Fragmentos:
¿Quién
será, pues, el necio que quiere mortificar su cerebro para aprender
la verdad de las cosas? Comúnmente, cuando no entiende el
significado de las palabras, cree el hombre que debe reflexionar muy
mucho sobre las mismas, y he aquí cómo a veces una cosa fácil
llega a parecer sumamente difícil, y he aquí cómo se hacen las
falsas interpretaciones que dan pábulo al error.
LA
BRUJA. ―
(Prosiguiendo.) ¡El poder de la ciencia es un secreto para todo el
mundo; no obstante, aquel que no lo busca lo encuentra a su paso y
sin esfuerzo lo hace suyo!
FAUSTO.
―
¡Cuánta bestialidad nos endilga! Mi cabeza arde; se me figura que
estoy oyendo hablar a cien mil locos a un tiempo.
MEFISTÓFELES.
―
Basta, basta, Sibila consumada; trae tu brebaje y llena al punto la
copa hasta los bordes. Ese licor no dañará a mi amigo; es un hombre
que ha pasado por muchas tribulaciones y que ha bebido más de una
vez. ( La bruja, con mucha ceremonia, derrama el elixir en la copa.
En el instante en que Fausto acerca la copa a sus labios, se desprende
de ella una rojiza llama.) Vamos, ánimo, concluid. Apuradlo de un
sorbo. Pronto vais a sentir vuestro corazón henchido de alegría.
¿Os habéis dado al diablo y os amedrenta la llama? ( La bruja rompe
el círculo; Fausto sale de él.) ¡Al avío! ¡Salgamos y tened
entendido que no es del caso que os estéis parado como un estafermo!
LA
BRUJA. ―
Buen provecho os haga este sorbo.
MEFISTÓFELES.
―
(A la bruja.) Si algo quieres de mí pídemelo en el conventículo de
la noche de Santa Valburga, y lo tendrás.
LA
BRUJA. ―
Repetid muchas veces estas palabras, y ya veréis lo que os acontece.
MEFISTÓFELES.
―
(A Fausto.) En marcha, pues. Dejaos guiar por mí. Es necesario que
sudéis, a fin de que la fuerza interna llegue también al exterior.
Después ya os enseñaré a apreciar en su justo valor la ociosidad y
no tardaréis en experimentar con gran satisfacción de vuestra
parte, los transportes del amor.
FAUSTO.
―
¡Oh! ¡Déjame mirar una vez más el espejo! ¡Esa imagen tan
hermosa!
MEFISTÓFELES.
―
No, no; pronto veréis junto a vos en carne y hueso al modelo de
todas las mujeres bellas. (En voz baja.) Con ese elixir en el cuerpo,
en cuanto la veáis la tomaréis, de fijo, por la hermosa Helena.
***
UN
PASEO
FAUSTO
yendo y viniendo pensativo. MEFISTÓFELES le
sale al encuentro
MEFISTÓFELES.
―
¡Por el amor desdeñado! ¡Por las llamas del infierno!... ¡Quisiera
saber algo peor aún para poder blasfemar en su nombre!
FAUSTO.
―
¿Qué tienes? ¿Qué es lo que te exalta la bilis? En mi vida he
visto otra cara más horrible que la que pones ahora.
MEFISTÓFELES.
―
Voluntariamente me daría ahora mismo a todos los diablos, si yo no
fuese uno de ellos.
FAUSTO.
―
Pero, ¿qué es lo que te saca de quicio? ¡Si pudieses ver lo bien
que te sienta el enojo!
MEFISTÓFELES.
―
Figuraos que el aderezo que yo me he procurado para Margarita, un
clérigo lo ha hecho suyo. La madre de la chica lo ha visto, y al
momento se ha apoderado de ella un santo temor. Esa buena mujer todo
el día tiene pegada la nariz en su libro de oraciones y olfatea sus
muebles para saber si es o no santo cada uno. Su buen olfato le ha
hecho adivinar que el aderezo en cuestión procedía de no muy
honradas manos, y entonces ha dicho a su hija: <<Hija mía, los
bienes mal adquiridos no aprovechan al que los posee. Consagremos
esto a la Virgen santa. Nos atraeremos con semejante acto la gracia
celestial.>> La joven Margarita se hacía el sueco: <<A
caballo dado ―pensaba
ella―
no le mires el pelo; y, además, ¿por qué razón ha de ser un impío
el que ha traído esta cajita?>> A pesar de todo, la madre
llamó a un cura que, apenas tuvo noticia del lance, fue del mismo
parecer de la anciana. <<Bien pensado ―dijo―.
Quien sabe desprenderse de las riquezas en este mundo, hallará su
recompensa en el otro. La Iglesia tiene un buen estómago; en prueba
de ello, se ha tragado países enteros sin que la haya afligido ni la
más leve indigestión. Sólo la Iglesia, buenas mujeres, puede
digerir los bienes mal adquiridos.>>
***
UN
BOSQUE Y UNA CAVERNA
FAUSTO.
―
(Solo.) Espíritu sublime, tú, tú me has dado todo cuanto anhelaba.
No en vano me echaste profunda miradas desde el seno de la llama. Me
has hecho dueño de la pujante Naturaleza; me has dado fuerza para
sentir y gozar. No te has limitado a permitir que me pusiera en
contacto con ella por medio de la admiración, no; también me has
permitido que pudiese leer los secretos escondidos en las
profundidades de su seno, como leo en el corazón de un amigo. Tú
presentas a mi asombrada vista gran multitud de seres vivientes y me
enseñas a ver a mis semejantes en los escondidos zarzales, en el
aire y en las aguas. Y cuando muge la tempestad en el bosque, cuando
abatiendo los gigantescos pinos estropea, desgaja las ramas y los
árboles, cuando la colina responde al rumor de su caída con un
sordo y espantoso trueno, entonces tú me conduces al interior de la
tranquila caverna; entonces me pones a la vista mi propio interior y
descubro los secretos y las profundas maravillas de mi corazón. Y
ante mi vista se remonta la Luna serena esparciendo pálida claridad
a mi alrededor; del seno de las rocas y de los húmedos zarzales veo
desprenderse, flotando, las blancas imágenes de los que ya no
existen; con su presencia dulcifican el austero placer de la
contemplación. ¡Oh, cuán cierto estoy al presente de que nada hay
que sea perfecto para el hombre! Al lado de estas delicias que van
identificándome con los dioses cada vez más, me has colocado a un
compañero del que no puedo prescindir, a pesar de que con su
frialdad y arrogancia me hace comprender que valgo muy poco y de que
reduce a la nada tus dones con un soplo. Incesantemente aviva en mi
corazón el fuego que me devora y me atrae hacia una dulce imagen.
Como si estuviese ebrio, me siento arrastrado por el deseo del
placer, y cuando en brazos del placer me hallo, los encantos del
deseo anhelo.
***
Goethe.
“FAUSTO”. 1979, Espasa-Calpe.
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