Frente al silencio.

Frente al silencio.

jueves, 16 de abril de 2015

Hernán Rivera Letelier.




Fragmentos:




      Queridos hijos del Señor:
      Lo que ha estado pasando entre vosotros ha llenado de amargura el alma de vuestro obispo.
      Se ha presentado entre vosotros un pobre iluso de los que hay muchos en el manicomio, y al cual los fieles, que lo son todos para ir a la iglesia, para cumplir su santa religión y para cumplir sus deberes, lo han acogido como el enviado de Dios, como el mismo Mesías, nada menos, y le han formado su comitiva de apóstoles y creyentes. (…)





      Luego de oír la historia, el Cristo de Elqui no se demoró nada en averiguar cómo y por dónde se llegaba a la salitrera Providencia, una de las pocas por donde no recordaba haber pasado predicando su evangelio. Él tenía que conocer a esa matrona piadosa, adoradora del Padre Eterno y versada en los regodeos carnales. Tenía que ganarla para su causa, convertirla en su discípula, en su apóstola puertas adentro. De ese pelaje era la mujer que buscaba. (…)






      Morena, de cabellera trigueña, ojos levemente entrecerrados y pupilas profundas. Así era Magalena Mercado. Su cuerpo de curvas suaves y movimientos lánguidos dejaba en el aire una sensual estela de paloma enferma. Y esto se corroboraba tanto en sus gestos como en el timbre cadencioso de su voz. (…)









      Al salir del local, ya pasada la medianoche, el Cristo de Elqui se encontró de sopetón con el padre Sigfrido, frente a las dependencias del sindicato. El cura parecía venir del chalet del señor administrador. Al tener al predicador frente con frente, el ministro de Dios no aguantó su rabia y, con todos sus tics flameándole en la cara, se puso a reprenderlo a voz en cuello que era un apóstata, un perjuro, un impostor descarado, sí señor, eso era, pues nadie que no fuera sacerdote tenía atribuciones para oficiar el sagrado sacramento de unir en matrimonio a ninguna pareja en ninguna parte del mundo, como él había hecho en la mañana de ese mismo día.
      En medio del ruedo de obreros que se juntó a observar el altercado, sin ganas de intervenir a favor de uno ni del otro los solteros no comulgaban con el predicador por sus sospechas de que quería llevarse a Magalena, y la mayoría ya miraba al cura con desconfianza por sus continuas visitas a la mansión del Gringo, el Cristo de Elqui no hacía más que mesarse las barbas en un lento gesto de mansedumbre. Al final, con una placidez que descolocó al padre Sigfrido, le dijo, mirándole a un jeme de la cara, que por mucho que el caballero sacerdote cumpliera con todas y cada una de las leyes eclesiásticas, él obedecía el mandato directo del Divino Maestro, el Padre Eterno, el Único, el Alfa y el Omega.
      ―Puede que usted cumpla con todas las providencias y estatutos del catolicismo, señor mío le dijo sin pestañear, pero yo camino sobre las aguas.
      Y se fue y dejó al cura despotricando solo. (…)







      El Cristo de Elqui, ahora de nuevo Domingo Zárate Vega, vestido de ciudadano común y corriente terno negro, camisa blanca, sombrero de paño, todavía recordaba aquella noche singular en las afueras de La Piojo. En los veintidós años que misionó por los caminos de la patria, aquélla había sido una de sus jornadas más inescrutables. Ponía de testigo al Padre Celestial. Nunca en su vida se había sentido más solo y desamparado que cuando se alejaba caminando bajo la oscuridad de aquella noche pampina. Atrás quedaba el fragor de la fiesta, la música, los petardos, la mujer soñada, la hembra bíblica que pudo hacerle más llevadero el calvario de su misión evangelizadora. Con ella a su lado hubiese alargado el tiempo de su cruzada no sólo en dos años como al final lo hizo, sino hasta dar su último aliento aquí en la Tierra. Sin embargo, no había sido la voluntad del Omnipotente, se decía aquella noche mientras tranqueaba orillando la línea férrea alumbrado por la luz de las estrellas y sintiendo nada más que el crujir de sus sandalias sobre la sal quebradiza. ¡Dios nos da, Dios nos quita, alabado sea Dios!, exclamó en voz alta, y su voz pareció resonar en todo el ámbito de la pampa. Se detuvo un rato. Quería oír el silencio...El silencio era puro...hondo...cósmico...<<Dios es silencio>>, pensó. (…)







Hernán Rivera Letelier. “El arte de la resurreción”. 2010, Alfaguara.



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