Frente al silencio.

Frente al silencio.

martes, 27 de junio de 2017

Juan Manuel de Prada (I)




EL COÑO DE LA VIOLONCHELISTA



      Ahora que ya definitivamente las vanguardias han dejado de dar la murga, ahora que el cubismo ha engrosado el elenco de tendencias clásicas, ahora que el espíritu de Picasso dormita en algún baúl cerrado con siete llaves, aún nos queda a los nostálgicos del arte de principios de siglo el consuelo de asistir a un concierto para cuerda y ver a las violonchelistas en simbiosis con su instrumento, única imagen de cubismo que sobrevive en el mundo (dejo aparte la jeta de Rossy de Palma, demasiado equina y kitsch). ¡Qué compenetración la que existe entre el violonchelo y la mujer que arranca de sus cuerdas quejidos o murmullos o gritos exultantes! ¡Qué engarzamiento de líneas rectas y curvas, qué acoplamiento de madera y carne! Los aficionados al cubismo leemos ávidamente los programas de los conciertos de cuerda, esperando encontrar entre los miembros del cuarteto u orquesta a una violonchelista (el hombre no sirve para tañer este instrumento, no sabe extraerle esa resonancia última, expresiva de violencia o deseo, que las mujeres extraen, a poco que acerquen el coño), y pagamos sumas casi inmorales por conseguir una butaca en primera fila, al lado de la violonchelista, que tiene cara de virgen gótica y cuerpo de yegua. La violonchelista ajusta sus rodillas a la depresión de su instrumento, a esa superficie de madera alabeada, ondulante, que equivale a la cintura, lo agarra del cuello, le pinza las cuerdas vocales y le frota el pecho con el arco, hasta herirlo en el corazón y hacerle llorar un si bemol. ¡Qué pareja forman, el violonchelo y su tañedora! ¡Qué entrecruzamiento de piernas y brazos, digno de haber sido retratado por Juan Gris! En el intermedio del concierto, vemos a la violonchelista ajustándole las clavijas a ese hombre de madera, como la mujer retuerce las orejas al amante que no responde en la cama. Luego, en el último tramo musical, después de la regañina, notamos al violonchelo menos remiso, más dispuesto a apretarse contra el regazo de la virtuosa, más proclive a inclinar el mástil sobre su garganta de virgen gótica. ¡Cuántas cosas pasarán entre el regazo de la violonchelista y la boca ciega del instrumento! ¡Cuántos trizamientos de cuerda! ¡Cuántos apretujones! Queremos imaginarnos el coño de esa mujer y no podemos (necesitaríamos el talento de Juan Gris), queremos asistir a la lucha que se desarrolla por detrás de la madera, entre las entrañas del violonchelo y las entrañas de la virtuosa, una lucha seguramente sexual, aunque discreta y de orgasmos ocultos. El coño de las violonchelistas, enfundado en unas bragas con cremallera, debe contener notas de recóndita musicalidad, corcheas y semicorcheas, fusas y semifusas como vello púbico, o quizá (su forma sugiere esta conexión) sea un metrónomo que marque el compás con su clítoris, derecha izquierda, izquierda derecha, allegro ma non troppo. El violonchelo, a la conclusión del concierto, se desmanda, y no obedece las órdenes de ese metrónomo caliente que le dicta el ritmo, y se apropia de la voluntad de su tañedora, furioso, furiosísimo, en un clímax final que recuerda los arrebatos de Berlioz. El coño de la violonchelista, en el barullo de aplausos que se le dedica, besa las cuerdas de su amante y resucita la estética del cubismo, frente a tanto museo de pago.









EL COÑO DE LAS SONÁMBULAS




      En las noches de plenilunio, sobre todo si coinciden con un viernes de cuaresma, sale a la calle, invocada por una música que no se oye, toda la legión blanca de las sonámbulas. La gente se asoma a los balcones para verlas desfilar en camisón por las calles recién regadas (si el camión del Ayuntamiento se cruza en su itinerario con un grupo de sonámbulas y les moja el camisón, la tela se les transparenta y se les pega al cuerpo, poniendo en evidencia los coños negrísimos). Las sonámbulas de mi ciudad, cofradía de mujeres herméticas, caminan por calles desoladas, como habitantes de una geografía que sólo existe en sus sueños, y se reúnen en la Plaza Mayor, como novias de un flautista de Hamelin que no se halla por ninguna parte. Nunca faltan en esto cónclaves los gamberros que, aprovechándose del desvalimiento de las sonámbulas, les levantaban la combinación y les ponen su zarpa de sapos insomnes sobre la entrepierna dormida. Yo, que antaño, en mi adolescencia tributaria del vino, participé de estas orgías cobardes (digo cobardes porque las sonámbulas sólo participan pasivamente), contaré aquí mi experiencia, de la que hace tiempo abominé, con firme propósito de enmienda. El coño de las sonámbulas, ese vellocino de plata, tenía un rumor de caracola, y si uno acercaba el oído, podía llegar a escuchar, entre un fondo marítimo y monocorde, mensajes emitidos en un lenguaje cifrado, como interferencias de una emisora de radio con sede en la cara oculta de la luna. El coño de las sonámbulas, de una antipática seriedad, se dejaba inspeccionar por los gamberros sin ofrecer resistencia, y por mucho que lo acariciásemos, seguía manteniendo su rigidez de cefalópodo fósil. El coño de las sonámbulas, anestesiado de estrellas, nos miraba con infinito desprecio, y sólo protestaba en caso de estricta penetración, provocando el sobresalto de su dueña, que despertaba de golpe en mitad de la Plaza, sin entender cuál era su misión allí. Aunque nadie se explica el mecanismo unánime que reúne a tal multitud de mujeres en camisón, se han aventurado algunas hipótesis, formuladas entre la grandilocuencia y la nimiedad: se ha hablado del influjo de las mareas sobre la sensibilidad femenina (pero vivimos en una ciudad de interior), de un proceso de transmigración o metempsicosis a través del cual sacerdotisas de un remoto culto se renencarnan en estas mujeres sonámbulas, e incluso se han mencionado cifras astrológicas. Ninguna hipótesis aporta soluciones satisfactorias, afortunadamente, y en las noches de plenilunio, sobre todo si coinciden con un viernes de cuaresma ( en esta estrafalaria coincidencia quizá radique el busilis del enigma), la ciudad se sigue llenando de mujeres en camisón, nictálopes como los gatos, que se juntan en la plaza, para diversión de los más gamberros. Yo le he pedido a mi madre que me ate a la cama esas noches estremecidas de sonambulismo, para no caer en la tentación más líbranos del mal amén.




Juan Manuel de Prada. "Coños". 1997, Valdemar.



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