MEMPHIS
Manuel
Vilas llegó a la ciudad española de Santander
conduciendo su
Audi 100, ventanillas bajadas, pelo
alborotado,
alma
venenosa, alma muy gastada, alma tóxica, como su coche,
tenía
reservada una habitación en el Hotel Silken Coliseum.
Entró
en la habitación, la 301, y sintió algo especial.
Inspeccionó
la habitación. Todo estaba en orden.
Había
muchas cosas en el cuarto de baño,
eso pone de buen humor
siempre,
hasta los muertos se regocijan con los regalos:
Kit de
afeitado, cepillo de dientes, aguja e hilo.
Había un calzador y
una esponja abrillantadora para los
zapatos.
Había
un boli pequeño, de bolsillo, con el anagrama
de Hoteles Silken.
Puso
una foto de su padre en la mesilla.
Puso una canción de Johnny
Cash en el ordenador portátil.
Vilas hace esas dos cosas siempre
en los hoteles.
Revisó
los poemas que iba a leer esa tarde,
en Santander.
Se
cansó de los poemas.
Son solo poemas,palabras.
No son
personas, no son seres humanos,
no besan, no hacen el amor.
Me
casé con las palabras, pensó.
Me casé con mujeres muertas.
Oh,
desesperación, protégeme de las bestias
de la tristeza,
conviérteme
en el gran mendigo del amor, dijo.
Se
duchó. Estuvo un rato bajo el agua,
maldiciendo su soledad
inacabable,
más grande que la soledad de Dios,
no oía a
Johnny Cash desde la ducha,
y eso le pareció una tragedia.
Tenía
que elegir entre la canción y el agua caliente.
Siempre había
que elegir.
I
went up to Memphis,
oyó.
Con
la toalla en la cintura, abrió el minibar,
consultó los precios,
y volvió a cerrarlo
con un portazo fuerte, sonoro, absurdo,
goma
de la puerta contra la goma de la nevera
en un choque
anónimo,
innecesariamente cruel.
Bueno,
se dijo, volvió a abrirlo,
y sacó una botellita de whisky.
Al
rato otra más. Al rato comenzó con e vodka
porque el whisky se
había acabado.
Pensó
en su poema El
alcohólico.
Miró
la habitación: qué blancas las almohadas,
qué bonito el
teléfono,
qué sensación de limpieza en el cuerpo.
Sonaron
unos golpes secos y fuertes
en la puerta de la 301,
golpes
fantasmales y a la vez esperados,
y Vilas abrió.
Era
el mismísimo Johnny Cash, con camisa negra,
con botas y con
levita y con el pelo alborotado.
Cash
entró en la habitación, se sentó en la cama
y dijo <<Vilas,
cariño, camarada, amar a los seres humanos
no es suficiente si
quieres amarlos de verdad,
estás desesperado, y no te curarás
nunca,
no hay cura para esto, hermano, siempre estarás
así,
violento, insatisfecho, radiante, destruido,
hermano mío,
mi hijo casi>>.
Vilas
pensó que Johnny le había leído el pensamiento
porque Vilas ama
a todos los seres humanos
que ha conocido en esta vida.
A todos
los ama hasta la extenuación, hasta la cruz;
aunque solo haya
hablado dos minutos con un hombre o una
mujer,
Vilas
lo ama.
Dios
hace lo mismo.
Dios
y su mismísimo hijo el Gran Jesucristo hacen lo mismo.
Más
allá del beso, más allá de la fornicación.
Más allá del
erotismo radiante.
Más allá de la posesión y del placer
inimaginable.
Más allá de la amistad.
Más allá del
matrimonio.
Más allá de la admiración, la lealtad y la
fraternidad.
Más allá de todas las falacias del amor,
los
fuertes comemos seres humanos,
dijo Johnny.
Vilas
estaba solo en mitad de la habitación.
Debería
pegarme un tiro ahora mismo,
dijo Vilas, mientras miraba la foto
de su padre
encima de la mesilla, con su portátil marco de
plata,
y Cash cantaba desde el ordenador I
went up to Memphis.
LOS NADADORES NOCTURNOS
Voy a nadar al gimnasio, sí, prácticamente todos los días.
Bajo el agua parece que el fracaso no existe.
Miro a los otros nadadores de las otras calles de la gran
piscina.
Nos miramos vagamente; las gafas de bucear impiden
ver el color de los ojos, ver los rostros torturados.
Nadamos y nadamos como fantasmas hasta las once de la
noche,
cuando cierra el gimnasio.
Es obvio que no tenemos dónde ir.
Luego nos vemos en las duchas, desnudos.
Somos cinco o seis.
El encargado nos conoce.
Somos siempre los mismos, a veces falla alguno.
No nos hablamos.
Si falla alguno, pensamos con alegría que se ha atrevido,
que al fin alguno de nosotros lo ha hecho,
que se ha levantado la tapa de los sesos,
hasta que al día siguiente reaparece.
Nos hace ilusión pensar que ya quedamos menos.
Sabemos perfectamente por qué nadamos por la noche.
Hay un bar de copas al lado del gimnasio.
Ninguno de los nadadores nocturnos
quiere llegar a casa a las once y media.
No hay gimnasio con piscina
que abra hasta las seis de la madrugada.
En el bar nos encontramos, no nos hablamos.
Conocemos nuestros rostros, el color de nuestros bañadores,
el modelo de gafas, buenas y caras gafas siempre,
Adidas de competición rojas o azules,
la fuerza en la brazada, el estilo del crol
de cada uno de nosotros, los nadadores nocturnos.
Bebemos en ese bar, regentado por chinos casi muertos,
después de haber nadado hasta el agotamiento.
Bebemos y nadamos, esa es nuestra vida,
pero jamás, nunca jamás nos dirigimos la palabra,
es un pacto, un raro pacto entre samuráis hundidos.
Si alguno de nosotros necesita algo,
solo le prestaremos
el estilete más afilado de España.
La muerte nos gusta, por eso nadamos y nadamos
hasta que el gimnasio cierra y nos echan,
con los brazos convertidos en acero, músculos
tan atormentados, tan desesperados
como los planetas sin nombre,
dando tumbos en la estúpida oscuridad del universo.
Siempre estamos esperando
que alguno no venga nunca más,
pero resistimos como hijos de perra,
todo un misterio de los nadadores nocturnos.
THINK
IT OVER
Piénsalo,
a nuestra edad ya no saldría bien.
Cada uno viviendo en su casa
es mucho mejor, habrá más
deseo.
Para
qué quieres hacerme el desayuno, eso da igual.
Yo creo que eso no
ha funcionado nunca, pero la gente
cumple años, y se dejan
llevar, porque enseguida
te mueres, y si cumples los sesenta, qué
más da.
Cenamos
los viernes.
Nos llamamos entre semana, jugamos.
Nos mandamos
fotos eróticas por el guasap.
Cómo
me iba a ir con una de treinta
si son todas tontas, ambiciosas y
sin talento.
Cómo
te ibas a ir tú con uno de treinta
si son todos tontos,
grandilocuentes y calvos.
Piénsalo,
piénsatelo mientras te vistes.
974310439
Quien
me trajo al mundo se ha ido hoy del mundo.
Ella, que me llamaba a
todas horas, para saber de mí.
Lo
mal que la traté y lo mal que nos tratamos,
aun queriéndonos
tanto; y lo poco que supiste de mi vida
en los últimos tiempos,
ocultándote lo mal que me iba
en mi matrimonio y en todas
partes
y tú sabiéndolo, porque, al fin, todo lo sabías,
me
veías beber esos licores fuertes,
me veías esa sed tan rara, esa
sed tan desconocida para ti,
que tanto te asustaba y tanto temías.
Ya
nadie me llamará, tan obsesivamente, para saber
si estoy vivo y a
quién le importará si estoy vivo o muerto;
yo te lo diré: a
nadie.
De
modo que el gran secreto era éste:
ya estoy completamente
desamparado,
arrodillado
para la decapitación,
para el
anhelado adiós de este cuerpo,
de esta existencia meramente
social y vecinal que lleva mi
nombre,
nuestro
nombre.
No
volveré a ver nunca
tu número de teléfono en la pantalla
de
mi teléfono móvil; tú, que te quejabas de que no tenías
uno,
de
que yo no te regalara uno,
te juro que no hubieras sabido hacerlo
funcionar,
lo habrías tirado por la ventana,
como yo haré con
el mío esta noche del supremo delirio.
Porque
eras un número de teléfono, cincuenta años
en ese número
encerrados: nueve siete cuatro, treinta y uno,
cero, cuatro, tres,
nueve.
Márcalo ahora,
márcalo si tienes valor y te
contestarán
todos los misterios inconmensurables: el tiempo y la
nada,
la ira roja
de los peores huracanes celestiales,
la
árida y blanca nada convertida
en una mano negra.
Daba
igual dónde estuviera: podía estar en América o en
Oriente,
tú
llamabas, tú llamabas a tu hijo siempre
porque yo era Dios para
ti, un Dios fuera de la ley,
poderoso y sagrado, lo único real y
suficiente,
siempre tu hijo fuera de todo orden, siempre
reinando,
porque todo cuanto yo hacía e hice recibió tu larga
aprobación,
cuya
moralidad no es de este mundo.
Sabedlo.
Tú,
que me amabas hasta la desesperación.
Tú, que derramaste sangre
por mí y por mi discutible y
oscura
vida,
llena de liturgias cuyo sentido tú desconocías,
y
hacías bien, pues nada había que conocer, como finalmente
he
acabado sabiendo,
igualado en ese conocimiento
al más sabio de
los hombres.
Y
ahora, otra vez camino del Crematorio,
como ya escribí en un
poema con ese título,
en el que hablaba de tu marido, mi padre,
a
quien también quemamos,
unos mil grados alcanzan esos hornos.
Mi
gran padre, del que tú te enamoraste —vete a saber por
qué—
en
mil novecientos cincuenta y nueve,
y a quién demonios le importa
ya sino a mí,
el que siempre os quiso tanto y os querrá hasta el
último
minuto
del mundo.
Te
di un beso en la santa frente helada
un domingo
por la
mañana
de un veinticuatro de mayo del año dos mil
catorce,
lloviendo,
en una primavera inesperadamente
fría,
mientras una máquina sofisticada introducía tu caja
barata
—mira que somos pobres— en el fuego final,
al que mi
hermano y yo
te condujimos.
Sentí
tu frente antigua y acabada en mis labios
antiguos y
acabados,
pero aún conscientes los míos;
los
tuyos,
venturosamente, no.
Nunca
pensé que el sentimiento final fuera este:
la envidia que me
diste, la codicia de tu muerte,
codiciando tu muerte,
porque me
dejabas aquí,
completamente solo
por primera vez
un nuestra
larga historia de amor,
y solo para siempre.
Y
recuerdo ahora a todas aquellas mujeres
que querían acostarse
conmigo,
hacer el amor conmigo,
y eso acabó siendo mi
vida,
cuando yo solo quería
estar contigo para siempre.
Vaya,
mamá, no sabía que te quería tanto.
Tú sí que lo sabías,
porque siempre lo supiste todo.
Qué
bien que todo haya acabado,
en una culpable tarde de primavera
en
donde comienza el mundo,
en donde para ti acaba el mundo,
en
donde para mí ni acaba ni comienza
sino que persiste
involuntariamente.
Qué
bien este silencio omnipotente, aquí, en Barbastro,
donde fuimos
madre e hijo, por los siglos de los siglos.
Aquí,
en Barbastro, en ese sitio tan nuestro,
tan escuetamente nuestro:
todo ocurrió aquí, en estas calles.
Todo
lo recuerdo, y todo lo recordaré.
Te
amo, finalmente.
Como
no he amado a nadie: todas fueron tu réplica.
Ah,
se me olvidaba: podías haber dejado algo
para pagar tu
entierro,
no sabes lo mal que me va y lo pobre que soy,
mira
que fuiste manirrota y derrochadora,
y lo que vale
el ataúd
más económica,
como dicen ellos, los caballeros dulces de la
funeraria.
Mira
que fuimos pobres y desgraciados tú y yo,ma
mère,
en esta España de granes hijosdeputa enriquecidos
hasta la
abominación.
Y aun así, pobres como ratas tú y yo,
mantuvimos
el tipo,
como dos enamorados.
Qué
bien. Qué hermoso. Cuánto te quiero
o te quise, ya no sé, y a
quién le importa,
desde luego no a la Historia de España,
nuestro
país, si es que sabías cómo se llamaba
la solemne nada
histórica en que vivimos papá, tú y yo.
REDENCIÓN
Dime
una palabra amable antes de que termine el día.
Me
dijiste <<cariño, tienes que ser fuerte, no puedes
depender
de esa gente, estás muy cansado,
olvídalos, ayúdame a recoger
el lavavajillas>>,
y yo miraba la noche de octubre con sus
estrellas
entrar en nuestra casa, iluminar nuestros
cuerpos,
vaciar nuestras almas, y tú dijiste “cena algo,
hay
un poco de arroz en el horno, cena algo, cariño,
come algo, y
olvídate de todas esas ideas absurdas
sobre el odio y el fracaso,
ese arroz está divino”.
Dime
una palabra amable antes de que termine el día.
Manuel Vilas. "Poesía Completa (1980-2015)". 2106, Visor.