22.
Al
sur del motel estaba Burgo de Cuerva y al norte, a unos pocos
kilómetros, Jabalí Nuevo. Al oeste se extendían los roquedales del
cañón del río Iguana y al este el desierto pedregoso que,
salpicado por unas pocas chumberas, pitas y arbustos resecados, se
perdía hasta donde alcanzaba la vista.
Alicia
pensó que pocas cosas habían cambiado en aquel lugar desde su
niñez. Las alambradas de metal que rodeaban el terreno estaban más
oxidadas, como la barrera de entrada, donde aún colgaba el cartel de
madera donde una vez había escrito “Cerrado por defunción”,
aunque ahora costara leer las letras. El letrero de neón que
anunciaba el motel hacía mucho que había sido arrancado por las
tormentas de arena; era un amasijo de hierro junto a la carretera
donde tomaban el sol las lagartijas. Faltaban algunas de las
cubiertas de ruedas de camiones que delimitaban el camino hasta la
posada. Las tablas de las paredes del motel estaban viejas y con la
pintura levantada. Ahora había dos cruces junto al desguace en vez
de una. La higuera estaba adornada con botellas de colores. Esas eran
las únicas diferencias. Y el silencio. Alicia pensó que desde el
aire, la posada parecería abandonada y mostraría un aspecto
descuidado; tan solo las cuerdas donde tendían la ropa y las sábanas
denotarían vida en aquel duro paraje en el que Lucas había vivido
siempre.
―¿Qué
hay al final de la carretera, mamá? ―preguntó
entonces el niño, sacándola de su ensimismamiento.
―No
lo sé, hijo. No lo sé.
Pedro
Andreu. “El Secadero de iguanas”. 2016, Frida ediciones.
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