LAS
CANCIONES QUE LE GUSTABAN A LENIN
Cerrar
la casa de tus padres implica sumergirse en un espacio ajeno y, al
mismo tiempo, familiar. Cuando todo está por hacer se plantean dos
alternativas: conservar o destruir. Si eres excesivamente conservador
acabarás alquilando un guardamuebles o invadiendo tu propia casa
hasta desnaturalizarla. Si eres demasiado radical, en un primer
momento te aliviará sacrificar tantas cosas. Muy pronto, sin
embargo, te apetecerá volver al álbum de fotos, recuperar la sartén
de las tortillas memorables o escuchar los discos de música
tradicional de Corea del Norte. Entonces lamentarás haberlos tirado:
creías que eran un lastre del que debías desprenderte a toda costa
cuando en realidad eran el ancla que te ayudaría a no perderte. Si
en este proceso interviene tu familia, todo se eterniza. Cada hermano
reencuentra estímulos a los que se niega a renunciar. Cada nieto
considera que no se puede tirar nada, en incluso hay quien, con una
inoportuna solemnidad, propone una donación museística. Mientras
dura el debate ―marcado
por la falta de realismo y cierta mezquindad―,
puedes entretenerte detectando la grasa de los azulejos de la cocina,
los cables arrancados por los operarios de la compañía que se
llevaron el contador, la abundancia de clips por el suelo y los
cambios de tonalidad de la pintura del techo, fósiles de la
inundación del piso de arriba. Si no tienes que discutir con nadie,
todo resultará más plácido. Tendrás tiempo para detenerte en
tesoros medio olvidados: con precaución, guardarás las fotografías
de la hermana silenciosa y silenciada. La descubrirás con emoción y
la extrañeza de la primera vez, rodeada de árboles checoslovacos,
tan en blanco y negro como el uniforme de las monjas de la Cruz Roja
que cuidaron de ella hasta el final; o con una ramita entre los dedos
compulsivamente tensos, sonriendo sin darse cuenta, con la expresión
del síndrome universal, mirando más allá del valle de las pequeñas
colinas. Y, pese a que agradecerás la intimidad de ese momento,
también echarás de menos el intercambio de argumentos y, si los
tienes, las risas compartidas de tus hermanos. Un consejo: si alguna
vez te toca desmantelar la casa de tus padres, no se te ocurra
respetar la normativa sobre desechos y reciclaje. Si tienes que
separar el vidrio de los listones de los marcos y del cartón de los
paspartús de todas las fotografías enmarcadas ―convertidas
ahora en setenta y ocho clavos de los cuales sólo cuelgan siluetas
rectangulares de polvo ennegrecido―,
acabarás volviéndote loco. La abertura circular del contenedor de
vidrio es demasiado pequeña y no admite piezas grandes, de modo que,
antes, tendrás que trocearlos y, si eres torpe, herirte o mutilarte.
Decidir entre el contenedor y las cajas en las que guardas todo lo
que se indulta ―como
los toros más bravos de las mejores corridas―
es, con diferencia, lo más emocionante. Cada decisión se convierte
en un examen y te escupe a la cara evidencias en las que nunca habías
pensando. ¿Cómo se defiende el patrimonio en un piso de alquiler?
¿Cómo sentirse parte de una casa cuando te han educado en la
creencia de que la propiedad es un robo? Y, de repente, como un
oportuno recuerdo que te vendrá de tu propia vida, recitarás
mentalmente el poema de Gabriel Aresti que aprendiste con los amigos
más vascos del servicio militar, cuando apenas empezabas a intuir
que, quizá algún día, serías escritor. <<Defenderé la casa
de mi padre. / Contra los lobos, /contra la sequía, / contra la
usura, / contra la justicia, / defenderé la casa de mi padre, /
Perderé los ganados, / los huertos, / los pinares. / Perderé los
intereses, / las rentas, / los dividendos, / pero defenderé la casa
de mi padre.>> Aquí, en cambio, los lobos no tienen la
grandeza de las metáforas. Son moscas emborrachas de bochorno. Son
el ahorro por el ahorro, confundido con la prudencia. Y no hay ningún
dividendo. En lugar de ganado, huertas y pinares, sólo has tenido
fuerzas para defender miles de libros ―también
uno de Aresti―,
montañas de papel y de documentos. Las dudas que se te han planteado
a la hora de condenar o de indultar dependen de realidades nada
poéticas y vergonzosamente íntimas. ¿El piolet termómetro
recuerdo de Crimea? Indultado. ¿La litografía fúnebre de Antoni
Tàpies? Contenedor. ¿El anillo fabricado con restos de un
bombardero norteamericano B-52 abatido en Vietnam? Indultado. ¿El
disco Las canciones que
le gustaban a Lenin?
Contenedor. Antes de llegar a esta fase, habrás sobrevivido a un
largo proceso de selección. Las cajas acumularán correspondencia,
extractos bancarios y documentos de identidad ―legales
y falsos―
y el papeleo que oficializa la existencia de cualquier familia
―también
de ésta―.
En una etapa previa, las cosas útiles habrán sido convenientemente
aprovechadas ―y
a veces expoliadas―
por familiares, amigos, vecinos y asociaciones sin ánimo de lucro.
Platos, cazuelas, cubiertos, delantales, albornoces, tupperwares,
cubrecamas de ganchillo pero también publicaciones de los tiempos de
la primera o la segunda clandestinidad (un periodo que siempre tuvo
una dimensión geológica: pleistoceno, holoceno, clandestinidad). La
ropa habrá sido donada a la beneficencia, ahora reconvertida,
gracias a una maniobra semántica, en solidaridad. Es importante no
venirse abajo. La fuerza de según qué recuerdos es devastadora. Lo
que te dan de evocación, te lo quitan de equilibrio. Hay que
blindarse contra estas emboscadas, aunque para ello tengas que beber
―preferentemente
el slivovice del mueble bar, un licor que, más que resaca, provoca
amnesias balcánicas―,
desinhibirte y liberarte de los escrúpulos que puedan impedirte
cumplir el programa (tres viajes al contenedor por cada caja
amnistiada es una proporción razonable). De los muebles se ocupará
un servicio municipal que enviará una brigada de operarios. Verlos
trabajar es un espectáculo que no deberías perderte: cinco horas de
coreografía de ascensor y escaleras, de estanterías desmontadas, de
cosas que, del mismo modo que habían entrado a presión, también
deben salir a presión, de cintas adhesivas chillando de dolor y,
como banda sonora, un repertorio de canciones silbadas por el jefe de
la brigada ―nada
que ver con las que le gustaban a Lenin―.
Y, una vez vaciado el piso, tendrás la convicción de que no habrá
sido necesario que te roben las armas para defender, con tus propias
manos, la casa de tu padre. Y que nadie habrá tenido que perder el
alma, ni la prole, para que se mantenga en pie. No podrás sentarte
en ningún sitio porque ya no habrá sillas, ni camas, y el suelo
estará demasiado sucio y polvoriento. Y entonces, como una verdad
imprevista, te sobrevendrá la sensación de etapa concluida, de
prueba aparentemente superada pero, en realidad, fracasada (te
preguntarás su cerrar la casa de alguien que no está o que ha
tenido que marcharse porque ya no podía valerse por sí mismo no
será, en el fondo, claudicar). Y te sentirás como los perdedores de
las grandes finales deportivas a los que, pese a la derrota, se
obliga, por razones de protocolo, a permanecer sobre el césped,
esperando el apretón de manos de las autoridades y la medalla de
consolación. Consolación por lo que es ―lo
sentirás aún más en el momento de cerrar definitivamente la
puerta―
puro desconsuelo por no haber sabido honrar con la energía y la
convicción necesarias ni la casa ni a tu padres.
Sergi
Pàmies. “La bicicleta estática”. 2011, Anagrama.
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