Frente al silencio.

Frente al silencio.

miércoles, 8 de abril de 2015

Juan Soto Ivars.




FRAGMENTOS




    Pasa muchas veces que uno tiene demasiado trabajo para fregar los platos o para quedar con un grupo de amigos o para ir al médico a hacerse una analítica o para salir a comprar alguna cosa que hace falta, pero aunque aquélla era una noche extremadamente difícil, me resultaba imposible poner un codo de distancia ante la mirada penetrante de María y decirle: lo siento, ahora no puedo follar contigo.
    María tenía una melena castaña que se agitaba durante el acto lujurioso a la altura justa para cubrirle la parte superior de los pezones, y es ahí donde empezaba mi encerrona. No podía quitarme esa imagen de la cabeza. Los hombres recogemos instantáneas de nuestras mujeres como las cámaras fotográficas, las coleccionamos en un archivo secreto de la cabeza y basta que una haga veladura y se revele en el cerebro para que la erección desbarate cualquier tentativa de vivir con pragmatismo. (…)








    ―Sus mulas, otra vez dijo el farmacéutico. Era un farmacéutico gitano. Yo lo conocía desde hacía tiempo. Cantaba por las noches en el tablao Decoro, que había sido una tienda de muebles con el mismo nombre antes de ser tomada por los gitanos. Era un hombre muy feliz, un gitano con estudios. Tenía ocho hijos pelirrojos porque se había casado con una holandesa que parecía una fábrica de mantequilla. Sus últimas palabras fueron las siguientes: Me cago en su cama con los apagones. (...)





    Fue entonces cuando vi a Lapiedra, aunque no lo reconocí enseguida. En la penumbra del salón, frente a una chimenea apagada, un sillón puesto de espaldas. Una mano macilenta colgaba por un lado, y había un libro en el suelo. Me acerqué, la madera crujía bajo la alfombra a cada paso. Esa mano colgante no se movió. Llegué hasta el sillón. El libro que se había escurrido al suelo me era muy familiar. La siempreviva, una partida legendaria comentada. Lapiedra tenía la cabeza vuelta hacía un lado, estaba más delgado que nunca, o quizás era el efecto de verlo totalmente afeitado. Tenía delante una mesita con un tablero de ajedrez con una partida a medias. La siempreviva. Pero, ¿Lapiedra?
    Cuando le toqué el hombro movió la cabeza y emitió un sonido de confusión. Abrió los ojos y observó el tablero, luego los volvió hacía mí.
    Y entonces el detective Marcos Lapiedra, mi maestro, sonrió. Su sonrisa estaba a punto de desbordarme, aunque era discreta. Se puso de pie sin decir una palabra y nos miramos. Tenía la espalda recta parecía que su mirada había recobrado algo de su antigua fuerza. (…)






Juan Soto Ivars. “Ajedrez para un detective novato”. 2013, Algaida editores.


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