Frente al silencio.

Frente al silencio.

sábado, 10 de junio de 2017

Erasmo de Rotterdam (II)




VENTAJAS DE LOS ESTULTOS SOBRE LOS SABIOS


[35]    Reconoce también Pitágoras muchas más virtudes en los estultos que en los sabios e ilustres. El famoso Grilo fue mucho más sabio que el <<astuto Odiseo>>, pues prefirió quedarse gruñendo en la pocilga a salir con él a correr miserables aventuras. No es Homero, padre de las fabulaciones, de otra opinión, pues dice de los hombres todos que son infelices y desgraciados mientras llama a Ulises, siempre ejemplo de sabiduría, <<digno de compasión>>, algo que nunca llamó ni a Paris ni a Ajax, ni a Aquiles. ¿Por qué hizo eso? Porque aquel vivo y engañador Ulises no hacía nada sin consultar con Palas y cuando se apartaba de la naturaleza se equivocaba.
      Por tanto, los que están más lejos de la felicidad con aquellos que cultivan el saber, doblemente estultos por ese motivo, pues, tras haber nacido seres humanos, se olvidan de su condición y pretenden emular a los dioses, y, siguiendo el ejemplo de los gigantes, hacen la guerra a la naturaleza sirviéndose de los artificios de la ciencia, y de ahí que tengo por menos desdichados en el mundo a los más cercanos a la estulticia y a la condición de los brutos, que a los que no quieren sobrepasar para nada su condición de hombres.
      Voy a demostrar lo que estoy diciendo y no precisamente con entimenas de los estoicos sino con un ejemplo de una claridad meridiana. Contestadme, por los dioses inmortales, ¿hay, acaso, seres más felices que aquellos a los que el vulgo llama locos, estultos, imbéciles y melones, apelativos, por cierto, que, a mi entender, son hermosísimos? Quizá a primera vista resulte eso un tanto desconcertante y absurdo, pero, sin embargo, es una verdad como un templo.
      De entrada, esta gente no siente el menor temor a la muerte, lo cual es, vive Dios, una gran ventaja. No sienten remordimientos de conciencia. No les dan miedo las almas en pena. No los asusta la amenaza de los males, ni tampoco los estimula la esperanza de los futuros bienes. En una palabra, no los consumen las mil y una preocupaciones que atormentan la vida. No se ruborizan, no respetan nada, nada ambicionan, nada envidian, no aman. Para colmo, porque se acercan tanto en sus actos a la absoluta ignorancia de los brutos, según los teólogos, no pecan.
      Hora es de que me expliques, sabio estultísimo, cuántas noches y días pasas torturado en tu espíritu por tus propios problemas; haz un recuento de las desgracias que te afligen y de esa manera te darás cuenta de los muchos sinsabores que mis amados necios se ahorran. Añade que siempre están alegres, cantando y riendo, y que allí donde van llevan consigo la alegría, la juerga, la diversión y las carcajadas. Tal parece haber sido el cometido que la bondad de los dioses les ha encomendado; es decir, alejar la tristeza de la vida de los hombres. Y adviértase, en fin, que así como los otros hombres inspiran a los demás afectos contrarios, los míos son recibidos por todos con general agrado, como si fuesen antiguos camaradas de todos, razón por la cual se los solicita, se les llena la panza, se los festeja, se los abraza, se los protege y se los ayuda si es necesario, y hasta se les permite decir y hacer lo que les apetezca. Y hasta tal punto nadie desea hacerles el menor daño que incluso las bestias y las fieras parecen dulcificar con ellos su fiereza, como si presintiesen, de alguna manera, que son inofensivos. Son verdaderos dioses sagrados, desde luego lo son para mí, y nadie considera injusto el honor que se les dispensa.








LOS POETAS, LOS RETÓRICOS Y LOS AUTORES DE LIBROS

[50]     No me deben tanto los poetas, porque, aunque por definición se encuentran en mi bando, son, como dicen por ahí, una raza independiente y sus afanes no tienen más objetivo que el de regar los oídos con frivolidades y cuentecillos sin sustancia. Pero es tanta la felicidad que siente por conocerse a sí mismos que están seguros de alcanzar la inmortalidad con sus admirables poemas y de conseguir un destino semejante al de los dioses. Por supuesto, también prometen semejante felicidad a los demás, son los que más devoción sientes por Filautía (amor propio) y por Colaquía (la adulación), y no hay nadie que se rinda a sí mismo culto tan delicado ni más perseverante.
      Y los retóricos, aunque algunos de ellos sea un prevaricador, pues trata de acercarse a los filósofos, la verdad es que están en esta misma grey por muchas razones, pero, sobre todo, por una muy principal. Y es que, de tantas tonterías como con gran devoción se han escrito, la más importante, en lo que se refiere al género cómico, es un tratado de retórica de no sé quién, dedicado a Herenio, en el que, curiosamente, se incluye la estulticia entre los géneros de chanzas. E incluso Quintiliano, que es máxima autoridad en la materia, escribió un capítulo acerca de la risa, mucho más extenso que la Iliada tanta importancia dan a la estulticia―, porque frecuentemente la risa destroza en un instante un razonamiento que ninguna argumentación había podido desbaratar antes. Así que no me vengáis diciendo que el arte de decir con gracia y de provocar la carcajada no pertenece por derecho propio a la estulticia.
      De la misma pasta son los que pretenden alcanzar fama imperecedera publicando libros. Todos ellos me deben mucho, especialmente aquellos que embadurnan el papel con majaderías en estado puro. Los eruditos que escriben para un élite ilustrada, que no rechazarían el examen de Persio y de Lelio, más que felices me parecen dignos de lástima, pues que se están atormentando siempre: añaden, modifican, suprimen, vuelven a escribir lo que habían tachado, repiten, rehacen, precisan, guardan el manuscrito <<los nueve años>>, y ni siquiera entonces están satisfechos del todo, porque la vacía recompensa de merecer las alabanzas de unos cuantos se compra a fuerza de vigilias, con grave mutilación del tiempo de sueño, regalo más dulce que cualquier otra cosa, y con graves fatigas y martirios. Añade a todo ello el deterioro de la salud, la ruina del cuerpo, el cansancio de la vista e incluso la ceguera, la pobreza, las rivalidades de la profesión, la ausencia de placeres, la vejez anticipada, la muerte prematura y otras previsiones por el estilo. Todas esas desgracias el sabio las cree compensadas si consigue la aquiescencia de cualquier mindundi como él. En cambio, el escritor que me guarda fidelidad, cuanto más extravagante más feliz, pues, sin necesidad de pasar las noches en vigilia, todo lo que la inspiración le sugiere y todo lo que, soñado, llega al punto de su pluma, todo eso lo plasma en seguida por escrito, con solo un pequeño gasto de papel, y sabe, además, que en el futuro aquel que mayores barbaridades haya escrito será el preferido de los demás, es decir, de los ignorantes y de los estultos. ¿Y qué le importa que lo desprecien tres o cuatro sabios, si llegan a leerlo? ¿Qué importancia tiene el criterio de esos sabios si hay una muchedumbre que lo considera?
      Son mucho más listos los que editan cosas ajenas como si fueran suyas: al tiempo que se apropian de buena parte del trabajo, de la gloria y hasta de las palabras de otros, y aunque no sean tan confiados que no piensen que poco antes o poco después se va a descubrir el fraude, ellos, durante cierto tiempo, se están lucrando con el interés del préstamo. Hay que ver lo satisfechos que van, y los huecos que se ponen cuando son alabados por la gente, cuando se los señala con el dedo en público y se los contempla con curiosidad y admiración, cuando las obras salen a la venta en librerías y cuando en las portadas de los libros aciertan a fijar unos títulos extraordinarios que parecen cosa de magia. Pero que, en el fondo, ¡dioses inmortales!, ¿qué son sino meras palabras? Ciertamente, si miras la extensión del mundo, advertirás qué pocos los conocen; menos, aún, podrán alabarlos, ya que también entre los imbéciles hay diversidad de pareceres. ¿Y qué, cuándo, no pocas veces, esos títulos imitan o han sido tomados de otros libros antiguos? A uno le place poner al suyo <<Telémaco>>, el otro, <<Estaleno>> o <<Laertes>>; aquel, <<Polícrates>> y el de más allá, <<Trasímaco>>, que ninguna referencia tiene con ellos, lo mismo que si le hubieran puesto <<Camaleón>> o <<Calabaza>>, o, tal vez, como suelen decir los filósofos, podían haber titulado el libro <<Alfa>> o <<Beta>>. Y es cosa graciosísima, también, ver cómo los estultos y los necios, por medio de cartas, de poesías y de ditirambos, se elogian unos a otros, los estultos a los estultos, los necios a los necios. Uno tiene a otro por superior en Alceo; el otro asegura que el uno es mucho más que Calímaco; este deja en mantillas a Marco Tulio, aquel es más entendido que Platón. Bueno, los hay hasta que buscan un antagonista, con cuya oposición medran en su fama. De esa manera <<el vulgo dubitativo se divide en opiniones encontradas>>, hasta que uno y otro paladín, dando por bien reñida la batalla, se retiran cada cual por su lado cantando victoria y adjudicándose los laureles del triunfo. Los sabios se ríen de estas cosas porque, en efecto, son tontísimas. ¿Lo niega alguien? Pero, mientras, gracias a mi favor, les hago tan feliz la existencia que no cambiarían sus éxitos por los de los   Escipiones.
      En cuanto a los sabios citados, que con tantas ganas se ríen de las locuras ajenas, tampoco ellos me deben poco, y ellos mismos tendrán que reconocerlo si no quieren ser lo más ingratos de todos.






Erasmo de Rotterdam. "Elogio de la locura". 2011 Biblioteca El Mundo.




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