El
primer encuentro con Stillman tuvo lugar en Riverside Park. Fue a
primera hora de la tarde de un sábado de bicicletas, paseadores de
perros, y niños. Stillman estaba sentado solo en un banco, mirando
fijamente a nada en concreto, el pequeño cuaderno rojo en el regazo.
Había luz por todas partes, una luz inmensa que parecía irradiar de
cada cosa que el ojo percibía, y por encima, en las ramas de los
árboles, continuaba soplando la brisa, que sacudía las hojas con un
apasionado susurro, un subir y bajar tan constante como el oleaje.
Quinn
había planeado sus movimientos cuidadosamente. Fingiendo no haberse
fijado en Stillman, se sentó en el banco a su lado, cruzó los
brazos sobre el pecho y miró fijamente en la misma dirección que el
viejo. Ninguno de los dos habló. Según sus cálculos posteriores,
Quinn estimó que aquello se prolongó durante quince o veinte
minutos, luego, sin previo aviso, volvió la cabeza hacia el viejo y
le miró directamente, fijando con obstinación los ojos en el
arrugado perfil. Quinn concentró toda su fuerza en los ojos, como si
pudiera hacer un agujero en el cráneo de Stillman por quemadura.
Esta mirada duró cinco minutos.
Finalmente
Stillman se volvió hacia él. Con una voz de tenor sorprendentemente
suave, dijo:
—Lo
siento, pero no me será posible hablar con usted.
—Yo
no he dicho nada —dijo Quinn.
—Es
verdad —contestó Stillman—. Pero debe usted comprender que no
tengo costumbre de hablar con desconocidos.
—Repito
—dijo Quinn— que no he dicho nada.
—Sí,
ya le he oído la primera vez. Pero ¿no le interesa saber por qué?
—Me
temo que no.
—Bien
expresado. Veo que es usted un hombre con sentido común.
Quinn
se encogió de hombros negándose a responder. Ahora todo su ser
emanaba indiferencia.
Stillman
sonrió alegremente, se inclinó hacia Quinn y dijo en tono
conspiratorio:
—Creo
que vamos a llevarnos bien.
—Eso
está por ver —dijo Quinn tras una larga pausa.
Stillman
se rió —un breve y estruendoso <<ja>>— y luego
continuó:
—No
es que me desagraden los desconocidos per
se. Es sólo que
prefiero no hablar con alguien que no se ha presentado. Para empezar
necesito tener un nombre.
—Pero
una vez que una persona da su nombre ya no es un desconocido.
—Exactamente.
Por eso no hablo nunca con desconocidos.
Quinn
estaba preparado para aquello y sabía cómo responder. No iba a
dejarse coger. Puesto que técnicamente era Paul Auster, ése era el
nombre que tenía que proteger. Cualquier otro, incluso el verdadero,
sería una invención, una máscara que le ocultaría y le mantendría
a salvo.
Paul Auster. "Ciudad de cristal". 1997, Anagrama
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