Frente al silencio.

Frente al silencio.

domingo, 6 de marzo de 2016

George Orwell (II)



Fragmentos:



      Winston se apoyó en el alféizar de la ventana. Era inútil proseguir. Iba a pedir más cerveza cuando el viejo se levantó de pronto y se dirigió renqueando hacia el urinario apestosos que estaba al fondo del local. Winston siguió unos minutos sentado contemplando su vaso vació y, casi sin darse cuenta se encontró otra vez en la calle. Dentro de veinte años, a lo más pensó, la inmensa y sencilla pregunta <<¿Era la vida antes de la Revolución mejor que ahora?>> dejaría de tener sentido por completo. Pero ya ahora era imposible contestarla, puesto que los escasos supervivientes del mundo antiguo eran incapaces de comparar una época con otra. Recordaban un millón de cosas insignificantes, una pelea con un compañero de trabajo, la búsqueda de una bomba de bicicleta que habían perdido, la expresión habitual de una hermana fallecida hacía muchos años, los torbellinos de polvo que se formaron en una mañana tormentosa hace setenta años...pero todos los hechos transcendentales quedaban fuera del radio de su atención. Eran como las hormigas que pueden ver los objetos pequeños, pero no los grandes. Y cuando la memoria fallaba y los testimonios escritos era falsificados, las pretensiones del Partido de haber mejorado las condiciones de la vida humana tenían que ser aceptadas necesariamente porque no existía ni volvería nunca a existir un nivel de vida con el cual pudieran ser comparadas.

***



      En cierto modo, Julia era menos susceptible que Winston a la propaganda del Partido. Una vez se refirió él a la guerra contra Eurasia y se quedó asombrado cuando ella, sin concederle importancia a la cosa, dio por cierto que no había tal guerra. Casi con toda seguridad, las bombas cohete que caían diariamente sobre Londres eran lanzadas por el mismo Gobierno de Oceanía sólo para que la gente estuviera siempre asustada. A Winston nunca se le había ocurrido esto. También despertó en él Julia una especie de envidia al confesarle que durante los dos Minutos de Odio lo peor para ella era contenerse y no romper a reír a carcajadas: Pero Julia nunca discutía las enseñanzas del Partido a no ser que afectaran a su propia vida: Estaba dispuesta a aceptar loa mitología oficial, porque no le parecía importante la diferencia entre verdad y falsedad.

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      ―Habréis oído rumores sobre la existencia de la Hermandad. Supongo que la habréis imaginado a vuestra manera. Seguramente creeréis que se trata de un mundo subterráneo de conspiradores que se reúnen en sótanos, que escriben mensajes sobre los muros y se reconocen unos a otros por señales secretas, palabras misteriosas o movimientos especiales de las manos. Nada de eso. Los miembros de la Hermandad no tienen modo alguno de reconocerse entre ellos y es imposible que ninguno de los miembros llegue a individualizar sino a muy contados de sus afiliados. El propio Goldstein, si cayera en manos de la Policía del Pensamiento, no podría dar una lista completa de los afiliados ni información alguna que les sirviera para hacer el servicio. El realidad no hay tal lista. La Hermandad no puede ser barrida porque no es una organización en el sentido corriente de la palabra. Nada mantiene su cohesión a no ser la idea de que es in destructible.

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      Pero también resultó claro que un aumento de bienestar tan extraordinario amenazaba con la destrucción era ya, en sí mismo, la destrucción de una sociedad jerárquica. En un mundo en que todos trabajaran pocas horas, tuvieran bastante para comer, vivieran en casa cómodas e higiénicas, con cuarto de baño, calefacción y refrigeración, y poseyera cada uno un auto o quizás un aeroplano, había desaparecido la forma más obvia e hiriente de desigualdad. Si la riqueza llegaba a generalizarse, no serviría para distinguir a nadie. Sin duda, era posible imaginarse una sociedad en que la riqueza, en el sentido de posesiones y lujos personales, fuera equitativamente distribuida mientras el poder siguiera en manos de una minoría, de una pequeña casta privilegiada. Pero, en la práctica, semejante sociedad no podría conservarse estable, porque si todos disfrutasen por igual del lujo y del ocio, la gran masa de seres humanos, a quienes la pobreza suele imbecilizar, aprenderían muchas cosas y empezarían a pensar por sí mismos; y si empezaran a reflexionar, se darían cuenta más pronto o más tarde que la minoría privilegiada no tenía derecho alguno a imponerse a los demás y acabarían barriéndoles. A la larga, una sociedad jerárquica sólo sería posible basándose en la pobreza y en la ignorancia.

***









      ―Hay tres etapas en tu integración dijo O´Brien; primero aprender, luego comprender y, por último, aceptar. Ahora tienes que entrar en la segunda etapa.
      Como siempre, Winston estaba tendido de espaldas, pero ya no le ataban tan fuerte. Aunque seguía sujeto al lecho, podía mover las rodillas un poco y volver la cabeza de uno a otro lado y levantar los antebrazos. Además, ya no le causaba tanta tortura la palanca. Podía evitarse el dolor con un poco de habilidad, porque ahora sólo lo castigaba O´Brien por faltas de inteligencia. A veces pasaba una sesión entera sin que se moviera la aguja del disco. No recordaba cuántas sesiones habían sido. Todo el proceso se extendía por un tiempo largo, indefinido quizá varías semanas, y los intervalos entre las sesiones quizá fueran de varios días y otra veces sólo de una o dos horas.
      ―Mientras te hallas ahí tumbado ―le dijo O´Brien―, te has preguntado con frecuencia, e incluso me lo has preguntado a mí, por qué el Ministerio del Amor emplea tanto tiempo y trabajo en tu persona. Y cuando estabas en libertad tre preocupabas por lo mismo. Podrías comprender el mecanismo de la sociedad en que vivís, pero no los motivos subterráneos. ¿Recuerdas haber escrito en tu Diario: <<Comprendo el cómo; no comprendo el porqué?>> Cuando pensabas en el porqué es cuando dudabas de tu propia cordura. Has leído el libro de Goldstein, o partes de él al menos. ¿Te enseñó algo que ya no supieras?
      ―¿Lo has leído tú? ―dijo Winston.
      ―Lo escribí. Es decir, colaboré en su redacción. Ya sabes que ningún libro se escribe individualmente.
      ―¿Es cierto lo que dice?
      ―Como descripción, sí. Pero el programa que presenta es una tontería. La acumulación secreta de conocimientos, la extensión paulatina de ilustración y, por último, la rebelión proletaria y el aniquilamiento del Partido. Ya te figurabas que esto es lo que encontrarías en el libro. Pura tontería. Los proletarios no se sublevarán ni dentro de mil años ni de mil millones de años. No pueden. Es inútil que te explique razón por la que no pueden rebelarse; ya la conoces. Si alguna vez te has permitido soñar en violentas sublevaciones, debes renunciar a ello. El Partido no puede ser derribado por ningún procedimiento. Las normas del Partido, su dominio es para siempre. Debes partir de ese punto en todos tus pensamientos.
      O´Brien se acercó más al lecho.
       ―¡Para siempre! ―repitió―. Y ahora volvamos a la cuestión del cómo y el porqué. Entiendes perfectamente cómo se mantiene en el poder el Partido. Ahora dime, ¿por qué nos aferramos al poder? Habla ―añadió al ver que Winston no le respondía.
      Sin embargo, Winston siguió callado unos instantes. Sentíase aplanado por una enorme sensación de cansancio. El rostro de O´Brien había vuelto a animarse con su fanático entusiasmo. Sabía Winston de antemano lo que iba a decirle O´Brien: que el Partido no buscaba poder por el poder mismo, sino sólo para el bienestar de la mayoría. Que le interesaba tener en las manos las riendas porque los hombres de la masa eran criaturas débiles y cobardes que no podían soportar la libertad ni encararse con la verdad y debían ser dominados y engañados sistemáticamente por otros hombres más fuerte s que ellos. Que la Humanidad sólo podía escoger entre la libertad y la felicidad, y para la gran masa de la Humanidad era preferible la felicidad. Que el Partido era el eterno guardián de los débiles, una secta dedicada a hacer el mal para lograr el bien sacrificando su propia felicidad a la de los demás. Lo terrible, pensó Winston, lo verdaderamente terrible era que cuando O´Brien le dijera esto, se lo estaría creyendo. No había más que verle la cara. O´Brien lo sabía todo. Sabía mil veces mejor que Winston cómo era en realidad el mundo, en qué degradación vivía la masa human y por medio de qué mentiras y atrocidades la dominaba el Partido. Lo había entendido y pesado todo y, sin embargo, no importaba: todo lo justificaba él por los fines. ¿Qué va uno a hacer, pensó Winston, contra un loco que es más inteligente que uno, que le oye a uno pacientemente y que sin embargo persiste en su locura?
      ―Nos gobernáis por nuestro propio bien ―dijo débilmente―. Creéis que los seres humanos no están capacitados para gobernarse, y en vista de ello...
      Estuvo a punto de gritar. Una punzada de dolor se le había clavado en el cuerpo. O´Brien había presionado la palanca y la aguja de la esfera marcaba treinta y cinco.
      ―Eso fue una estupidez, Winston; has dicho una tontería. Debías tener un poco más de sensatez.
Volvió a soltar la palanca y prosiguió:

      ―Ahora te diré la respuesta a mi pregunta. Se trata de esto: el Partido quiere tener el poder por amor al poder mismo. No nos interesa el bienestar de los demás; sólo nos interesa el poder. No la riqueza ni el lujo, ni la longevidad ni la felicidad; sólo el poder, el poder puro. Somos diferentes de todas las oligarquías del pasado porque sabemos lo que estamos haciendo. Todos los demás, incluso los que se parecían a nosotros, eran cobardes o hipócritas. Los nazis alemanes y los comunistas rusos se acercaban mucho a nosotros por sus métodos, pero nunca tuvieron el valor de reconocer sus propios motivos. Pretendían, y quizá, lo creían sinceramente, que se habían apoderado de los mandos contra su voluntad y para un tiempo limitado y que a la vuelta de la esquina, como quien dice, había un paraíso donde todos los seres humanos serían libres e iguales. Nosotros no somos así. Sabemos que nadie se apodera del mando con la intención de dejarlo: El poder no es un medio, sino un fin en sí mismo. No se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para estableces un dictadura. El objeto de la persecución no es más que la persecución misma. La tortura sólo tiene como finalidad la misma tortura. Y el objeto del poder no es más que el poder. ¿Empiezas a entenderme?

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George Orwell. “1984”. 1991, duodécima edición en Destinolibro.



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