Frente al silencio.

Frente al silencio.

martes, 4 de abril de 2017

Sergi Pàmies



LAS CANCIONES QUE LE GUSTABAN A LENIN



      Cerrar la casa de tus padres implica sumergirse en un espacio ajeno y, al mismo tiempo, familiar. Cuando todo está por hacer se plantean dos alternativas: conservar o destruir. Si eres excesivamente conservador acabarás alquilando un guardamuebles o invadiendo tu propia casa hasta desnaturalizarla. Si eres demasiado radical, en un primer momento te aliviará sacrificar tantas cosas. Muy pronto, sin embargo, te apetecerá volver al álbum de fotos, recuperar la sartén de las tortillas memorables o escuchar los discos de música tradicional de Corea del Norte. Entonces lamentarás haberlos tirado: creías que eran un lastre del que debías desprenderte a toda costa cuando en realidad eran el ancla que te ayudaría a no perderte. Si en este proceso interviene tu familia, todo se eterniza. Cada hermano reencuentra estímulos a los que se niega a renunciar. Cada nieto considera que no se puede tirar nada, en incluso hay quien, con una inoportuna solemnidad, propone una donación museística. Mientras dura el debate marcado por la falta de realismo y cierta mezquindad, puedes entretenerte detectando la grasa de los azulejos de la cocina, los cables arrancados por los operarios de la compañía que se llevaron el contador, la abundancia de clips por el suelo y los cambios de tonalidad de la pintura del techo, fósiles de la inundación del piso de arriba. Si no tienes que discutir con nadie, todo resultará más plácido. Tendrás tiempo para detenerte en tesoros medio olvidados: con precaución, guardarás las fotografías de la hermana silenciosa y silenciada. La descubrirás con emoción y la extrañeza de la primera vez, rodeada de árboles checoslovacos, tan en blanco y negro como el uniforme de las monjas de la Cruz Roja que cuidaron de ella hasta el final; o con una ramita entre los dedos compulsivamente tensos, sonriendo sin darse cuenta, con la expresión del síndrome universal, mirando más allá del valle de las pequeñas colinas. Y, pese a que agradecerás la intimidad de ese momento, también echarás de menos el intercambio de argumentos y, si los tienes, las risas compartidas de tus hermanos. Un consejo: si alguna vez te toca desmantelar la casa de tus padres, no se te ocurra respetar la normativa sobre desechos y reciclaje. Si tienes que separar el vidrio de los listones de los marcos y del cartón de los paspartús de todas las fotografías enmarcadas convertidas ahora en setenta y ocho clavos de los cuales sólo cuelgan siluetas rectangulares de polvo ennegrecido, acabarás volviéndote loco. La abertura circular del contenedor de vidrio es demasiado pequeña y no admite piezas grandes, de modo que, antes, tendrás que trocearlos y, si eres torpe, herirte o mutilarte. Decidir entre el contenedor y las cajas en las que guardas todo lo que se indulta como los toros más bravos de las mejores corridas es, con diferencia, lo más emocionante. Cada decisión se convierte en un examen y te escupe a la cara evidencias en las que nunca habías pensando. ¿Cómo se defiende el patrimonio en un piso de alquiler? ¿Cómo sentirse parte de una casa cuando te han educado en la creencia de que la propiedad es un robo? Y, de repente, como un oportuno recuerdo que te vendrá de tu propia vida, recitarás mentalmente el poema de Gabriel Aresti que aprendiste con los amigos más vascos del servicio militar, cuando apenas empezabas a intuir que, quizá algún día, serías escritor. <<Defenderé la casa de mi padre. / Contra los lobos, /contra la sequía, / contra la usura, / contra la justicia, / defenderé la casa de mi padre, / Perderé los ganados, / los huertos, / los pinares. / Perderé los intereses, / las rentas, / los dividendos, / pero defenderé la casa de mi padre.>> Aquí, en cambio, los lobos no tienen la grandeza de las metáforas. Son moscas emborrachas de bochorno. Son el ahorro por el ahorro, confundido con la prudencia. Y no hay ningún dividendo. En lugar de ganado, huertas y pinares, sólo has tenido fuerzas para defender miles de libros ―también uno de Aresti, montañas de papel y de documentos. Las dudas que se te han planteado a la hora de condenar o de indultar dependen de realidades nada poéticas y vergonzosamente íntimas. ¿El piolet termómetro recuerdo de Crimea? Indultado. ¿La litografía fúnebre de Antoni Tàpies? Contenedor. ¿El anillo fabricado con restos de un bombardero norteamericano B-52 abatido en Vietnam? Indultado. ¿El disco Las canciones que le gustaban a Lenin? Contenedor. Antes de llegar a esta fase, habrás sobrevivido a un largo proceso de selección. Las cajas acumularán correspondencia, extractos bancarios y documentos de identidad legales y falsos y el papeleo que oficializa la existencia de cualquier familia también de ésta. En una etapa previa, las cosas útiles habrán sido convenientemente aprovechadas y a veces expoliadas por familiares, amigos, vecinos y asociaciones sin ánimo de lucro. Platos, cazuelas, cubiertos, delantales, albornoces, tupperwares, cubrecamas de ganchillo pero también publicaciones de los tiempos de la primera o la segunda clandestinidad (un periodo que siempre tuvo una dimensión geológica: pleistoceno, holoceno, clandestinidad). La ropa habrá sido donada a la beneficencia, ahora reconvertida, gracias a una maniobra semántica, en solidaridad. Es importante no venirse abajo. La fuerza de según qué recuerdos es devastadora. Lo que te dan de evocación, te lo quitan de equilibrio. Hay que blindarse contra estas emboscadas, aunque para ello tengas que beber preferentemente el slivovice del mueble bar, un licor que, más que resaca, provoca amnesias balcánicas, desinhibirte y liberarte de los escrúpulos que puedan impedirte cumplir el programa (tres viajes al contenedor por cada caja amnistiada es una proporción razonable). De los muebles se ocupará un servicio municipal que enviará una brigada de operarios. Verlos trabajar es un espectáculo que no deberías perderte: cinco horas de coreografía de ascensor y escaleras, de estanterías desmontadas, de cosas que, del mismo modo que habían entrado a presión, también deben salir a presión, de cintas adhesivas chillando de dolor y, como banda sonora, un repertorio de canciones silbadas por el jefe de la brigada nada que ver con las que le gustaban a Lenin. Y, una vez vaciado el piso, tendrás la convicción de que no habrá sido necesario que te roben las armas para defender, con tus propias manos, la casa de tu padre. Y que nadie habrá tenido que perder el alma, ni la prole, para que se mantenga en pie. No podrás sentarte en ningún sitio porque ya no habrá sillas, ni camas, y el suelo estará demasiado sucio y polvoriento. Y entonces, como una verdad imprevista, te sobrevendrá la sensación de etapa concluida, de prueba aparentemente superada pero, en realidad, fracasada (te preguntarás su cerrar la casa de alguien que no está o que ha tenido que marcharse porque ya no podía valerse por sí mismo no será, en el fondo, claudicar). Y te sentirás como los perdedores de las grandes finales deportivas a los que, pese a la derrota, se obliga, por razones de protocolo, a permanecer sobre el césped, esperando el apretón de manos de las autoridades y la medalla de consolación. Consolación por lo que es lo sentirás aún más en el momento de cerrar definitivamente la puerta puro desconsuelo por no haber sabido honrar con la energía y la convicción necesarias ni la casa ni a tu padres.








Sergi Pàmies. “La bicicleta estática”. 2011, Anagrama.




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