Fragmentos:
Era
un edificio viejo pero remodelado, en pleno barrio de La Latina, y
cuando la llave del portal funcionó a la primera, pensé que mi
suerte empezaba a cambiar. No había ascensor y llegué hasta el
tercer piso con la lengua afuera. La chapa en la puerta anunciaba que
ahí vivía Noelia Durán i Mont y cuando la abrí no sonó ninguna
alarma. Entré despacio, como un ladrón, y dejé los bolsos y la
mochila en el dormitorio. Me saqué la camisa y el vaquero y anduve
fumando en calzoncillos. Era una casa cómoda.
***
Me
moría por medio litro de café. En algún lugar había leído que el
café era la sangre de los hombres cansados. Chandler, creo. ¿Qué
hubiera hecho Marlowe en mi lugar? Recibir los golpes, seguro. Pero
después andaría pisando sus soledades hasta descubrí la trama del
asunto sin que pareciera importarle demasiado. La cabeza del bueno de
Marlowe era a prueba de porras y de esperanzas. Siempre podía ver lo
que había detrás de las apariencias, aunque la mayoría de las
veces, detrás de las apariencias no hubiera nada, como en un juego
de espejos enfrentados que parieran imágenes sin una primera imagen
original.
***
Las
ciudades en domingo por la mañana son hasta queribles. Y si la
ciudad es Madrid, el domingo, de verano, y la mañana, raramente
fresca para agosto, uno puede llegar a enamorarse de la dama,
cortejarla en sus calles vacías y creer, sin creerlo del todo, que
está soltera y disponible. Pero siempre hay maridos posesivos aunque
ausentes que te buscan y te encuentran en el armario previsible de la
ciudad. No te matan porque el honor ya no cotiza lo que antes; les
basta con recordarte sin palabras que la ciudad nunca será tuya más
allá de la mentira claroscura de una noche o el romance fugaz de una
mañana dominguera y desierta.
***
Me
desnudé y entré en el agua oscura con una sensación de
transgresión indefensa que me maravilló. Jugamos sin ruido,
nadando, flotando, tocándonos al pasar. Fuimos hasta el fondo y nos
reconocimos con los dedos, salimos a la superficie más por costumbre
que por necesidad, y nos abrazamos empujados por olas que nacían de
nosotros. La besé. Era bueno e inocente besarla, desnudos en la
piscina, a oscuras. Nos frotamos como peces resbalosos, buscando,
fingiendo que todo era agua y nada más. Las mismas olas nos llevaron
hasta la parte baja de la piscina y me zambullí para cruzar entre
sus piernas abiertas. Se rió sin ruido. Repetí el número pero al
pasar debajo de ella, giré y besé su sexo. Nos revolcamos sin peso
en el agua, luminosos de tanto frotarnos. La besé otra vez y nos
abrazamos. Subí sus piernas a mi cintura, intenté entrar en ella,
pero me frenó con un gesto.
―En
el autobús hiciste trampa ―susurró―.
Ahora, por favor.
―Ahora,
la verdad ―dije sintiendo la puerta de su cuerpo bajo el agua.
―La
verdad es como un coño, Nicolás ―dijo ella sin favorecer la
entrada, sin impedirla tampoco―. No hay dos iguales y siempre se
añora el que no se conoce. Se le adjudican más secretos que los que
posee y, ¿sabes una cosa? No tiene memoria, se lava y todo olvidado.
Carlos
Salem. “ Un jamón calibre 45”. 2011, RBA Libros.
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