Fragmentos:
Cerré
la puerta lloriqueante y me quedé en la escalinata, la niebla
semejante a un animal blanco e inmenso que lo cubriera todo, la Plaza
semejante al ayuntamiento de mi pueblo, prisionera de un silencio
níveo. Pero los ruidos se propagaban con rapidez y claridad a través
del letargo y el que oía era el taconeo de una zapatos de mujer.
Apareció una joven. Llevaba un abrigo viejo y verde y las facciones
se le perfilaban bajo la bufanda roja anudada bajo la barbilla. En la
escalinata se encontraba Bandini. (…)
***
Daban
asco aquellas naranjas. Ya sentado en la cama, hundí las uñas en la
fina corteza. La carne me temblaba, se me hacía agua la boca y la
vista se me nublaba sólo de pensar en ellas. Cuando mordí la pulpa
amarillenta, me sentó igual que una ducha fría. Oh Bandini,
dirigiéndome al reflejo del espejo de la cómoda, ¡cuántos
sacrificios por el arte! Habrías podido ser un rey de la industria,
un príncipe del comercio, un gran jugador de béisbol de primera
división, el bateador de la Liga Americana, con una media de 415,
¡¡pero no!! Hete aquí viviendo como un gusano día tras día,
genio del hambre, fiel a una vocación sagrada. ¡Tu valentía es
envidiable! (…)
***
Se
sentó a mis pies, con las manos en mis rodillas, mirándome con ojos
voraces, con unos ojos tremendos y tan grandes que habría podido
perderme en ellos. Iba vestida igual que cuando la vi por primera
vez, con la misma ropa, y la habitación tenía un aspecto tan
desolado que me di cuenta de que no tenía otra, aunque me había
presentado sin darle tiempo para empolvarse ni pintarse los labios y
estaba en situación de advertir el mapa que la vejez le había
dibujado bajo los ojos y en los pómulos. Me extrañaba no haber
advertido estos detalles la noche aquélla y entonces recordé que no
se me habían escapado en absoluto, que los había visto por entre el
carmín y el colorete, pero habían acabado por desaparecer después
de dos días de sueños nocturnos y diurnos, y ahora estaba allí y
sabía que no tenía que haber ido. (…)
***
Al
final de la fila de tenderetes comenzaba la arena hasta la playa.
Había dunas al otro lado. Anduve por la arena hasta donde las dunas
ocultaban el paseo de tablas. Necesitaba reflexionar sobre lo
ocurrido. No me arrodillé; me senté y contemplé las olas que
devoraban la orilla. Mal están las cosas, Arturo. Has leído a
Nietzsche, has leído a Voltaire, tendrías que saber más que nadie
a estas alturas. Pero pensar no serviría de nada. Podría salir del
apuro con ayuda de la razón, pero la razón no era la sangre. Y era
la sangre que me mantenía con vida, era la sangre que me circulaba
por las venas quien me decía que la razón no tenía razón. De modo
que me sumergí en mi propia sangre, dejé que me arrastrase y me
remontara al piélago profundo de mis orígenes. (…)
***
Pasaron
los días, llegaron las lluvias de invierno. Octubre tocaba a su fin
cuando recibí las pruebas de imprenta de mi libro. Me compré un
coche, un Ford de 1929. No tenía capota, pero corría como el
viento, y cuando llegaron los días de cielo despejado emprendí
viajes largos, siguiendo la línea azul de la costa, a Ventura y
Santa Bárbara por el norte, a San Clemente y San Diego por el sur,
siguiendo la raya blanca del asfalto, bajo las estrellas acechantes,
con el pie apoyado en la consola de mandos, con la cabeza llena de
proyectos para escribir otro libro, una noche, y otra, y otra, noches
todas que en conjunto me proporcionaron una serie de días delirantes
y visionarios como nunca había conocido, días serenos cuyo sentido
temía cuestionarme. Patrullaba por la ciudad con el Ford: encontraba
callejones misteriosos, árboles solitarios, casas antiguas y medio
derruidas que procedían de un pasado desaparecido. Vivía en el Ford
día y noche y no me detenía más que el tiempo necesario para pedir
una hamburguesa y un café en desconocidos restaurantes de carretera.
Aquello era vivir, dejarse llevar y detenerse para proseguir
inmediatamente después, siguiendo siempre la raya blanca que corría
paralela a la accidentada costa, descansar un momento al volante,
encender otro cigarrillo y observar como un tonto el cielo abrumador
del desierto para preguntarse por el significado de las cosas. (…)
John
Fante. “Pregúntale al polvo”. 2001, Anagrama.
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