EL
COÑO DE LA VIOLONCHELISTA
Ahora
que ya definitivamente las vanguardias han dejado de dar la murga,
ahora que el cubismo ha engrosado el elenco de tendencias clásicas,
ahora que el espíritu de Picasso dormita en algún baúl cerrado con
siete llaves, aún nos queda a los nostálgicos del arte de
principios de siglo el consuelo de asistir a un concierto para cuerda
y ver a las violonchelistas en simbiosis con su instrumento, única
imagen de cubismo que sobrevive en el mundo (dejo aparte la jeta de
Rossy de Palma, demasiado equina y kitsch). ¡Qué compenetración la
que existe entre el violonchelo y la mujer que arranca de sus cuerdas
quejidos o murmullos o gritos exultantes! ¡Qué engarzamiento de
líneas rectas y curvas, qué acoplamiento de madera y carne! Los
aficionados al cubismo leemos ávidamente los programas de los
conciertos de cuerda, esperando encontrar entre los miembros del
cuarteto u orquesta a una violonchelista (el hombre no sirve para
tañer este instrumento, no sabe extraerle esa resonancia última,
expresiva de violencia o deseo, que las mujeres extraen, a poco que
acerquen el coño), y pagamos sumas casi inmorales por conseguir una
butaca en primera fila, al lado de la violonchelista, que tiene cara
de virgen gótica y cuerpo de yegua. La violonchelista ajusta sus
rodillas a la depresión de su instrumento, a esa superficie de
madera alabeada, ondulante, que equivale a la cintura, lo agarra del
cuello, le pinza las cuerdas vocales y le frota el pecho con el arco,
hasta herirlo en el corazón y hacerle llorar un si bemol. ¡Qué
pareja forman, el violonchelo y su tañedora! ¡Qué entrecruzamiento
de piernas y brazos, digno de haber sido retratado por Juan Gris! En
el intermedio del concierto, vemos a la violonchelista ajustándole
las clavijas a ese hombre de madera, como la mujer retuerce las
orejas al amante que no responde en la cama. Luego, en el último
tramo musical, después de la regañina, notamos al violonchelo menos
remiso, más dispuesto a apretarse contra el regazo de la virtuosa,
más proclive a inclinar el mástil sobre su garganta de virgen
gótica. ¡Cuántas cosas pasarán entre el regazo de la
violonchelista y la boca ciega del instrumento! ¡Cuántos
trizamientos de cuerda! ¡Cuántos apretujones! Queremos imaginarnos
el coño de esa mujer y no podemos (necesitaríamos el talento de
Juan Gris), queremos asistir a la lucha que se desarrolla por detrás
de la madera, entre las entrañas del violonchelo y las entrañas de
la virtuosa, una lucha seguramente sexual, aunque discreta y de
orgasmos ocultos. El coño de las violonchelistas, enfundado en unas
bragas con cremallera, debe contener notas de recóndita musicalidad,
corcheas y semicorcheas, fusas y semifusas como vello púbico, o
quizá (su forma sugiere esta conexión) sea un metrónomo que marque
el compás con su clítoris, derecha izquierda, izquierda derecha,
allegro ma non troppo. El violonchelo, a la conclusión del
concierto, se desmanda, y no obedece las órdenes de ese metrónomo
caliente que le dicta el ritmo, y se apropia de la voluntad de su
tañedora, furioso, furiosísimo, en un clímax final que recuerda
los arrebatos de Berlioz. El coño de la violonchelista, en el
barullo de aplausos que se le dedica, besa las cuerdas de su amante y
resucita la estética del cubismo, frente a tanto museo de pago.
EL
COÑO DE LAS SONÁMBULAS
En
las noches de plenilunio, sobre todo si coinciden con un viernes de
cuaresma, sale a la calle, invocada por una música que no se oye,
toda la legión blanca de las sonámbulas. La gente se asoma a los
balcones para verlas desfilar en camisón por las calles recién
regadas (si el camión del Ayuntamiento se cruza en su itinerario con
un grupo de sonámbulas y les moja el camisón, la tela se les
transparenta y se les pega al cuerpo, poniendo en evidencia los coños
negrísimos). Las sonámbulas de mi ciudad, cofradía de mujeres
herméticas, caminan por calles desoladas, como habitantes de una
geografía que sólo existe en sus sueños, y se reúnen en la Plaza
Mayor, como novias de un flautista de Hamelin que no se halla por
ninguna parte. Nunca faltan en esto cónclaves los gamberros que,
aprovechándose del desvalimiento de las sonámbulas, les levantaban
la combinación y les ponen su zarpa de sapos insomnes sobre la
entrepierna dormida. Yo, que antaño, en mi adolescencia tributaria
del vino, participé de estas orgías cobardes (digo cobardes porque
las sonámbulas sólo participan pasivamente), contaré aquí mi
experiencia, de la que hace tiempo abominé, con firme propósito de
enmienda. El coño de las sonámbulas, ese vellocino de plata, tenía
un rumor de caracola, y si uno acercaba el oído, podía llegar a
escuchar, entre un fondo marítimo y monocorde, mensajes emitidos en
un lenguaje cifrado, como interferencias de una emisora de radio con
sede en la cara oculta de la luna. El coño de las sonámbulas, de
una antipática seriedad, se dejaba inspeccionar por los gamberros
sin ofrecer resistencia, y por mucho que lo acariciásemos, seguía
manteniendo su rigidez de cefalópodo fósil. El coño de las
sonámbulas, anestesiado de estrellas, nos miraba con infinito
desprecio, y sólo protestaba en caso de estricta penetración,
provocando el sobresalto de su dueña, que despertaba de golpe en
mitad de la Plaza, sin entender cuál era su misión allí. Aunque
nadie se explica el mecanismo unánime que reúne a tal multitud de
mujeres en camisón, se han aventurado algunas hipótesis, formuladas
entre la grandilocuencia y la nimiedad: se ha hablado del influjo de
las mareas sobre la sensibilidad femenina (pero vivimos en una ciudad
de interior), de un proceso de transmigración o metempsicosis a
través del cual sacerdotisas de un remoto culto se renencarnan en
estas mujeres sonámbulas, e incluso se han mencionado cifras
astrológicas. Ninguna hipótesis aporta soluciones satisfactorias,
afortunadamente, y en las noches de plenilunio, sobre todo si
coinciden con un viernes de cuaresma ( en esta estrafalaria
coincidencia quizá radique el busilis del enigma), la ciudad se
sigue llenando de mujeres en camisón, nictálopes como los gatos,
que se juntan en la plaza, para diversión de los más gamberros. Yo
le he pedido a mi madre que me ate a la cama esas noches estremecidas
de sonambulismo, para no caer en la tentación más líbranos del mal
amén.
Juan
Manuel de Prada. "Coños". 1997, Valdemar.
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