Frente al silencio.

Frente al silencio.

lunes, 5 de junio de 2017

Paul Auster




      El primer encuentro con Stillman tuvo lugar en Riverside Park. Fue a primera hora de la tarde de un sábado de bicicletas, paseadores de perros, y niños. Stillman estaba sentado solo en un banco, mirando fijamente a nada en concreto, el pequeño cuaderno rojo en el regazo. Había luz por todas partes, una luz inmensa que parecía irradiar de cada cosa que el ojo percibía, y por encima, en las ramas de los árboles, continuaba soplando la brisa, que sacudía las hojas con un apasionado susurro, un subir y bajar tan constante como el oleaje.
      Quinn había planeado sus movimientos cuidadosamente. Fingiendo no haberse fijado en Stillman, se sentó en el banco a su lado, cruzó los brazos sobre el pecho y miró fijamente en la misma dirección que el viejo. Ninguno de los dos habló. Según sus cálculos posteriores, Quinn estimó que aquello se prolongó durante quince o veinte minutos, luego, sin previo aviso, volvió la cabeza hacia el viejo y le miró directamente, fijando con obstinación los ojos en el arrugado perfil. Quinn concentró toda su fuerza en los ojos, como si pudiera hacer un agujero en el cráneo de Stillman por quemadura. Esta mirada duró cinco minutos.
      Finalmente Stillman se volvió hacia él. Con una voz de tenor sorprendentemente suave, dijo:
      —Lo siento, pero no me será posible hablar con usted.
      —Yo no he dicho nada —dijo Quinn.
      —Es verdad —contestó Stillman—. Pero debe usted comprender que no tengo costumbre de hablar con desconocidos.
     —Repito —dijo Quinn— que no he dicho nada.
     —Sí, ya le he oído la primera vez. Pero ¿no le interesa saber por qué?
     —Me temo que no.
     —Bien expresado. Veo que es usted un hombre con sentido común.
     Quinn se encogió de hombros negándose a responder. Ahora todo su ser emanaba indiferencia.
     Stillman sonrió alegremente, se inclinó hacia Quinn y dijo en tono conspiratorio:
      —Creo que vamos a llevarnos bien.
      —Eso está por ver —dijo Quinn tras una larga pausa.
     Stillman se rió —un breve y estruendoso <<ja>>— y luego continuó:
      —No es que me desagraden los desconocidos per se. Es sólo que prefiero no hablar con alguien que no se ha presentado. Para empezar necesito tener un nombre.
     —Pero una vez que una persona da su nombre ya no es un desconocido.
     —Exactamente. Por eso no hablo nunca con desconocidos.
      Quinn estaba preparado para aquello y sabía cómo responder. No iba a dejarse coger. Puesto que técnicamente era Paul Auster, ése era el nombre que tenía que proteger. Cualquier otro, incluso el verdadero, sería una invención, una máscara que le ocultaría y le mantendría a salvo.   







Paul Auster. "Ciudad de cristal". 1997, Anagrama




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