REMORDIMIENTO
EN TRAJE DE NOCHE
Un
hombre gris avanza por la calle de niebla;
no
lo sospecha nadie. Es un cuerpo vacío;
Vacío
como pampa, como mar, como viento,
desiertos
tan amargos bajo un cielo implacable.
Es
el tiempo pasado, y sus alas ahora
entre
la sombra encuentran una pálida fuerza;
es
el remordimiento, que de noche, dudando,
en
secreto aproxima su sombra descuidada.
No
estrechéis esa mano. La yedra altivamente
ascenderá
cubriendo los troncos del invierno.
Invisible
en la calma el hombre gris camina.
¿No
sentís a los muertos? Mas la tierra está sorda.
QUISIERA
ESTAR SOLO EN EL SUR
Quizá
mis lentos ojos no verán más el sur
de
ligeros paisajes dormidos en el aire,
con
cuerpos a la sombra de ramas como flores
o
huyendo en un galope de caballos furiosos.
El
sur es un desierto que llora mientras canta,
y
esa voz no se extingue como pájaro muerto;
hacia
el mar encamina sus deseos amargos
abriendo
un eco débil que vive lentamente.
En
el sur distante quiero estar confundido.
La
lluvia allí no es más que una rosa entreabierta;
su
niebla misma ríe, risa blanca en el viento.
Su
oscuridad, su luz son bellezas iguales.
QUÉ
MÁS DA
Qué
más da el sol que se pone o el sol que se levanta,
la
luna que nace o la luna que muere.
Mucho
tiempo, toda mi vida esperé verte surgir
entre
las tinieblas monótonas,
luz
inextinguible, prodigio rubio como la llama;
ahora
que te he visto sufro, porque igual que ellos
no
has sido para mí menos brillante,
menos
efímero o menos inaccesible que el sol y la luna
alternados.
Mas
yo sé lo que digo si a ellos te comparo,
porque
aun siendo brillante, efímero, inaccesible,
tu
recuerdo, como el de ambos astros,
basta
para iluminar ausente toda esta sombra que me
envuelve.
I
Donde
habite el olvido,
en
los vastos jardines sin aurora;
donde
yo sólo sea
memoria
de una piedra sepultada entre ortigas
sobre
la cual el viento escapa a sus insomnios.
Donde
mi nombre deje
al
cuerpo que designa en brazos de los siglos,
donde
el deseo no exista.
En
esa gran región donde el amor, ángel terrible,
no
esconda como acero
en
mi pecho su ala,
sonriendo
lleno de gracia áerea mientras crece el
tormento.
Allá
dodne termine este afán que exige dueño a
imagen
suya,
sometiendo
a otra vida su vida,
sin
más horizonte que otro ojos frente a frente.
Donde
penas y dichas no sean más que nombres,
cielo
y tierra nativos en torno a un recuerdo;
disuelto
en niebla, ausencia,
ausencia
leve como carne de niño.
Allá,
allá lejos;
donde
habite el olvido.
XI
No
quiero, triste espíritu, volver
por
los lugares que cruzó mi llanto,
latir
secreto entre los cuerpos vivos
como
yo también fui.
No
quiero recordar
un
instante feliz entre tormentos;
goce
o pena, es igual,
todo
es triste al volver.
Aún
va conmigo como una luz lejana
aquel
destino niño,
aquellos
dulces ojos juveniles,
aquella
antigua herida.
No,
no quisiera volver,
sino
morir aún más,
arrancar
una sombra,
olvidar
un olvido.
XII
No es el amor quien muere,
somos nosotros mismos.
Inocencia pristina
abolida deseo,
olvido de sí mismo en otro olvido,
ramas entrelazadas,
¿por qué vivir si desaparecéis un día?
Sólo vive quien mira
siempre ante sí los ojos de su aurora,
sólo vive quien besa
aquel cuerpo de ángel que el amor levantara.
Fantasmas de la pena,
a lo lejos, los otros,
los que ese amor perdieron,
como un recuerdo en sueños,
recorriendo las tumbas
otro vacío estrechan.
Por allá van y gimen,
muertos en pie, vidas tras las piedras,
golpeando impotencia,
arañando la sombra
con inútil ternura.
No, no es el amor quien muere.
Luis
Cernuda. “La realidad y el deseo”. 1983. Editorial Castalia.
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