Fragmentos.
(…)
R., me habló de cierto libro inencontrable que había estado
intentando localizar sin éxito, husmeando en librerías y catálogos
en busca de una obra supuestamente excepcional que tenía muchas
ganas de leer, y cómo, una tarde que paseaba por la ciudad tomó un
atajo a través de la Grand Central Station, subió la escalera que
llevaba a Vanderbilt Avenue, y descubrió a una joven apoyada en la
baranda de mármol con un libro en la mano: el mismo libro que él
había intentado localizar tan desesperadamente.
Aunque
no es alguien que normalmente hable con desconocidos, R. estaba tan
asombrado por la coincidencia que no se pudo callar.
—Lo
crea o no—
le dijo a la joven—,
he buscado ese libro por todas partes.
—Es
estupendo—
respondió la joven—.
Acabo de terminar de leerlo.
—¿Sabe
dónde podría encontrar otro ejemplar? —preguntó
R.—.
No puedo decirle cuánto significaría para mí.
—Éste
es suyo—
respondió la mujer.
—Pero
es suyo—
dijo R.
—Era
mío—
dijo la mujer—,
pero ya lo he acabado. He venido hoy aquí para dárselo.
***
(…)
La experiencia del poema no reside en cada una de sus palabras, sino
en la interacción de esas palabras, la música, lo silencios, las
formas; y si no le damos al lector la oportunidad de apreciar la
experiencia en su totalidad, no logrará captar el espíritu del
original. Por esta razón, creo que la poesía debería ser traducida
sólo por poetas.
***
Cuando
esta mañana me he sentado a escribir, lo primero que he hecho ha
sido pensar en Salman Rushdie. Durante cuatro años y medio es algo
que he hecho cada mañana, y en la actualidad constituye una parte
esencial de mi rutina diaria. Cojo la pluma, y antes de comenzar a
escribir pienso en mi colega que está al otro lado del océano. Rezo
para que siga viviendo otras veinticuatro horas. Rezo para que sus
escoltas ingleses le mantengan escondido de la gente que pretende
matarle, los mismo que ya han matado a uno de sus traductores y
herido a otro. Y sobre todo, rezo para que llegue un día en que
estas oraciones ya no sean necesarias, y Salman Rushdie pueda pasear
por las calles del mundo con la misma libertad que yo.
Rezo
por ese hombre cada mañana, pero, en el fondo, sé que también rezo
por mí. Su vida está en peligro porque ha escrito un libro.
Escribir libros es también mi oficio, y sé que los caprichos de la
historia y la pura mala suerte podrían haber hecho que yo estuviera
en su lugar: Quizá no hoy, pero quién sabe si mañana. Pertenecemos
al mismo club: una secreta fraternidad de hombres y mujeres
solitarios, enclaustrados y maniáticos que pasamos casi todo nuestro
tiempo encerrados en pequeñas habitaciones luchando por colocar
palabras en una página. (…)
Paul
Auster. “Experimentos con la verdad”. 2000, Anagrama.
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