Fragmentos:
Se
fueron a dormir. Yo tenía el sofá y ellas el dormitorio. Cuando
cerraron la puerta, saqué las revistas y las puse encima del sofá.
Estaba contento porque podía mirar a las chicas con la luz de la
habitación grande. Era mucho mejor que aquel ropero maloliente. Les
hablé cerca de una hora, fui a la montaña con Elaine y a los Mares
del Sur con Rosa y, finalmente, reunidos en asamblea colectiva y
rodeado por todas, les dije que no prefería a ninguna y que todas
tendrían su oportunidad cuando les llegara el turno. Pero al poco
rato ya me aburría soberanamente, tenía la creciente sensación de
estar haciendo el imbécil, hasta que empecé a detestar el hecho de
que fueran sólo fotos, planas y unidimensionales, lo mismo que el
color y la sonrisa. Y todas sonreían como unas guarras. Todo se me
volvió detestable, y pensé: ¡Mírate! Sentado ahí y hablando con
un puñado de rameras. ¡Valiente superhombre estás hecho!
***
Una
mañana desperté con una idea. Una buena idea, grande como una casa.
La idea más grande que había tenido, una obra maestra. Trabajaría
de recepcionista nocturno en un hotel..., ésa era la idea. Me
permitiría leer y trabajar al mismo tiempo. Salté de la cama,
engullí el desayuno y bajé los escalones de seis en seis. Una vez
en la acera, me detuve un momento a meditar la idea. El sol calcinaba
la calle y me despejó quemándome los ojos. Curioso. Ahora que
estaba totalmente despierto la idea no me parecía tan buena, una de
esas que se nos ocurren adormilados. Un sueño, un simple sueño, una
trivialidad. No podía trabajar de recepcionista nocturno en aquel
municipio portuario por la sencilla razón de que ningún hotel del
municipio tenía recepcionistas nocturnos. Una deducción matemática
y bastante sencilla. Volví a casa y me senté.
***
Dormido
o despierto, daba lo mismo, detestaba la fábrica de conservas y
siempre olía a desperdicios. Nunca me abandonaba aquella peste a
caballo muerto en la cuneta. Me seguía por las calles. Entraba
conmigo en los edificios.
Cuando
me acostaba por la noche, allí estaba, como una manta, cubriéndome
por entero. Y en mis sueños había pescado pescado pescado, caballas
nadando en una charca negra, y yo estaba atado a un palo y me bajaban
hasta meterme en la charca. Lo tenía en la comida y en la ropa,
incluso en el cepillo de dientes. A Mona y a mi madre les pasaba lo
mismo. Al final era tan desagradable que incluso comíamos carne el
viernes. Mi madre no soportaba el pescado, aunque fuera pecado no
comerlo los viernes.
***
Pero
recuerdo a una mujer en un yate. Estaba a doscientos metros. A
semejante distancia no podía verle la cara. Sólo que se movía con
sencillez por la cubierta, como una reina pirata con un flamante
bañador blanco. Paseaba por la cubierta de un yate que se estiraba
como un gato desperezándose en el agua azul. Era sólo un recuerdo,
una impresión recibida estando junto al vertedor de latas, mirando
por la puerta. Sólo un recuerdo, pero enamoré de ella, la primera
mujer de carne y hueso que amaba en mi vida. De vez en cuando se
detenía en la borda para mirar el mar. Luego reanudaba el paseo
moviendo adelante y atrás sus muslos de lujo. En cierta ocasión se
volvió y se quedó mirando la fábrica de conservas. La estuvo
mirando unos minutos. No podía verme, pero miraba directamente hacia
donde yo estaba. En aquel momento me enamoré de ella. Tenía que ser
amor, aunque también podía ser su bañador blanco. Lo enfoqué
desde todos los puntos de vista y al final admití que era amor.
Después de mirarme, se volvió y siguió paseando. Estoy enamorado,
me dije. ¡Así que esto es el amor! Pensé en ella todo el día. Al
día siguiente el yate se había ido. Me preguntaba por ella y,
aunque en ningún momento me pareció importante, estaba convencido
que estaba enamorado. Al cabo de un tiempo dejé de pensar en ella,
se convirtió en recuerdo, un mero recuerdo para matar las horas en
vertedor de latas. Pero la había amado; ella nunca me vio y yo nunca
le vi la cara, pero había sido amor a pesar de todo.
***
Me
puse a escribir otra vez. El lápiz corría por la página. La página
se llenó. Le di la vuelta. El lápiz siguió su trayecto. Otra
página. De arriba abajo. Las páginas se amontonaron. Por la ventana
entraba la niebla, tímida y fría. Pronto se llenó la habitación.
Seguí escribiendo. Página once. Página doce.
Levanté
la vista. Era de día. La niebla invadía la habitación. La estufa
estaba apagada. Tenía las manos entumecidas. En el dedo en que se
apoyaba el lápiz me había salido una ampolla. Me picaban los ojos.
Me dolía la espalda. Apenas podía moverme a causa del frío. Pero
nunca me había sentido mejor.
John
Fante. “Camino de Los Ángeles”. 2015, Anagrama.
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