Frente al silencio.

Frente al silencio.

miércoles, 30 de marzo de 2016

Juan Soto Ivars.



Fragmentos:



      Jonás dejó lo que estaba haciendo, no había otra forma de escribir una novela. Tecleó al azar unas pocas palabras; después enmudecieron los dedos y tuvo ganas de levantarse.
      Antes se escribía en una máquina ruidosa con un flexo al lado. La luz cercaba el espacio donde los ojos no podían traicionar a la literatura y el tac tac de las teclas constataba la vida del lenguaje. En los ordenadores la pantalla es blanca, por todas partes la página se desborda y existen ventanas que permiten dejar de escribir, hacer cualquier otra cosa más agradable. No se puede escribir con la ventana abierta. Interrumpir el tormento que es mirar al futuro y al pasado al mismo tiempo, buscar enloquecido algo que no sea presente. Escribir: salir de la habitación estando dentro.

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      El viento penetró en las cuevas. La montaña resonó como un órgano que anunciaba un nuevo invierno.
      Transitamos las oficinas de la vida en busca de reconocimiento. El escritor y el que escribe buscan el mismo reconocimiento, el amante y el marido, el hijo y la madre, todo lo hacemos por la misma razón. Jonás necesitaba, pensó, contento como si hubiera encontrado un billete olvidado en el bolsillo de un abrigo, la aceptación que supone haber tenido sexo con una mujer, pero sin tenerlo. Ésa era la explicación convincente. Es lo que quería de Irene, y podía engañar al cuerpo con quien fuera.

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      Tu abuelo fue la peor persona de toda tu familia. Era un viejo enorme de cara roja. Había sido minero y su piel estaba totalmente acostumbrar a la piedra. Cuanto tú eras pequeño, tu abuelo odiaba ya abiertamente a tus padres. Cuando te llevaban a su casa te pasabas todo el tiempo escondido lejos de él. Le molestaba absolutamente todo: no comer a la hora fijada, que variaba según su hambre, escuchar la respiración de los niños mientras veía el telediario, que el teléfono sonase y que las conversaciones fueran demasiado largas. Te decían <<vamos a ver al abuelo>> y tú sentías que te llevaban a una casa de campo con un peligroso pastor alemán que te iba a mirar fijamente y ladraría si corrías.
      Cuando tu abuelo se murió tenías 15 años. Por alguna razón, toda la familia se reunió para llorar su muerte, y lo más extraño es que tú también lloraste. No tan extraño, pues había que llorar, que se viera reflejado en las lágrimas. Si no, quizás se incorporase e impondría de nuevo su orden. Incorporase, hablando de un muerto, tiene algo más de cinco sílabas. Metido dentro de la caja, la cara salvaje se había suavizado un poco, pero algo maligno seguía ardiendo encima. Parecía una figura de cera, con su mandíbula hundida y la nariz mucho más aguileña. Te pareció, recuerdas, que si lo mirabas fijamente los ojos de tu abuelo se abrirían y dos enormes arañas te observarían desde sus cuentas vacías.

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Bar de carretera, el autobús vomita a los pasajeros para que coman, me siento en una silla de la que tengo que retirar un periódico húmedo, aquí empieza la libertad, en este nexo entre un mundo y otro, el limbo, las carreteras no son caminos, no son caminables, carretera: circuito trazado por la histeria del irse y del llegar. Pido a la vieja camarera un bocadillo y fumo, y cuando la vieja trae el bocadillo el humo, mi humo, le da en la cara y sopla, resopla como quien escucha algo ofensivo, lleva un delantal sucio de lamparones y al bufar una gota de saliva ha salpicado el plato, junto al bocadillo, una pompita de saliva, invisible como el veneno, como el agua, agua invertida para matar, esta vieja se va y no voy a comer el bocadillo, quizás así se venga de los viajeros la vieja que se deforma en el bar de carretera, viajeros: sombras que dejan olor a cigarrillos en su bar. ¿Dónde duerme la vieja? ¿Habrá un camastro aquí? En la carretera no se puede soñar, se tienen sueños de vértigo, sueños en el limbo bajo los fluorescentes, cuando los coches tienen que seguir adelante, a las carreteras no les gusta viajar. Aquí empieza la libertad, en una puerta de 600 kilómetros de asfalto.

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      Un día miraremos nuestra época y nuestras vidas y nos reiremos con infinito desprecio. Flaubert dijo en 1850 que los tiempos venideros iban a ser infinitamente, groseros, le preocupaba que la imbecilidad tuviese un diámetro infinito, vivió en la desgracia de observar con infinito desprecio el perímetro de la imbecilidad, las caras sonrosadas. Llevo sin leer más de tres meses. Intento coger un libro y no entiendo nada. Lo abro, leo unas frases incomprensibles, no soy capaz de terminar el texto de contraportada, miro únicamente la fecha de nacimiento del autor y el momento en que se publicó el libro, es lo único que me interesa ahora que he llegado del tren, cuánto me costará el billete cuando intente volver a subirme. Además llevo días sin mirar el correo. Seguramnete que ya hayan dejado de llegar nuevos mensajes porque ahora no existo y estoy remontando el tiempo, dentro de pocos días seré incluso inocente, no habré nacido, no habré tocado el mundo ni me habrá tocado. Si vuelvo a Madrid algún día las puertas no escucharán mi llamada.

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la literatura española detesta las provincias, para triunfar hay que escribir en Madrid o Barcelona y escribir sobre estas ciudades, o irse a Nueva York como hacían Ray Loriga y los de su tiempo. Como hiciste tú, dice ella un poco risueña, conservando el as en la manga pero sugiriendo que lo tiene. Me sonrojo y no sé qué responderle: Yo no triunfé, balbuceo. Pero te fuiste a Madrid porque querías ser escritor, y yo he venido a tu pueblo y he acabado leyendo tu novela. Intuye que me incomoda hablar de esto pero no sabe por qué, así que debo ser amable y risueño, pero quizás ella advierte mi pesadumbre o casi mi enojo, y añade: tu novela a mí me pareció un triunfo, me gustó mucho. Yo bromeo: llevamos hablando media hora y ya me dices que te gustó la novela, ¿no serás una fan? Ella se ríe, pero no ha tenido mucha gracia. Ella es amable, no se puede ser ironico con las personas amables, la amabilidad es de cera y la ironía un alfiler al rojo, un metal agresivo, la espada en una mano incómoda de ser mano frente a la mano tendida de la amabilidad. Seguimos caminando en silencio, ella mira al suelo, quizás la he molestado, quizás me ha molestado a mí, incómodo doy un paso tras otro...

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      Nunca más escribiré, pienso. Escribí mi novela para que la soledad no la arrastrase ladera abajo, ella mismo lo había dicho, escribí una novela sobre el mar para que el agua salada diluyese la nieve, en el cielo estalla rota Siberia, baja en forma de lluvia tenue y helada a pelearse con las luces de las farolas, avasalla la primavera temprana, volverá, pienso, calentará, pienso y los cristales se han helado de vapor, intuyo bajo las mantas su pecho respirando pegado al mío, sin rastro de mi erección primera acaricio su huérfana espalda, abre los ojos y sonríe, no se asusta, los cierra y es posible que al poco tiempo esté casi soñando los días que vienen detrás, los días que vienen a mostrarnos en sus manos el sol, Barcelona reconstruyéndose en el filo del sueño, la calle amable donde los demás me mirarán porque voy con ella. No quiero escribir nunca más. Trabajaré, quizás trabajaremos juntos, las puertas del encierro se han abierto...






Juan Soto Ivars. “Siberia”. 2012, el olivo azul.



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