa proyectando los dientes de abajo hacia fuera.
      El trozo de filete es tan grande que no puedo juntar las mandíbulas. Tengo los carrillos hinchados. Los labios fruncidos intentan unirse y tengo que respirar por la nariz mientras intento masticar.
      Los camareros con sus chaquetas negras, cada uno con su paño blanco doblado sobre el brazo. La música de violines. La plata y la porcelana. Este no es la clase de sitio donde solemos hacer esto, pero se nos están acabando lor restaurantes. Hay un número limitados de lugares para comer en una ciudad y es obvio que esta no es la clase de númeor que uno puede repetir en el mismo sitio.
      Bebo un poco de vino.
      En otra mesa cercana, una pareja joven se cogen de la mano mientras comen.
      A lo mejor esta noche les toca a ellos.
      En otra mesa, un hombre con traje come mirando al vacío.
      A lo mejor él va a ser el héroe de la noche.
      Bebo un poco de vino e intento tragar, pero el filete es demasiado grande. Se me queda en el fondo de la garganta. Dejo de respirar.
      Al instante siguiente, mi pierna da un latigazo tan brusco que la silla sale volando detrás de mí. Me llevo las manos a la garganta. Me pongo en pie, con la boca abierta hacia el techo y los ojos en blanco. La barbilla me sobre sale de la cara.
      Denny extiende un brazo sobre la mesa, me roba mi brécol con su tenedor y me dice:
       ―Tío, estás sobreactuando a saco.
      No sé si será ese ayudante de camarero de dieciocho años o el tipo vestido de pana con jersey de cuello alto, pero entre toda esta gente alguien me va a recordar con cariño durante el resto de su vida.
      La mitad de la gente ya se ha levantado de sus sillas.
      A lo mejor es la mujer con el ramillete prendido en la muñeca.
      A lo mejor el hombre del cuello largo y las gafas con montua metálica.
      Este mes he recibido tres felicitaciones de cumpleaños y ni siquiera es día quince. El mes pasado recibí cuatro. El mes anterior recibí seis felicitaciones de cumpleaños. No me acuerdo de la mayor parte de la gente que las envió. Que Dios los bendiga, pero ellos nunca me olvidarán a mí.
      Se me hinchan las venas del cuello de no respirar. La cara se me pone roja y me empieza a arder. La frente se me inunda de sudor. El sudor me hace un manchón en la espalda de la camisa. Me agarro el cuello con las manos, lo cual en el lenguaje universal de signos quiere decir que me estoy muriendo de asfixia. Todavía hoy sigo recibiendo felicitaciones de cumpleaños de gente que no habla inglés.
      Durante los primeros segundos todo el mundo espera a que otro se adelante y sea el héroe.
      Denny extiende el brazo para robarme la otra mitad del filete.
      Sin dejar de cogerme el cuello con las manos, voy dando tumbos y le doy una patada en la pierna.
      Me arranco la corbata con las manos.
      Me desabrocho el botón del cuello de la camisa.
       ―Eh, tío, me has hecho daño dice Denny.
      El ayudante de camarero retrocede. No le va el heroísmo.
      El violinista y el sumiller vienen en mi dirección, hombro con hombro.
      Por otro lado, una mujer con un vestido corto y negro se abre paso entre la multitud. Viene en mi rescate.
      Por otro lado, un hombre se quita la chaqueta de esmoquin y echa a correr. En alguna otra parte, una mujer grita.
      Esto nunca se prolonga mucho. Toda la escena suele durar un minuto o dos como mucho. Eso es bueno, porque es lo máximo que puedo aguantar la respiración con un trozo de comida en la boca.
      Mi primera opción es el viejo del reloj de oro enorme, alguien que nos saque del apuro y pague la cuenta de nuestra cena. Mi opción personal es la tía del vestidito negro porque tiene buenas tetas.
      Aunque tengamos que pagarnos la cena, supongo que uno tiene que invertir dinero para conseguir dinero.
      Sin parar de engullir, Denny dice:
       ―¿Por qué haces esto? Es completamente infantil.
      Me tambaleo y le doy otra patada.
      Si hago esto es para devolver la aventura a las vidas de la gente.
      Si hago esto es para crear héroes. Para poner a prueba a la gente.
      Soy hijo de mi madre.
      Si hago esto es para conseguir dinero.
      Si alguien te salva la vida te va a querer siempre. Es como si te convirtieras en su hijo. Durante el resto de su vida esa persona me escribirá. Me enviará tarjetas en los aniversarios. Felicitaciones de cumpleaños. Es deprimente ver a cuánta gente se le ocurre la misma idea. Te llaman por teléfono. Para saber si estás bien. Para ver si tal vez necesitas que te animen. O si te hace falta dinero.
      No me gasto el dinero llamando a chicas de compañía. Tener a mi madre en la Residencia Asistida Saint Anthony cuesta tres mil pavos al mes. Todos esos buenos samaritanos me mantienen a mí. Yo la mantengo a ella. Así de fácil.









Chuck Palahniuk. “Asfixia”. 2015, Random House.



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