Después
de que se haya marchado el camarero, cojo con el tenedor la mitad de
mi filete de solomillo, me dispongo a metérmelo todo en la boca y
Denny me dice:
―No
lo hagas aquí, tío.
Estamos
rodeados de comensales elegantes. Con velas y vajillas de cristal.
Con un montón de tenedores especiales. Nadie sospecha nada.
Los
labios se me agrietan al intentar abarcar todo el trozo de filete. La
carne está salada y rezuma grasa y pimienta molida. Mi lengua se
retira para hacer más sitio y la boca se me encharca de saliva. Por
la barbilla me can jugo caliente y babas.
La
gente que dice que la carne roja mata no sabe de qué está hablando.
Denny
echa un vistazo rápido a su alrededor y dice entre dientes:
―Te
estás volviendo codicioso, amigo. ―Niega
con la cabeza―.
Tío, no puedes engañar a la gente para que te quiera.
A
nuestro lado una pareja casada con anillos de boda y pelo canoso come
sin levantar la mirada, los dos con la cabeza gacha, como si
estuvieran leyendo el programa de una obra o de un concierto. Cuando
a la mujer se le termina el vino, coge la botella y se llena el vaso.
No llena el de su marido. El marido lleva un grueso reloj de pulsera
de oro.
Denny
me ve observar a la pareja madura y me dice:
―Los
voy a avisar. Te lo juro.
Mira
en busca de camareros que puedan saber de nosotros. Me observa
proyectando los dientes de abajo hacia fuera.
El
trozo de filete es tan grande que no puedo juntar las mandíbulas.
Tengo los carrillos hinchados. Los labios fruncidos intentan unirse y
tengo que respirar por la nariz mientras intento masticar.
Los
camareros con sus chaquetas negras, cada uno con su paño blanco
doblado sobre el brazo. La música de violines. La plata y la
porcelana. Este no es la clase de sitio donde solemos hacer esto,
pero se nos están acabando lor restaurantes. Hay un número
limitados de lugares para comer en una ciudad y es obvio que esta no
es la clase de númeor que uno puede repetir en el mismo sitio.
Bebo
un poco de vino.
En
otra mesa cercana, una pareja joven se cogen de la mano mientras
comen.
A
lo mejor esta noche les toca a ellos.
En
otra mesa, un hombre con traje come mirando al vacío.
A
lo mejor él va a ser el héroe de la noche.
Bebo
un poco de vino e intento tragar, pero el filete es demasiado grande.
Se me queda en el fondo de la garganta. Dejo de respirar.
Al
instante siguiente, mi pierna da un latigazo tan brusco que la silla
sale volando detrás de mí. Me llevo las manos a la garganta. Me
pongo en pie, con la boca abierta hacia el techo y los ojos en
blanco. La barbilla me sobre sale de la cara.
Denny
extiende un brazo sobre la mesa, me roba mi brécol con su tenedor y
me dice:
―Tío,
estás sobreactuando a saco.
No
sé si será ese ayudante de camarero de dieciocho años o el tipo
vestido de pana con jersey de cuello alto, pero entre toda esta gente
alguien me va a recordar con cariño durante el resto de su vida.
La
mitad de la gente ya se ha levantado de sus sillas.
A
lo mejor es la mujer con el ramillete prendido en la muñeca.
A
lo mejor el hombre del cuello largo y las gafas con montua metálica.
Este
mes he recibido tres felicitaciones de cumpleaños y ni siquiera es
día quince. El mes pasado recibí cuatro. El mes anterior recibí
seis felicitaciones de cumpleaños. No me acuerdo de la mayor parte
de la gente que las envió. Que Dios los bendiga, pero ellos nunca me
olvidarán a mí.
Se
me hinchan las venas del cuello de no respirar. La cara se me pone
roja y me empieza a arder. La frente se me inunda de sudor. El sudor
me hace un manchón en la espalda de la camisa. Me agarro el cuello
con las manos, lo cual en el lenguaje universal de signos quiere
decir que me estoy muriendo de asfixia. Todavía hoy sigo recibiendo
felicitaciones de cumpleaños de gente que no habla inglés.
Durante
los primeros segundos todo el mundo espera a que otro se adelante y
sea el héroe.
Denny
extiende el brazo para robarme la otra mitad del filete.
Sin
dejar de cogerme el cuello con las manos, voy dando tumbos y le doy
una patada en la pierna.
Me
arranco la corbata con las manos.
Me
desabrocho el botón del cuello de la camisa.
―Eh,
tío, me has hecho daño ―dice
Denny.
El
ayudante de camarero retrocede. No le va el heroísmo.
El
violinista y el sumiller vienen en mi dirección, hombro con hombro.
Por
otro lado, una mujer con un vestido corto y negro se abre paso entre
la multitud. Viene en mi rescate.
Por
otro lado, un hombre se quita la chaqueta de esmoquin y echa a
correr. En alguna otra parte, una mujer grita.
Esto
nunca se prolonga mucho. Toda la escena suele durar un minuto o dos
como mucho. Eso es bueno, porque es lo máximo que puedo aguantar la
respiración con un trozo de comida en la boca.
Mi
primera opción es el viejo del reloj de oro enorme, alguien que nos
saque del apuro y pague la cuenta de nuestra cena. Mi opción
personal es la tía del vestidito negro porque tiene buenas tetas.
Aunque
tengamos que pagarnos la cena, supongo que uno tiene que invertir
dinero para conseguir dinero.
Sin
parar de engullir, Denny dice:
―¿Por
qué haces esto? Es completamente infantil.
Me
tambaleo y le doy otra patada.
Si
hago esto es para devolver la aventura a las vidas de la gente.
Si
hago esto es para crear héroes. Para poner a prueba a la gente.
Soy
hijo de mi madre.
Si
hago esto es para conseguir dinero.
Si
alguien te salva la vida te va a querer siempre. Es como si te
convirtieras en su hijo. Durante el resto de su vida esa persona me
escribirá. Me enviará tarjetas en los aniversarios. Felicitaciones
de cumpleaños. Es deprimente ver a cuánta gente se le ocurre la
misma idea. Te llaman por teléfono. Para saber si estás bien. Para
ver si tal vez necesitas que te animen. O si te hace falta dinero.
No
me gasto el dinero llamando a chicas de compañía. Tener a mi madre
en la Residencia Asistida Saint Anthony cuesta tres mil pavos al mes.
Todos esos buenos samaritanos me mantienen a mí. Yo la mantengo a
ella. Así de fácil.
Chuck
Palahniuk. “Asfixia”. 2015, Random House.
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