FRAGMENTOS
Pasa
muchas veces que uno tiene demasiado trabajo para fregar los platos o
para quedar con un grupo de amigos o para ir al médico a hacerse una
analítica o para salir a comprar alguna cosa que hace falta, pero
aunque aquélla era una noche extremadamente difícil, me resultaba
imposible poner un codo de distancia ante la mirada penetrante de
María y decirle: lo siento, ahora no puedo follar contigo.
María
tenía una melena castaña que se agitaba durante el acto lujurioso a
la altura justa para cubrirle la parte superior de los pezones, y es
ahí donde empezaba mi encerrona. No podía quitarme esa imagen de la
cabeza. Los hombres recogemos instantáneas de nuestras mujeres como
las cámaras fotográficas, las coleccionamos en un archivo secreto
de la cabeza y basta que una haga veladura y se revele en el cerebro
para que la erección desbarate cualquier tentativa de vivir con
pragmatismo. (…)
―Sus
mulas, otra vez―
dijo el farmacéutico. Era un farmacéutico gitano. Yo lo conocía
desde hacía tiempo. Cantaba por las noches en el tablao Decoro, que
había sido una tienda de muebles con el mismo nombre antes de ser
tomada por los gitanos. Era un hombre muy feliz, un gitano con
estudios. Tenía ocho hijos pelirrojos porque se había casado con
una holandesa que parecía una fábrica de mantequilla. Sus últimas
palabras fueron las siguientes―:
Me cago en su cama con los apagones. (...)
Fue
entonces cuando vi a Lapiedra, aunque no lo reconocí enseguida. En
la penumbra del salón, frente a una chimenea apagada, un sillón
puesto de espaldas. Una mano macilenta colgaba por un lado, y había
un libro en el suelo. Me acerqué, la madera crujía bajo la alfombra
a cada paso. Esa mano colgante no se movió. Llegué hasta el sillón.
El libro que se había escurrido al suelo me era muy familiar. La
siempreviva, una partida legendaria comentada. Lapiedra tenía la
cabeza vuelta hacía un lado, estaba más delgado que nunca, o quizás
era el efecto de verlo totalmente afeitado. Tenía delante una mesita
con un tablero de ajedrez con una partida a medias. La siempreviva.
Pero, ¿Lapiedra?
Cuando
le toqué el hombro movió la cabeza y emitió un sonido de
confusión. Abrió los ojos y observó el tablero, luego los volvió
hacía mí.
Y
entonces el detective Marcos Lapiedra, mi maestro, sonrió. Su
sonrisa estaba a punto de desbordarme, aunque era discreta. Se puso
de pie sin decir una palabra y nos miramos. Tenía la espalda recta
parecía que su mirada había recobrado algo de su antigua fuerza.
(…)
Juan
Soto Ivars. “Ajedrez para un detective novato”. 2013, Algaida
editores.
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