EPITAFIO
Es
inútil escribir un epitafio.
Es
inútil escribir palabras que nos sustituyan,
que
sean testimonio de lo que anhelamos ser,
espuma
de la vida que ejercimos
―la
vida, que no cabe en las palabras.
Es
inútil escribir un epitafio,
hilvanar
una leyenda que será repetida
con
gravedad
y
que ha de ser, nada más, la sombra menos fiel
de
nuestro cadáver.
MANUEL
A
ti te llevaron dulcemente de un lado a otro de la vida.
(La
vida era para tu, Manuel, una ciudad desnuda
y
reluciente como una mujer desnuda).
A
ti te dijeron los más viejos,
durante
aquellos lentos viajes,
sus
torpes palabras de otros tiempos,
sus
erráticas palabras,
sonoras
y sinceras igual que su ignorancia.
Justo
es decir que a ti te concedieron las gracias que tenían
mientras
te paseaban por las habitaciones de sus accesorias
y
te mostraban sus pobrísimas reliquias,
su
humildad.
Todo
lo de ellos era pobre pero armonioso,
y
llorabas de alegría
porque
tus ojos,
nuevos,
ávidos, ligeros,
sorprendían
una belleza inmensa en esas breves maravillas.
Pero
ellos te dejaron, Manuel, nada más que la ternura,
te
dejaron ardiendo solo en tu propio corazón
en
tanto que la gran ciudad
―esa
mujer desnuda―
afilaba
sus garras y sus dientes y vomitaba fuego.
Qué
desaforadamente ingenua fue toda tu niñez.
Ganarás
el pan con el sudor de tu frente
―con
su ejemplo te decían―,
pero,
durante aquellos lentos viajes,
nadie
te dijo nunca que en ese sudor había
lágrimas
y sangre.
Amarás
al prójimo como a ti mismo
―te
dijeron―,
pero
nadie te enseñó a distinguir al prójimo que se te pare
cía.
Manuel,
la enseñanza que te dieron fue, sin duda, hermosa,
pero
no fue sabia.
Te
querían ciego porque así concebían el amor.
CANCIÓN
PARA UN RECUERDO
Nunca
más he sido el estudiante
que
murmuraba a Shelley,
ni
el vagabundo tembloroso
que
te soñaba,
el
que inolvidablemente
te
perdía.
Nunca
más he vuelto a ser el que escribió
poemas
secretos como culpas
y
canciones para eternizarte.
Nunca
más he sido ese otro
que
habita mi memoria.
Sobre
mí ha llovido mucha vida.
Amiga,
un mar de vidas nos separa
de
aquél que conocimos.
De
vez en cuando escribo versos para recordarme,
para
no dejar tan lejos la inocencia
con
que hace tanto tiempo
te
soñaba y te perdía.
ESOS
ADIOSES BREVES
A
Dulce María Loynaz
De
las flores de ese vaso,
la
más cautivadora
es
esa rosa a punto ya de incorporarse
a
la penumbra
como
el humo al viento.
Pétalos
suyos
han
ido cayendo en torno al vaso,
abandonando
en ella
un
vago ademán de despedida.
Y
ahora que estamos solos,
enlazados
por un mismo silencio,
le
pregunto y me pregunto
si
son de ella, sólo
de
ella,
esos
adioses breves.
CON
AMOR LOS PREVENGO
Cuando
te toque morir, mano mía,
aférrate
a la mano que te quede más cerca
porque
en ella saludarás la vida.
Tú,
mi oido, pon asunto
al
que hable menos
porque
será el que más te sienta.
Ojos,
miren bien los ojos que miren
porque
en ellos quedarán ardiendo.
Boca,
limítate a callar
porque
en tu caso
ya
todo estará dicho
o
habrás tenido tiempo de decirlo todo.
Y
tú, cuerpo, animal, carne cotidiana,
no
te atrevas a temblar:
acepta
que eres el máximo culpable,
que
he sido tu víctima
porque
siempre fuiste
el
más astuto de los dos.
NOCHE
DE ABRIL
Te
me has ido mostrando
con
lentitud de abismo.
(Ahora
el viento se vuelve
y
se extiende sobre el mar
el
rumor de la tierra.)
Hay
casas a tu espalda,
con
voces y secretos
y
ruido de vajillas,
y
hay ventanas que rielan
en
la cal de los muros
como
luces de barcos.
Noche,
tú no te salvas:
emerges
de un adiós
y
te vas con nosotros
por
entre los adioses
que
traman el olvido.
Manuel
Díaz Martínez. “Señales de vida (1968-1998)”. 1998, Visor.