Fosfenos
Sudaba
tristeza. Sus pasos monocromos tiznaban las calles con una escala de
grises que derivaba en noches cerradas. Las estrellas implosionaban,
tragándose las lágrimas, y desaparecían en ríos argentados que
agrietaban el suelo que ella pisaba.
Ella.
Ella, una sombra encorvada en contraste con las figuras rectilíneas
de la ciudad.
Su
pelo caía como ramas de un sauce. Echaba raíces en los parques, se
columpiaba en soliloquios mudos y vestía de fúnebre al volver a
casa. La oscuridad no era más que una ramera pudorosa. Casta,
recatada. El colchón perfecto para compartirlo con Nadie, su fiel
compañero. Con él, los monólogos silenciosos se convertían en
conversaciones de retórica experimentada y boca a boca de lenguas
que colapsan.
Nadie,
Nada. Vacío. Ausencia de Vida.
La
muchacha estaba rota; así, Muerte dedicó su inmortalidad a
repararla para poder cumplir su cometido eficazmente, puesto que no
podía matar lo ya exangüe. De este modo, construyó dos corazones,
a falta de uno, y rellenó el cráneo de la muchacha con dos nuevos
hemisferios; la obligó a pensar irracionalmente.
La
melancolía desapareció; los colores se fusionaron, se corrieron,
culminaron en un tapiz de recuerdo. Y los papeles cambiaron.
Ella
dejó de temer la oscuridad y la oscuridad pasó a temerla a ella.
Laura Dietrich. 2015, Inédito. Más de ella, aquí: https://dieltrich.wordpress.com/
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