Fragmentos.
Los
miércoles hay ecologistas y hay contaminadores, incluso ecologistas
contaminadores. Hay muchachas flamantes por fuera y gastadas por
dentro, hay hombres que matarían por encontrar un motivo válido
para seguir viviendo. Hay poetas de los cojones, sin cojones para
escribir lo que piensan y que acaban escribiendo lo que deben. Yo
fui uno de ellos, creo. Hay
chavales que se matan en el gimnasio por las tardes, para sentirse
matadores por las noches y terminan matándose a pajas al amanecer,
con notable fortalecimiento de los bíceps. Hay genios por docena,
repitiendo sobre el hombro de quien se deje el comentario inteligente
de aquella revista contestataria que, a la hora de pagar las
colaboraciones, no sabe no contesta. Hay parejas desparejas, parejas
deshechas, parejas que se alimentan del mutuo rencor. Hay también
parejas que se quieren, gloriosa estupidez que envidio cada vez que
la mirada de Lola se me enreda en la nuez y la estrangula de
promesas. Hay adictos a todo que no quieren nada, bellezas de neón
que se aman a sí mismas mientras saltan de hombre en hombre, de
espejo en espejo, narices hambrientas que hacen cola frente al baño
como quien embarca en un turístico.
Hay
gente.
Demasiada
gente los miércoles. (…)
***
Lola
recuerda el sobresalto, la carrera descalza hasta la puerta, la
mirilla que le regaló la imagen de Poe deformada pero real, al otro
lado del tablero de madera. Recuerda también el miedo. El enorme
miedo a ceder a sus deseos, dejarlo entrar, meterlo en su vida y en
su cama, volver a amaneces en soledad. Además, pensó, no había
terminado de fregar. No podía ser, esa noche no. Se quedó allí
durante un tiempo injusto, lento tiempo de caracol que deja un rastro
de baba en el mejor sueño, pegada a la mirilla sintiendo cada timbre
como un golpe, como un adiós. Se quedó hasta ver que la cara de Poe
pasaba de la decisión a la dura, de la duda a la renuncia, de la
renuncia al dolor. Y siguió, fundido el ojo a la mirilla, hasta que
él bajo la cabeza, dijo una palabra muda, y se marchó. Entonces
Lola se fue a seguir fregando, maldiciendo que él sólo hubiera
pulsado el timbre doce veces, cuando ella se había prometido que si
llegaba a los trece intentos le abriría la puerta. (…)
Quise
completar la felicidad de Lucy, saber más sobre ella. El error del
amor. Nos enamoramos de desconocidos y luego nos empeñamos en
asesinarles el misterio. La acompañé a su casa y me hundí en las
fotos de una niña con ojos de cervatillo feroz, en sus dibujos de
infancia, iguales a los que hizo luego, en las anécdotas pueriles o
brillantes en las que Lucy le cantaba a los perros y gatos heridos
que iba recogiendo por las calles. Aquella mujer veneraba a Lucy.
Cuando
volví a casa, al atardecer, ella no estaba, pero estaba su bolso
interminable lleno de pedazos de papel y de hojas secas. Interrogué
a las plantas pero estaban mudas. Pasé un buen ratos en busca de una
nota y la encontré del lado adentro de la puerta. Sólo una palabra:
<<¿Si?>>
Pegado
en la puerta de cristal del invernadero, otro papel: (…)
Carlos
Salem. “El huevo izquierdo del talento”. 2013. Ediciones
Escalera.
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