Syracuse
La
ciudad de Syracuse es nieve y temperaturas polares. Te puedes
enamorar perdidamente del frío. El frío es real. En Syracuse hay
veintitrés grados bajo cero a la una del mediodía. Por la noche
baja a treinta y un grados bajo cero. Syracuse está situada en el
estado de Nueva York.
Hay
una pastelería italiana en el centro donde me como una tarta de
mantequilla y bizcocho y un café con jarabe de avellana.
He
venido a Syracuse a leer poemas en dos universidades, centros
culturales, librerías, congresos, etcétera. Cuanto más famoso
eres, más te invitan, y ese es el trabajo de un poeta: leer poemas
en público.
Lou Reed estudió literatura inglesa en la Universidad de Syracuse en los
años sesenta. Le dio clases el poeta Delmore Schwartz, un hombre
oscuro, alcohólico impenitente, muy poco o nada leído en España.
Pero en los años sesenta Delmore era un escritor importante, alabado
por T. S. Eliot y Ezra Pound y toda esa peña. Delmore era un poeta
reconocido y Lou Reed un mocoso, un joven airado. Se les vio mucho
juntos, en las tabernas de Syracuse. Delmore siempre estaba en los
bares de dowtown. Tenía fama de ser un excelente conversador. La
gente quería hablar con él. Lou Reed fue fiel a la memoria de
Delmore. Si ahora la gente conoce a Delmore Schwartz fue por haber
sido profesor de escritura del fundador de la Velvet Underground.
Los
alumnos de la universidad preparan un homenaje al legendario músico
para el mes de marzo. Lou Reed era atractivo. Para mí era guapísimo.
En los setenta parecía un James Dean de alcantarilla. Al final de su
vida, su cara se llenó de arrugas como cordilleras secas. De joven,
era un peligro. Lo dicen sus biógrafos. Tenía esa belleza de los
miopes, decorada con cuello cisne. No tuvo papada, ni engordó. En
algo había que gastarse la pasta que le daba el rock: en cirugía y
belleza geriátrica. Un animal erótico, alguien dijo eso de él en
los setenta. Le hicieron un millón de fotos y en todas salía bien.
Si hubiera sido gordo como Van Morrison, le habría ido peor.
Pregunto
por el expediente académico de Lou Reed, me gustaría saber qué
notas sacaba, y si es que aprobaba algo, pero al ser la Universidad
de Syracuse privada, esa información es confidencial y pertenece a
la familia. ¿Qué familia?, me pregunto yo. Quería saber si Delmore
le puso sobresaliente a Lou Reed, pero lo mismo le suspendió. Toda
la vida se pasó Lou hablando de Delmore, con devoción y admiración
y misterio y cariño y fervor, e imagínate que nos enteramos de que
Delmore le suspendió.
Hay
más sombras venerables en Syracuse. Aquí vivió una larga temporada
David Foster Wallace, el escritor del pañuelo blanco, así sale en
las fotos; y en Syracuse escribió La broma infinita. Imagino
que Foster Wallace pasearía con su pañuelo blanco en la cabeza por
las calles de Syracuse. Foster Wallace llevaba un pañuelo blanco,
modelo Mishima, en plan samurái americano, intentando que su cerebro
no estallara en mil pedazos, y al final estalló. Ese pañuelo era
una señal de que Foster Wallace se sentía inconmensurablemente
solo. El pañuelo, que en principio tenía que hacer una labor de
contención saludable, lo que hizo fue estrujar su cerebro hasta el
estallido final.
Quien
también vivió en Syracuse fue la premio Nobel de literatura Toni
Morrison. Una mujer angelical. Veo fotos de Toni enmarcadas en un
bar: esa hermosura negra, grande, maciza, inesperada.
Toni
Morrison y Delmore Schawartz, o Lou Reed y Toni Morrison podían
haber sido vecinos. Toni Morrison estuvo en Syracuse en el 64, o sea
que pudo muy bien coincidir allí con Delmore y Lou Reed, y tomarse
una copa juntos y charlar sobre Shakespeare.
Y
Toni Morrison pudo muy bien toparse por las calles con un bebé
llamado Tom Cruise, porque Tom Cruise nació en Syracuse un día
luminoso de julio del año 1962.
Quienes
siempre vivieron aquí fueron los indios onondaga. No sé cómo
demonios debían pasar los inviernos, cómo aguantaba un indio nativo
a treinta grados bajo cero. Bueno, es la fuerza de la vida, a la que
servimos todos. La grandeza de este país es esa: la fuerza de la
vida. Aquí nadie niega la vida, su poder.
Una
estudiante de español, afroamericana, me pregunta, en el coloquio
que sigue a mi charla, por la generación del 27. Yo espero que cite
a Federico García Lorca, pero no lo hace. Con vértigo en la dicción
castellana, me nombra a Gerardo Diego. Y siento cómo Gerardo,
dejando en la tumba su suave sudario, resucita en los labios de una
estudiante de español a unos diez mil kilómetros de distancia en
línea recta de donde yacen sus restos. Rezo interiormente, un <<Walk
on the Wild Side>> por mi querido Gerardo. Le digo a la
estudiante que Gerardo y yo éramos muy amigos y se lo digo de
corazón, aunque sea mentira. Es un raro homenaje salido de la
entraña que le tributo al autor de Ángeles de Compostela.
En
el college de Le Moyne conozco a Michael Streissguth, uno de
los grandes biógrafos de Johnny Cash y profesor del Departamento de
Comunicación. Hablamos de Cash frente a unos cafés humeantes. Me
dice Michael que conoció a Cash en el 96 cuando se conocieron
biógrafo y biografiado. Me hace gracia porque Johnny Cash medía un
metro ochenta y seis centímetros.
<<Sí
―me
dice Streissguth―,
era muy alto>>.
<<Tres
centímetros más que Elvis, que medía un metro ochenta y tres, y se
nota en las fotos donde salen juntos>>, contesto yo.
Le
pregunto que qué dijo Cash después de leer la biografía que le
había dedicado. Cash dijo: <<All
is true>>. Le
cuento a Streissguth que las canciones de Cash gustan mucho en
España. Quiero saber qué pasó en USA cuando murió Cash.
Streissguth dide: <<Fue como cuando murió Elvis>>. Está
bien que se paralicen los grandes países de la tierra cuando mueren
los hombres que cantaban a las cosas.
Vuelve
a nevar sobre Syracuse. Son las ocho de la tarde de un mes de febrero
y la nieve cae sobre las casas. Desafiando la nevada, Ana y yo
salimos del hotel y vamos a T. J. Maxx, que es una cadena de tiendas
donde venden ofertas maravillosas, allí puedes comprar de todo.
Parecemos
dos extraterrestres o dos astronautas o dos osos polares o dos
fantasmas o dos arcángeles o dos elefantes antiguos andando por la
nieve, no hay nadie en ninguna parte.
El
protagonista del urbanismo americano no es el hombre sino el coche.
No existen las ciudades, sólo los aparcamientos de las afueras. No
existen las personas, sino sus automóviles. Los coches se vuelven
así como ángeles de la guarda. Por eso predomina el color blanco en
los coches. De ahí también el éxito de los vehículos
todo-terreno, que te garantizan imaginariamente la conquista del
Oeste.
Las
ciudades están despanzurradas, son como sandías arrojadas contra la
piedra con la fuerza de un titán.
Por
todas partes encuentras restos de sandía, como por todas partes
encuentras restos de casas que parecen una ciudad.
No
son ciudades, son confabulaciones de casas conectadas por carreteras
muertas. Son casas conjuradas, sediciosas, rebeldes. Son casas que
van por libre. Las casas mandan, y no quieren formar una ciudad,
quieren estar solas, les gusta la libertad de estar en medio de la
nada.
Que
no haya ciudades sino sandías escalfadas te acaba agrietando por
dentro, te enfurece, te lastima, te enoja, te llena de ira malvada,
de ira contra ti mismo. La ira contra uno mismo suele explotar en la
cara de los demás.
Puede
que la razón de que haya tantos asesinatos y crímenes y
francotiradores y psicópatas con armas automáticas en Estados
Unidos se deba no a que la posesión de armas sea legal, como creen
muchos aquí, sino al urbanismo, a la aniquilación del concepto
ciudad.
De
vez en cuando, vemos las luces de un coche.
Entramos
en T.J Maxx y miramos las ofertas.
Manuel
Vilas. “América”. 2017, Círculo de Tiza.
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