Merodeó
un poco por el mercado, preguntó y consiguió ayudar a estibar un
camión de plátanos, después otro. Tuvo trabajo hasta el mediodía.
Ganó veinte pesos. Se robó unos plátanos maduros, unos mangos casi
podridos y un puñado de limones. Cuando llegó a casa de Fredesbinda
con todo eso, ella se alegró:
―Ay,
titi, ¡tú eres El Rey de La Habana!
―Jejejé
―se
sonrió muy orondo, orgulloso de su faena.
―¡El
Rey de La Habana! ―repetía
Fredesbinda, atragantándose de plátanos y mangos.
Así
pasaron los días. Él, muy disciplinado, se levantaba de noche aún
y se iba a descargar camiones al mercado. Le gustaba aquel olor a
frutas y vegetales maduros y podridos, los chistes brutos de los
otros estibadores, los campesinos azorados que llegaban con los
camiones, mancharse de tierra roja con las yucas y los boniatos. Fue
perfeccionando el robo. Ahora ponía un saco en algún rincón
oscuros y lo llenaba poco a poco. Antes de que amaneciera agarraba el
saco, salía por la puerta de atrás y se lo llevaba a Fredesbinda,
que ya lo esperaba.
―¡Ahí
viene El Rey de La Habana!
―Reynaldo
na´más. Reynaldo na´más.
―No,
papi, no. Tú eres El Rey de La Habana.
A
veces el saco sólo contenía pepinos y ajos. Otras veces solo
melones y calabazas. De todos modos, Fredesbinda los vendía y hacían
unos pesitos más. Rey cada día era más hábil. La fiesta duró un
par de semanas. Ahora estaba más fuerte, mejor alimentado,
musculoso, y un poco más alegre. Le bombeaba su semen a Fredesbinda
dos o tres veces al día. La vieja también había olvidado el
posible drama de su hija en Italia. ¿Seducida y abandonada? ¿O
seducida y explotada?
Todo
lo que comienza termina. Una madrugada apareció un policía en la
puerta del mercado, en el momento exacto en que Rey salía con su
saco repleto de vegetales. Lo habían denunciado. El policía se le
acercó a paso rápido y le insto:
―Ciudadano,
deténgase y muestre su carnet de identidad.
Rey
se aterró tanto que ni pensó lo que hacía. Lanzó el saco contra
el policía. Lo derribó al suelo y salió corriendo en dirección
opuesta. Corrió como un demonio, llegó a San Lázaro y siguió por
el parque Maceo hasta el Malecón. Muy asustado, se sentó a mirar si
lo seguían. No. Nadie. Amanecía lentamente. A los pocos minutos ya
andaban por allí los primeros pajeros del día. Cazaban a las
mujeres que pasaban solas y apresuradas hacia sus trabajos. Les
mostraban la pinga y se masturbaban. Siempre se colocaban junto a una
columna o en el túnel bajo la avenida del malecón. Sabían hacerlo.
Eran expertos. Se calentaban hasta que pasaba alguna muy especial y
delante de ella soltaban su semen. Se limpiaban y se iban caminando o
en bicicleta.
Cuando
el sol apretó un poco, Rey salió caminando. No sabía adónde. No
podía volver al mercado. La capilla de La Milagrosa estaba abierta.
En los escalones de entrada algunos pedían limosnas con los santicos
en las manos. Rey se sentó allá a observar. <<Creo que coy a
buscarme un santico otra vez>>, pensó. La cola del camello
estaba sabrosa. Los camellos pasaban con rapidez, cada diez minutos.
En cada uno doscientas personas, sudando y rabiando unos encima de
otros. Sexo, violencia y lenguaje de adultos. Pero la cola seguía
igual. No disminuía. Una avalancha tras otra de gente. Él observaba
a dos negritos carteristas que aprovechaban cuando el camello
llegaba. Todos se precipitaban en tropel a subir, dándose codazos,
empujando, apurados. Los negritos metían las manos en las bolsas, en
los bolsillos, y la gente los percibía. Hicieron zafra. Robaron por
lo menos seis carteras y se perdieron de allí. Eran muy hábiles. A
Rey le gustó aquello, y pensó: <<Parece fácil, pero yo soy
muy torpe para meterme a carterista. Es un vacilón porque no hay que
romperse el lomo cargando sacos, pero...>>
Pedro
Juan Gutiérrez. "El Rey de La Habana". 1999, Anagrama.