El
libro de la memoria
Fragmentos:
A.
tuvo una visión que lo ha acompañado desde entonces: cada
eyaculación contiene miles de millones de espermatozoides ―o
más o menos la cantidad equivalente al número de habitantes del
planeta―
y eso significa que cada hombre guarda en sí mismo el potencial de
un mundo entero. Y en lo que ocurriría, si esto pudiera ocurrir, se
encuentra toda la gama de posibilidades: las semillas de idiotas y
genios, de bellos y deformados, de santos, catatónicos, ladrones,
corredores de bolsa y equilibristas. Cada hombre, por lo tanto, es un
mundo entero y alberga en sus propios genes un decálogo de toda la
humanidad. O, como dice Leibniz: << cada sustancia viva es un
perpetuo espejo viviente del universo>>. Pues el hecho es que
estamos formados por la misma materia que surgió de la primera
explosión, de la primera chispa en el vacío infinito del espacio.
***
A
principios del verano de 1980, poco después de que su hijo cumpliera
tres años, A. y el pequeño pasaron una semana juntos en el campo,
en casa de unos amigos que se habían marchado de vacaciones. A.
descubrió que en un cine local proyectaban Superman
y decidió llevar al pequeño, confiado en la posibilidad de que éste
no se aburriera y pudiera verla hasta el final. En la primera mitad
de la película, el pequeño estuvo tranquilo, comiendo palomitas y
murmurando sus preguntas a A., tal como éste le había indicado, y
sin asombrarse demasiado ante los planetas que explotaban, las naves
espaciales y espacio exterior. Pero de repente ocurrió algo,
Superman comenzó a volar y automáticamente el niño perdió la
compostura. Se quedó boquiabierto, se puso de pie sobre el asiento,
y se le cayeron las palomitas.
―¡Mira!
¡Mira! ¡Está volando! ―gritó
señalando la pantalla.
Durante
el resto de la película, el pequeño estuvo fuera de sí, la cara
tensa de miedo y fascinación, haciendo una pregunta tras detrás de
otra, intentando asimilar lo que veía, maravillándose, intentando
asimilarlo otra vez, maravillándose de nuevo. Casi al final, la
película se volvió demasiado para él.
―Demasiado
ruido ―dijo.
Su
padre le preguntó si quería que se marcharan y contestó que sí.
A. lo cogió en brazos y salieron fuera del cine, para encontrarse
con una gran tormenta de granizo.
―Hoy
estamos viviendo una gran aventura, ¿verdad? ―dijo
el pequeño mientras corría hacia el coche, moviéndose arriba y
abajo en los brazos de A.
Durante
el resto del verano, Superman fue su ídolo, el principio unificador
de su vida. Se negaba a usar cualquier camiseta que no fuera azul con
la S adelante. Se negaba a salir sin una capa que le había
confeccionado su madre; corría por la calle con los brazos
extendidos al frente, como si volara, y sólo se detenía para
anunciar: <<¡Soy Superman!>> al primer transeúnte de
menos de diez años que pasara. A A, todo esto le divertía, pues
recordaba ese tipo de conducta en su propia infancia. No era esta
obsesión lo que le inquietaba, ni tampoco la coincidencia de conocer
a los hombres que habían producido la película; era otra cosa: cada
vez que veía a su hijo imitando a Superman no podía evitar pensar
en S. , como si incluso la S de la camiseta del niño no hiciera
refencia a Superman sino a su amigo. Le intrigaba aquella pequeña
jugarreta de su mente, ese constante deambular de una idea a otra,
como si cada cosa real tuviera un doble, tan vivo en su mente como la
cosa que tenía ante los ojos, de modo que al final no podía
distinguir el objeto de su sombra. Y por eso sentía, cada vez con
más frecuencia, que su vida no sucedía en el presente.
***
A.
vio a Ponge por segunda vez en 1969 (o tal vez 1968 o 1970) en una
fiesta en honor del poeta, organizada por G., un catedrático de la
Universidad de Barnard, que había estado traduciendo su trabajo.
Cuando A. estrechó la mano de Ponge, se presentó diciendo que
aunque tal vez no lo recordara, se habían conocido varios años
antes en Nueva York. Ponge le respondió que recordaba muy bien
aquella noche y luego pasó a hablarle del piso donde había tenido
lugar la cena, describiéndole hasta el más mínimo detalle, desde
la vista que se contemplaba por las ventanas, al color del sofá y la
disposición de los muebles en las distintas habitaciones. El hecho
de que aquel hombre recordara con tal precisión objetos que sólo
había visto una vez y que no habían significado nada en su vida más
que por un breve instante, a A. le impresionó como algo sobre
natural. Advirtió que Ponge no hacía diferencias entre el acto de
escribir y el acto de ver. Es imposible escribir algo que no se haya
visto previamente, pues antes de que una palabra pueda llegar a la
página, tiene que haber formado parte del cuerpo, tiene que haber
sido una presencia física con la que uno haya convivido, igual que
convive con el corazón, el estómago y el cerebro. La memoria,
entonces, no tanto como el pasado contenido dentro de nosotros, sino
como prueba de nuestra vida en el momento actual. Para un hombre que
esté verdaderamente presente entre lo que le rodea, no debe pensar
en sí mismo sino en lo que ve. Para poder estar allí, debe
olvidarse de sí mismo. Y de ese olvido surge el poder de la memoria.
Es una forma de vivir la vida en que nunca se pierde nada.
Paul
Auster. “La invención de la soledad”. Editorial Anagrama, 1994.
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