Fragmentos:
Queridos
hijos del Señor:
Lo
que ha estado pasando entre vosotros ha llenado de amargura el alma
de vuestro obispo.
Se
ha presentado entre vosotros un pobre iluso de los que hay muchos en
el manicomio, y al cual los fieles, que lo son todos para ir a la
iglesia, para cumplir su santa religión y para cumplir sus deberes,
lo han acogido como el enviado de Dios, como el mismo Mesías, nada
menos, y le han formado su comitiva de apóstoles y creyentes. (…)
Luego
de oír la historia, el Cristo de Elqui no se demoró nada en
averiguar cómo y por dónde se llegaba a la salitrera Providencia,
una de las pocas por donde no recordaba haber pasado predicando su
evangelio. Él tenía que conocer a esa matrona piadosa, adoradora del
Padre Eterno y versada en los regodeos carnales. Tenía que ganarla
para su causa, convertirla en su discípula, en su apóstola puertas
adentro. De ese pelaje era la mujer que buscaba. (…)
Morena,
de cabellera trigueña, ojos levemente entrecerrados y pupilas
profundas. Así era Magalena Mercado. Su cuerpo de curvas suaves y
movimientos lánguidos dejaba en el aire una sensual estela de paloma
enferma. Y esto se corroboraba tanto en sus gestos como en el timbre
cadencioso de su voz. (…)
Al
salir del local, ya pasada la medianoche, el Cristo de Elqui se
encontró de sopetón con el padre Sigfrido, frente a las dependencias
del sindicato. El cura parecía venir del chalet del señor
administrador. Al tener al predicador frente con frente, el ministro
de Dios no aguantó su rabia y, con todos sus tics flameándole en la
cara, se puso a reprenderlo a voz en cuello que era un apóstata, un
perjuro, un impostor descarado, sí señor, eso era, pues nadie que
no fuera sacerdote tenía atribuciones para oficiar el sagrado
sacramento de unir en matrimonio a ninguna pareja en ninguna parte
del mundo, como él había hecho en la mañana de ese mismo día.
En
medio del ruedo de obreros que se juntó a observar el altercado, sin
ganas de intervenir a favor de uno ni del otro ―los
solteros no comulgaban con el predicador por sus sospechas de que
quería llevarse a Magalena, y la mayoría ya miraba al cura con
desconfianza por sus continuas visitas a la mansión del Gringo―,
el Cristo de Elqui no hacía más que mesarse las barbas en un lento
gesto de mansedumbre. Al final, con una placidez que descolocó al
padre Sigfrido, le dijo, mirándole a un jeme de la cara, que por
mucho que el caballero sacerdote cumpliera con todas y cada una de
las leyes eclesiásticas, él obedecía el mandato directo del Divino
Maestro, el Padre Eterno, el Único, el Alfa y el Omega.
―Puede
que usted cumpla con todas las providencias y estatutos del
catolicismo, señor mío―
le dijo sin pestañear―,
pero yo camino sobre las aguas.
Y
se fue y dejó al cura despotricando solo. (…)
El
Cristo de Elqui, ahora de nuevo Domingo Zárate Vega, vestido de
ciudadano común y corriente ―terno
negro, camisa blanca, sombrero de paño―,
todavía recordaba aquella noche singular en las afueras de La Piojo.
En los veintidós años que misionó por los caminos de la patria,
aquélla había sido una de sus jornadas más inescrutables. Ponía
de testigo al Padre Celestial. Nunca en su vida se había sentido más
solo y desamparado que cuando se alejaba caminando bajo la oscuridad
de aquella noche pampina. Atrás quedaba el fragor de la fiesta, la
música, los petardos, la mujer soñada, la hembra bíblica que pudo
hacerle más llevadero el calvario de su misión evangelizadora. Con
ella a su lado hubiese alargado el tiempo de su cruzada no sólo en
dos años como al final lo hizo, sino hasta dar su último aliento
aquí en la Tierra. Sin embargo, no había sido la voluntad del
Omnipotente, se decía aquella noche mientras tranqueaba orillando la
línea férrea alumbrado por la luz de las estrellas y sintiendo nada
más que el crujir de sus sandalias sobre la sal quebradiza. ¡Dios
nos da, Dios nos quita, alabado sea Dios!, exclamó en voz alta, y su
voz pareció resonar en todo el ámbito de la pampa. Se detuvo un
rato. Quería oír el silencio...El silencio era
puro...hondo...cósmico...<<Dios es silencio>>, pensó.
(…)
Hernán
Rivera Letelier. “El arte de la resurreción”. 2010, Alfaguara.
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