<<¡Hasta
siempre, Vladimir!>>, dijo mamá cuando el primer montón de
tierra cayó sobre la caja y mi hermano y yo redoblábamos nuestros
sollozos. La abuela, que había sido la última en aceptarlo, porque
decía no entenderlo, parecía serena. Estaría recordando años de
compañía, complicidad y lenguaje común o, tal vez, los últimos
días, llamándola desde su cama, las miradas lastimeras o los
maullidos leves cuando ella acudía y, pegando la mejilla a su lomo,
le preguntaba: <<¿Cómo estás, Vladimir?>>. Ahora,
miraba el hueco que se llenaba de tierra. Ya temblaba cuando se
volvió hacia mi hermano preguntando: <<¿Cómo se llamaba?>>.
Begoña
Piñán Pontigo. "Relatos en cadena". 2008, Alfaguara
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